El Aliento de los Dioses (29 page)

Read El Aliento de los Dioses Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Aliento de los Dioses
13.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

«¿Hasta qué punto estás seguro de esa información? —dijo Sangre Nocturna—. Además, sinceramente, no me fío de los sacerdotes.»

«Él no es un sacerdote», pensó Vasher. Se movió con cuidado, arrastrándose por la oscura sombra del saliente de la muralla. Su contacto le había advertido que se mantuviera alejado de los palacios de los dioses influyentes como Encendedora o Marcaquieta. Pero también había dicho que el palacio de un dios menor, como Donseñalado o Ansiadepaz, no le vendría bien para sus propósitos. En cambio, Vasher buscaba el hogar de Mercestrella, una retornada conocida por su implicación en política, pero que todavía no era influyente.

Su palacio parecía relativamente oscuro esa noche, pero seguro que había guardias. Los Retornados tenían sirvientes para dar y regalar. Y en efecto, Vasher localizó a dos hombres que guardaban la puerta que quería. Llevaban los extravagantes vestidos de los criados de la corte, amarillo y dorado según la pauta de su señora.

Los hombres no iban armados. ¿Quién atacaría el hogar de un retornado? Estaban allí simplemente para impedir que nadie se colara y molestara a la señora mientras dormía. Estaban de pie junto a sus linternas, alertas y atentos, pero más por las apariencias que por otra cosa.

Vasher oscureció a Sangre Nocturna tras su capa, se apartó de las sombras y buscó ansiosamente de un lado a otro, murmurando para sí. Encorvó el cuerpo para ayudar a ocultar la enorme espada.

«Oh, por favor —dijo categóricamente Sangre Nocturna—. ¿El numerito del loco? Puedes recurrir a algo mejor.»

«Funcionará. Esto es la Corte de los Dioses. Nada atrae más a los desequilibrados que la expectativa de conocer a las deidades.»

Los dos guardias alzaron la cabeza cuando lo vieron acercarse, pero no parecieron sorprendidos. Probablemente trataban con chiflados cada día. Vasher había visto los tipos que acababan en las colas de peticiones a los Retornados.

—Eh, tú —dijo uno mientras Vasher se acercaba—. ¿Cómo has entrado aquí?

Vasher se aproximó, murmurando que quería hablar con la diosa. El segundo guardia le puso una mano en el hombro.

—Vamos, amigo. Te devolveremos a las puertas, a ver si todavía queda algún refugio que acepte gente para pernoctar.

Vasher vaciló. Amabilidad. Por algún motivo, no se la esperaba. Aquello lo hizo sentirse un poco culpable por lo que iba a hacer a continuación.

Echó el brazo a un lado, retorciendo dos veces el pulgar para que los largos dedos-borlas de la manga de su camisa empezaran a remedar los movimientos de sus dedos de verdad. Formó un puño. Las borlas se lanzaron hacia delante, envolviéndose en el cuello del primer guardia.

El hombre dejó escapar un suave jadeo de sorpresa. Antes de que el segundo guardia pudiera reaccionar, Vasher le golpeó el estómago con la empuñadura de Sangre Nocturna. El guardia se tambaleó y Vasher le puso una zancadilla. Con la bota, apretó lenta pero firmemente el cuello del hombre. Se rebulló, pero las piernas de Vasher tenían fuerza despertada.

Vasher aguantó un largo instante, los dos hombres agitándose, sin conseguir escapar a su estrangulamiento. Poco después, Vasher dejó de pisar el cuello del segundo hombre y tumbó al primer guardia en la hierba, retorció dos veces el pulgar y soltó los dedos-borlas.

«No me has utilizado mucho —se quejó Sangre Nocturna, dolida—. Podrías haberme empleado. Soy mejor que una camisa. Soy una espada.»

Vasher la ignoró y escrutó la oscuridad para ver si lo habían localizado.

«Soy bastante mejor que una camisa. Podría haberlos matado. Mira, todavía respiran. Estúpida camisa.»

