El Aliento de los Dioses (52 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Aliento de los Dioses
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«No lo sabe —pensó Siri—. No es consciente de que Susebron es mudo.»

—¿Con qué intimidad has servido al rey-dios?

Él se encogió de hombros.

—Con la propia de cualquier sirviente que es considerado impío. No se me permite tocarlo ni hablarle. Pero, princesa, le he servido toda la vida. No es mi dios, pero es algo mejor. Creo que esos sacerdotes consideran a sus dioses como símbolos que ocupan un lugar. En realidad no les importa quién ocupe el puesto. Yo he servido a su majestad toda la vida. Me contrataron en palacio cuando era un muchacho y recuerdo la infancia de Susebron. No es mi dios, pero sí mi señor. Y ahora esos sacerdotes planean matarlo.

Volvió a pasearse, retorciendo las manos.

—Pero no se puede hacer nada.

—Sí se puede —dijo ella.

Él agitó una mano.

—Te hice una advertencia y la ignoraste. Sé que has estado cumpliendo con tus deberes de esposa. Tal vez podamos encontrar algún modo de asegurarnos que ningún embarazo llegue a su fin.

Ella se ruborizó.

—¡Yo nunca haría una cosa así! Austre lo prohíbe.

—¿Incluso para salvar la vida del rey-dios? Pero lo entiendo. ¿Qué es él para ti? Tu captor y carcelero. Sí, tal vez mis advertencias fueron inútiles.

—Sí me importa, Dedos Azules. Y creo que podemos detener esto antes de que llegue al punto de preocuparnos por un heredero. He estado hablando con el rey-dios.

Dedos Azules se detuvo y la miró a los ojos.

—¿Qué has dicho?

—He estado hablando con él —confirmó Siri—. No es tan despiadado como cabría pensar. No creo que esto tenga que terminar con su muerte o con tu pueblo perdiendo su sitio en palacio.

Dedos Azules la estudió, a tal punto que ella volvió a ruborizarse y se sumergió más en el agua.

—Veo que has encontrado una posición de poder —dijo.

«Al menos, una posición que lo parece», pensó ella con tristeza.

—Si las cosas salen como quiero, me aseguraré de que atiendan a tu pueblo.

—¿Y mi parte del trato?

—Si las cosas no salen como quiero —dijo ella, tomando aire, nerviosa—, quiero que nos saques a Susebron y a mí del palacio.

Silencio.

—De acuerdo —dijo él—. Pero asegurémonos de no llegar a eso. ¿Es consciente el rey-dios del peligro que suponen sus propios sacerdotes?

—Lo es —mintió Siri—. De hecho, lo sabía antes que yo. Es quien me dijo que tenía que contactar contigo.

—¿Eso hizo? —preguntó Dedos Azules, frunciendo ligeramente el ceño.

—Sí. Me mantendré en contacto para que esto salga bien para todos. Y, hasta entonces, agradecería que me dejaras continuar con mi baño.

Él asintió lentamente y se retiró de la cámara. A Siri, sin embargo, le costó lo suyo tranquilizar sus nervios. No estaba segura de haber manejado bien la situación. Parecía haber ganado algo. Ahora sólo tenía que descubrir cómo utilizarlo.

Capítulo 35

Vivenna se despertó dolorida, cansada y aterrorizada. Trató de incorporarse, pero estaba maniatada. Sólo consiguió rodar hasta una posición aún más incómoda.

Se hallaba en una habitación oscura, amordazada, la cara apretada contra un suelo de madera. Todavía llevaba puesta la falda, un caro artículo extranjero de los que se quejaba Denth. Tenía las manos atadas a la espalda.

Había alguien en la habitación. Alguien con mucho aliento. Podía sentirlo. Se retorció hasta quedar de espaldas, en una postura incómoda. Atisbo una silueta recortada contra el cielo estrellado, de pie en un balcón a poca distancia.

Era él.