«De eso se trataba. Los cadáveres causan más problemas que los hombres cuando los dejas sin sentido.»

«Pues yo también podría haberlos dejado sin sentido.»

Vasher sacudió la cabeza y se coló en el edificio. Los palacios de los Retornados, incluido ése, solían ser una sucesión de habitaciones peladas con puertas de colores. El clima en Hallandren era tan templado que el edificio podía estar abierto en todo momento.

No recorrió las habitaciones centrales, sino que se quedó en el pasillo de la periferia, el de los criados. Si su informador había dicho la verdad, entonces lo que quería podía hallarse en el ala noreste del edificio. Mientras caminaba, se soltó la cuerda de la cintura.

«Los cinturones también son estúpidos —refunfuñó Sangre Nocturna—. Son…»

En ese momento, un grupo de cuatro sirvientes rodeó la esquina directamente delante de Vasher, que alzó la cabeza, sobresaltado pero no muy sorprendido.

El asombro de los sirvientes duró un segundo más que el suyo. Sin vacilar, Vasher lanzó la cuerda.

—Sujeta —ordenó, dándole la mayor parte de su aliento restante.

La cuerda se enroscó en el brazo de uno de los criados, aunque Vasher había apuntado al cuello. Vasher maldijo, tirando del hombre, que gritó al chocar contra la esquina. Los otros se dispusieron a echar a correr.

Vasher empuñó a Sangre Nocturna, con la otra mano.

«¡Sí!», se alegró la espada.

Vasher no la desenvainó. Simplemente la arrojó hacia delante. La hoja resbaló por el suelo y se detuvo delante de los tres hombres. Uno de ellos la miró como hipnotizado. Extendió una mano, vacilante, los ojos muy abiertos.

Los otros dos echaron a correr, gritando que había un intruso.

«¡Maldición!», pensó Vasher. Tiró de la cuerda, derribando de nuevo al sirviente enredado. Mientras éste trataba de incorporarse, se precipitó y le envolvió la cuerda en torno a las manos y el cuerpo. A su lado, el otro criado, cada vez más absorto, recogió del suelo a Sangre Nocturna. Soltó el cierre de la empuñadura, disponiéndose a desenvainarla.

Cuando apenas había liberado unos centímetros, un humo oscuro, como fluido, empezó a brotar de la hoja. Adoptó forma de tentáculos de humo que al punto se enroscaron en el brazo del hombre, absorbiendo el color de su piel.

Vasher dio una patada al hombre y lo obligó a soltar a Sangre Nocturna. Dejó al primer hombre retorciéndose y cogió al que había empuñado la espada y le dio la cabeza contra la pared.

Respirando entrecortadamente, recogió a Sangre Nocturna, cerró la vaina y echó el cierre. Luego extendió la mano y tocó la cuerda que ataba al aturdido sirviente.

—Tu aliento al mío —dijo, recuperando el aliento de la cuerda, dejando al hombre atado.

«No me has dejado matarlo», se quejó Sangre Nocturna, molesta.

«No —replicó Vasher—. Cadáveres, ¿recuerdas?»

«Pero dos lograron escapar de mi hechizo. Eso no está bien.»

«¿Cuántas veces te he dicho que careces de poder para hechizar los corazones de hombres puros, Sangre Nocturna?» Por más que se lo hubiese explicado en muchas ocasiones, la espada parecía incapaz de comprenderlo.

A continuación, corrió pasillo abajo. Sólo le quedaba un poco más, pero ya había gritos de alarma y llamadas de ayuda. No tenía ningún deseo de luchar contra un ejército de sirvientes y soldados. Se detuvo, inseguro, en el pasillo pelado. Advirtió, casi sin darse cuenta, que despertar la cuerda había robado el color de sus botas y su capa, las únicas prendas que no habían sido despertadas.

La ropa gris lo identificaría al instante por lo que era. Pero pensar en retroceder no le hacía ninguna gracia. Apretando los dientes con frustración, le dio un puñetazo a la pared. Se suponía que aquello tendría que haber sido mucho más fácil.

«Te dije que no servías para esto», le recordó Sangre Nocturna.

«Cállate», pensó Vasher, decidido a no huir. Rebuscó en una bolsita que llevaba al cinto y sacó una ardilla muerta.

«Puagg», dijo con asco Sangre Nocturna.

Vasher se arrodilló, y puso la mano sobre la criatura.

—Despierta a mi aliento —ordenó—, sirve mis necesidades, vive a mi orden y mi palabra: ¡cuerda caída!

Las últimas palabras, «cuerda caída», eran la frase de seguridad. Vasher podría haber elegido cualquiera, pero escogió lo primero que le pasó por la cabeza.

Un aliento manó de su cuerpo y bajó hasta el cadáver del animalito, que empezó a retorcerse. Era un aliento que Vasher no podría recuperar nunca, pues crear un sinvida era un acto permanente. La ardilla perdió todo color, convirtiéndose en gris, pues el despertar engulló sus colores para ayudar a la transformación. La ardilla era gris en origen, así que era difícil notar la diferencia. Por eso a Vasher le gustaba utilizarlas.

—Cuerda caída —le dijo a la criatura, y sus ojos grises lo miraron. Pronunciada la frase de seguridad, Vasher ya podía imprimir una orden en su cerebro, igual que hacía cuando realizaba un despertar normal—. Haz ruido. Corretea. Muerde a la gente que no sea yo. Cuerda caída.

El segundo uso de las palabras cerraba la capacidad de impresión, para que ya no pudiera recibir más órdenes.

La ardilla saltó y echó a correr por el pasillo hacia la puerta por la que habían desaparecido los criados. Vasher se levantó y apretó el paso, esperando que esta distracción le proporcionara tiempo. De hecho, unos momentos más tarde oyó gritos procedentes de la puerta. Siguieron golpes y gritos. Los sinvida podían ser difíciles de detener, sobre todo uno nuevo con órdenes de morder.

Vasher sonrió.

«Habríamos podido con ellos», dijo Sangre Nocturna, desdeñosa.

Vasher corrió al lugar indicado por su informador. El lugar estaba marcado por una tabla rota en la pared, en apariencia sólo el desgaste normal del edificio. Se agachó, esperando que no le hubieran mentido. Rebuscó en el suelo hasta encontrar el cierre oculto.

Tiró, revelando una trampilla. Los palacios de los Retornados tenían en teoría una sola planta. Sonrió.

«¿Y si este túnel no tiene otra salida?», preguntó Sangre Nocturna mientras saltaba al agujero.

«Entonces probablemente tendrás que matar a un montón de gente», pensó Vasher. Sin embargo, de momento la información resultaba correcta, e intuía que el resto también lo sería.

Al parecer, los sacerdotes de los Tonos Iridiscentes ocultaban cosas al resto del reino. Y a sus dioses.

Capítulo 22

Amaclima, dios de las tormentas, seleccionó una de las esferas de madera del bastidor y la sopesó en la mano. Había sido construida para llenar la palma de un dios, y en el centro tenía plomo. Tallada con anillos por toda la superficie, estaba pintada de azul.

—¿Una esfera dobladora? —preguntó Bendicevidas—. Audaz movimiento.

Amaclima miró al grupito de dioses que tenía detrás. Sondeluz estaba entre ellos, bebiendo un dulce zumo de naranja con algún tipo de refuerzo alcohólico. Habían pasado varios días desde que Llarimar lo convenciera para que se levantase de la cama, pero aún no había llegado a ninguna conclusión sobre cómo actuar.

—Un movimiento audaz, ciertamente —dijo Amaclima, lanzando la esfera al aire y luego capturándola—. Dime, Sondeluz el Audaz. ¿Favoreces este tiro?