Se volvió hacia ella, la cara en sombras en aquella oscura habitación, y Vivenna empezó a rebullirse de pánico. ¿Qué se proponía hacerle ese hombre? En su mente destellaron un puñado de horribles posibilidades.

Él caminó hacia ella, sus pies resonando en el suelo y haciendo temblar la madera. Se arrodilló, la cogió por los pelos y le hizo alzar la cabeza.

—Todavía no he decidido si matarte o no, princesa —dijo—. Si yo fuera tú, evitaría hacer nada que me moleste.

Su voz era grave, profunda, y tenía un acento que Vivenna no pudo ubicar. Se quedó inmóvil, temblando, el pelo blanqueado. El hombre parecía estar estudiándola, el fulgor de las estrellas reflejado en sus ojos.

Ella gimió, amordazada, mientras él encendía un farol y cerraba las puertas del balcón. De su cinto, el desconocido sacó un gran cuchillo de caza. Vivenna sintió una punzada de temor, pero él simplemente se acercó y le cortó las ligaduras de las manos.

Luego lanzó el cuchillo y el arma resonó al clavarse en la madera de la pared del fondo. Trajo algo de la cama. Su gran espada de negra empuñadura.

Vivenna retrocedió, las manos libres, y se quitó la mordaza con intención de gritar. Él la apuntó con la espada envainada, deteniéndola.

—Permanecerás en silencio —ordenó bruscamente.

Ella se acurrucó en el rincón. «¿Cómo me está sucediendo esto?», pensó. ¿Por qué no había regresado a Idris hacía tiempo? Se había sentido profundamente inquieta cuando Denth mató a los rufianes del restaurante. Tendría que haber sabido entonces que estaba tratando con personas y situaciones muy peligrosas.

Había sido una necia arrogante al pensar que podía desenvolverse a sus anchas en aquella ciudad. Aquella ciudad monstruosa, abrumadora, terrible. Ella no era nada. Apenas una campesina venida de fuera. ¿Por qué había decidido implicarse en la política y los planes de aquella gente?

Vasher dio un paso al frente. Soltó el cierre de aquella negra espada, y Vivenna sintió náuseas. Un fino hilillo de humo negro empezó a brotar de la hoja.

Vasher se acercó, recortado por la luz del farol, arrastrando por el suelo la punta envainada de la espada. Entonces arrojó la espada ante Vivenna.

—Cógela —dijo.

Ella alzó la cabeza, un poco menos tensa, pero todavía acurrucada en el rincón. Notó las lágrimas en sus mejillas.

—Coge la espada, princesa.

Ella no tenía ninguna formación con las armas, pero tal vez… Echó mano a la espada, pero sintió que la náusea se volvía aún más fuerte. Gimió, la mano temblando mientras se dirigía a la extraña hoja negra.

Se retiró.

—¡Cógela! —gritó Vasher.

Ella obedeció con un grito ahogado de desesperación. Agarró el arma, sintiendo una náusea terrible. Sin darse cuenta, empezó a arrancarse la mordaza con dedos desesperados.

«Hola —dijo una voz en su cabeza—. ¿Te apetece matar a alguien hoy?»

Vivenna soltó la horrible espada y cayó de rodillas, para vomitar en el suelo. No había mucho en su estómago, pero no pudo contenerlo. Cuando terminó, se apartó a rastras y se acurrucó de nuevo contra la pared, la boca goteando bilis, sintiéndose demasiado mareada para gritar pidiendo ayuda o incluso limpiarse la cara.

Lloraba de nuevo. Ésa parecía la menor de sus humillaciones. A través de ojos nublados, vio cómo Vasher se ponía en pie. Entonces el hombre gruñó, como sorprendido, y recogió la espada. Echó el cierre de la vaina, enfundando el arma de nuevo, y luego arrojó una toalla sobre el vómito.