Los otros dioses se echaron a reír. Había cuatro jugando. Como de costumbre. Amaclima llevaba una túnica verde y dorada que le colgaba de un hombro hasta medio muslo, sujeta a la cintura con un fajín. El atuendo, al estilo de los vestidos antiguos de los Retornados según pinturas de siglos pasados, revelaba sus músculos esculpidos y su divina figura. Se encontraba al borde del balcón, y era su turno de tirar.

Sentados detrás estaban los otros tres. Sondeluz a la izquierda y Bendicevidas, dios de las curaciones, en el centro. Llamadaverdadera, dios de la naturaleza, estaba sentado a la derecha, vistiendo su elaborada capa y uniforme marrón y blanco.

Los tres dioses eran variaciones sobre un mismo tema. Si Sondeluz no los hubiera conocido bien, habría tenido problemas para distinguirlos. Cada uno medía exactamente dos metros diez, con una musculatura que cualquier mortal habría envidiado. Bendicevidas tenía el pelo castaño, mientras que Amaclima lo tenía rubio y Llamadaverdadera negro, pero los tres compartían los mismos rasgos de mandíbula cuadrada, peinados perfectos y gracia innata que los identificaba como divinidades retornadas. Sólo sus vestimentas ofrecían alguna variedad.

Sondeluz sorbió su bebida.

—¿Bendigo tu tiro, Amaclima? —preguntó—. ¿No estamos compitiendo el uno contra el otro?

—Supongo —contestó el dios, haciendo oscilar la bola de madera.

—¿Entonces por qué debería bendecirte cuando tiras contra mí?

Amaclima sonrió, echó el brazo atrás y lanzó la bola. Rebotó, rodó sobre la hierba y por fin se detuvo. Esa sección del patio había sido dividida en un enorme tablero de juego con cuerdas y estacas. Los sacerdotes y sirvientes corrían por los laterales, haciendo anotaciones y llevando la puntuación para que los dioses no tuvieran que hacerlo. El tarachin era un juego complejo, sólo practicado por los ricos. Sondeluz nunca se había molestado en aprender las reglas.

Le resultaba más divertido jugar cuando no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

Le tocaba tirar. Se levantó, seleccionó una de las esferas de madera del bastidor porque hacía juego con el color de su bebida. Jugueteó con la bola naranja y luego, sin prestar atención hacia dónde, la lanzó al campo. La esfera llegó más lejos de lo que se necesitaba: Sondeluz tenía la fuerza de un cuerpo perfecto. En parte por eso el campo era tan enorme: construido a escala de los dioses, cuando éstos jugaban requerían la perspectiva elevada de un balcón para ver la partida.

Se suponía que el tarachin era uno de los juegos más difíciles del mundo: requería fuerza para arrojar las esferas correctamente, sagacidad para comprender dónde colocarlas, coordinación para hacerlo con la precisión necesaria, y una gran comprensión de la estrategia para elegir la esfera adecuada y dominar el terreno de juego.

—Cuatrocientos trece puntos —anunció un criado después de que los escribas se lo comunicaran.

—Otro tiro magnífico —dijo Llamadaverdadera, irguiéndose en su hamaca—. ¿Cómo lo haces? A mí nunca se me habría ocurrido usar una esfera inversa para ese tiro.

«¿Es así como se llaman las naranjas?», pensó Sondeluz, regresando a su asiento.

—Hay que comprender el terreno y aprender a entrar en la mente de la esfera —contestó—. Pensar como piensa la esfera, razonar como podría hacerlo.

—¿Razonar como una esfera? —dijo Bendicevidas, levantándose. Llevaba una túnica suelta con sus colores, azul y plata. Seleccionó una esfera verde del bastidor, y luego se la quedó mirando—. ¿Qué clase de razonamiento puede pergeñar una bola de madera?

Other books

The Seventh Night by Amanda Stevens
Fire Birds by Gregory, Shane
The Girl. by Fall, Laura Lee
Brutal by K.S Adkins
Killswitch by Victoria Buck
Double Jeopardy by Bobby Hutchinson
Tigana by Guy Gavriel Kay
Timepiece by Richard Paul Evans