—Estamos en uno de los suburbios —dijo—. Puedes gritar si quieres, pero nadie hará nada. Excepto yo. Me enfadaré. —La miró—. Te lo advierto. No soy conocido por mi habilidad para controlar mi temperamento.

Vivenna se estremeció, todavía sintiendo retortijones de náusea. Aquel hombre tenía aún más aliento que ella. Sin embargo, cuando la secuestró, ella no había percibido a nadie en la habitación. ¿Cómo lo había escondido?

¿Y qué era aquella voz en su cabeza?

Parecían tonterías para distraerla, considerando su situación actual. Sin embargo, eso le impidió pensar qué podía hacerle aquel hombre. Qué…

Él se le acercó de nuevo y le quitó la mordaza con expresión sombría. Ella gritó por fin, tratando de alejarse, y él maldijo, le puso un pie en la espalda y la apretujó contra el suelo. Le ató de nuevo las manos antes de colocarle la mordaza. Ella gritó, la voz ahogada mientras la colocaba de espaldas. El hombre la cargó sobre su hombro y la sacó de la habitación.

—Malditos suburbios —murmuró—. Todo el mundo es demasiado pobre para permitirse sótanos.

La sentó contra la puerta de una segunda habitación mucho más pequeña y le ató las manos al pomo. Se retiró y la miró, claramente insatisfecho. Entonces se arrodilló a su lado, el rostro sin afeitar cercano al suyo, el aliento apestoso.

—Tengo trabajo que hacer —dijo—. Trabajo que tú me has obligado a hacer. No escaparás. Si lo haces, te encontraré y te mataré. ¿Entendido?

Ella asintió débilmente.

Vio cómo recogía su espada de la otra habitación, y luego bajaba rápidamente las escaleras. Cerró de golpe la puerta de abajo y echó la llave, dejándola sola e indefensa.

* * *

Una hora más tarde, Vivenna ya no tenía fuerzas para llorar. Yacía con las manos atadas a la puerta. Aún conservaba esperanzas de que los demás la encontraran. Denth, Tonk Fah, Joyas. Eran expertos. Podrían salvarla.

No acudió ningún rescate. Adormilada, mareada y enferma como se sentía, se dio cuenta de algo. Aquel hombre, Vasher, era alguien a quien incluso Denth temía. Vasher había matado a uno de sus amigos unos meses antes. Era al menos tan hábil como eran ellos.

«¿Cómo han acabado todos aquí? —pensó, las muñecas despellejadas por el roce—. Parece una coincidencia muy improbable.» Tal vez Vasher había seguido a Denth a la ciudad y cumplía alguna especie de retorcida rivalidad maquinando contra ellos.

«Me encontrarán y me salvarán.»

Pero sabía que no lo harían, no si Vasher era tan peligroso como decían. Sabría cómo ocultarse de Denth. Si Vivenna iba a escapar, tendría que hacerlo ella sola. La idea la aterrorizaba. Extrañamente, sin embargo, los recuerdos de sus enseñanzas regresaron.

«En caso de que te secuestren no todo está perdido —la había instruido uno de sus tutores—. Hay cosas que toda princesa debería saber.» Vivenna había empezado a pensar que sus clases habían sido inútiles. Ahora se sorprendió recordando sesiones que se relacionaban directamente con su situación.

«Si una persona te secuestra, tu mejor momento para escapar será al principio, cuando todavía seas fuerte. Te dejarán sin comer y te darán palizas para que estés demasiado débil para huir. No esperes que te rescaten, aunque tus amigos sin duda intentarán ayudarte. Nunca esperes que paguen un rescate por ti. La mayoría de los secuestros terminan en muerte.»

«Lo mejor que puedes hacer por tu país es tratar de escapar. Si no tienes éxito, entonces tal vez tu captor te mate. Eso es preferible a lo que quizá tengas que soportar como cautiva. Además, si mueres, los secuestradores ya no tendrán un rehén.»

Era una lección dura, pero muchas de sus lecciones habían sido así. Era mejor morir que ser cautiva y utilizada contra Idris. Los hallandrenses podrían intentar utilizarla contra su país cuando estuviera allí como reina. En ese caso, le habían dicho que su padre podría verse obligado a ordenar su asesinato.

Ése era un problema del que ya no tenía que preocuparse. Sin embargo, el consejo referido al secuestro parecía útil. La asustaba, la hacía querer esconderse en un rincón y simplemente dejar correr el tiempo esperando que Vasher encontrara un motivo para dejarla marchar. Pero cuanto más lo pensaba, más sabía que tenía que ser fuerte.

Vasher había sido extremadamente duro con ella. Quería asustarla para que no intentara escapar. Había maldecido no tener sótano, pues eso habría sido un buen lugar donde ocultarla. Cuando regresara, probablemente la trasladaría a un lugar más seguro. Sus tutores tenían razón. Su única posibilidad de escapar era ahora.

Tenía las manos fuertemente atadas. Había intentado liberarlas varias veces ya. Vasher sabía hacer nudos. Vivenna se debatió y gimió de dolor. La sangre empezó a correrle por las muñecas, pero ni siquiera esa cualidad resbaladiza fue suficiente para liberarle las manos. Empezó a llorar de nuevo, no de temor, sino de dolor y frustración.

No podía zafarse. Pero… ¿quizá podría hacer que la cuerdas se desataran solas?

«¿Por qué no dejé que Denth me entrenara con el aliento?», se reprochó.

Su tozuda rectitud le parecía ahora incluso más ridícula. Pues claro que era mejor utilizar el aliento que dejarse matar, o algo peor, a manos de Vasher. Creyó comprender a Lemex y su deseo de reunir suficiente biocroma para extender su vida. Trató de pronunciar algunas órdenes a través de la mordaza.

Fue inútil. Incluso ella sabía que las órdenes tenían que ser pronunciadas con claridad. Empezó a menear la barbilla, empujando la mordaza con la lengua. No parecía tan tensa como las ligaduras de sus muñecas. Además, estaba mojada por las lágrimas y la saliva. Insistió, moviendo los labios y los dientes. Se sorprendió cuando finalmente la aflojó bajo la barbilla.

Se lamió los labios, moviendo la mandíbula lastimada. «¿Y ahora qué?», pensó. Su aprensión aumentaba. Ahora sí que tenía que liberarse. Si Vasher regresaba y veía que había conseguido quitarse la mordaza, nunca le permitiría una oportunidad igual. Podía castigarla por desobedecerlo.

—Cuerdas —dijo—. ¡Desataos!

No sucedió nada.

Apretó los dientes, tratando de recordar las órdenes que le había enseñado Denth. «Sujetad y protegedme.» Ninguna parecía útil en su situación. Desde luego no quería que las cuerdas le sujetaran las muñecas con más fuerza. No obstante, Denth había dicho algo más. Algo sobre imaginar lo que querías. Lo intentó, visualizando las cuerdas desatarse solas.

—Desataos —repitió.

Y, una vez más, no sucedió nada.

Echó atrás la cabeza, llena de frustración. El despertar parecía un arte impreciso, lo cual era extraño, considerando el número de reglas y restricciones que parecía tener. O tal vez sólo le parecía impreciso a ella porque era muy complicado.

Cerró los ojos. «Tengo que conseguirlo —pensó—. Debo descubrir cómo funciona. Si no lo hago, me matarán.»

Abrió los ojos, concentrándose en sus ataduras. Las imaginó de nuevo desatándose, pero de algún modo algo le parecía mal. Era como una niña sentada y mirando una hoja, tratando de que se moviera sólo concentrándose en ella.

No era así como funcionaban sus sentidos recién hallados. Eran parte de ella. Así que, en vez de concentrarse, se relajó, dejando que su mente inconsciente hiciera el trabajo. Un poco como hacía cuando cambiaba el color de su cabello.

—Desataos —ordenó al cabo.

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