—Uno de vosotros tendrá el honor de albergar a Kitiara —susurró el Dragón Azul. Salió del cubil, extendió las alas, y se dirigió hacia Foscaterra.
Tras él, y olvidado, el kapak se esforzó por ponerse de pie. Durante largos instantes observó fijamente a los dracs de escamas azules. Ellos le sostuvieron la mirada, pero no dijeron ni hicieron nada. Khellendros no les había dado ninguna orden, no les había dicho que podían hablar. Unos rayos diminutos crepitaban entre sus afiladas y negras garras, y sus ojos brillaban como ascuas ardientes.
El kapak pensó que eran hermosos. Lo enfureció y lo sorprendió el hecho de que una parte de su mente y algunas de sus escamas hubieran alimentado la magia que les había dado vida. Vida. La palabra remoloneó en su simple cerebro.
—Los auraks deberían saber esto —dijo, refiriéndose a sus hermanos draconianos que habían sido creados de los huevos corruptos de Dragones Dorados—. Tendrían que saberlo. Y también los sivaks. —El kapak sabía que los auraks y los sivaks eran los draconianos más listos y astutos de todos. Quizá podían usar esta magia para conseguir que su raza procreara, para que dejara de ser estéril. Quizá lo recompensaran por esta información.
El intrigante kapak salió del cubil de Khellendros andando a trompicones; la misión impuesta por él mismo prestó fuerza a sus pasos inseguros.
* * *
Los kilómetros pasaron veloces bajo las alas de Khellendros. Era de noche cuando llegó a Foscaterra, y la pálida luna que flotaba en el cielo despejado iluminaba el paisaje que era igual —y sin embargo distinto— que cuando lo había visto muchos meses atrás. El gran Dragón Azul planeó sobre las copas de los añosos árboles y descendió en picado hacia el suelo. Aterrizó cerca de un pequeño collado y miró fijamente el círculo de piedras que se alzaba allí. La niebla había desaparecido, y las vetustas piedras eran visibles para todos.
Khellendros estaba desconcertado, pero echó a andar hacia el círculo; sus pisadas sonaban como truenos apagados. Su cuerpo era demasiado grande para pasar entre las piedras, así que se impulsó con las patas y aterrizó en el centro del círculo. Enroscó la cola en torno a sus patas, como un gato.
Cerró los ojos y se concentró, imaginando el nebuloso reino de El Gríseo, pensando en Kitiara. Khellendros se vio a sí mismo flotando a través de la niebla, acercándose más y más a su antigua compañera, llamándola, contándole lo de sus dracs azules y su nuevo cuerpo. Pero cuando abrió los ojos todavía seguía dentro del círculo.
—¡No! —El grito del Dragón Azul se propagó por los campos de Foscaterra. Un ruido profundo subió por su garganta y formó un rayo que salió disparado de su boca y se perdió en el cielo, muy, muy arriba.
Khellendros cerró de nuevo los ojos y se volvió a concentrar. Repitió el conjuro en su mente una y otra vez, imaginándose a sí mismo pasando de Krynn a otras dimensiones. Pero tampoco ocurrió nada en esta ocasión.
Llevado por la cólera, sacudió la cola y derribó del golpe una de las piedras.
—¡La magia! —siseó—. ¡La magia no acude a mí! ¡El Portal no se abre!
Soltó otro rayo ardiente que alcanzó una piedra y la reventó en miles de fragmentos que rebotaron contra su dura piel sin ocasionarle daño alguno. Entonces invocó a las nubes, y un denso y negro manto cubrió rápidamente el cielo, del que se descargó una terrible tormenta muy acorde con su iracundo estado de ánimo. El viento se levantó y pronto empezó a aullar. La lluvia caía sobre la tierra con fuerza, los relámpagos rasgaban el cielo, y los truenos hacían temblar el entorno.
—Otro Portal —siseó sobre el aullido de la tormenta—. Volaré hasta otro Portal. —Sus piernas se tensaron, listas para impulsarlo hacia el cielo.
—Ningún otro Portal funcionará.
La voz sonó hueca, poco más que un susurro, pero dejó paralizado al gran dragón. Khellendros giró la enorme cabeza hacia uno y otro lado, buscando al que había hablado, osando inmiscuirse en sus asuntos.
—La magia ha desaparecido de este Portal y de todos los restantes.
—¿Quién eres? —bramó el dragón en una voz que se oyó por encima del retumbar de los truenos.
—Nadie de importancia —contestó la voz.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Sé que queda poca magia en Krynn.
—¡Muéstrate! —exigió Khellendros al tiempo que volvía a sacudir la cola y volcaba otras dos piedras.
—¡Cuidado! —advirtió el que hablaba, quien por fin se mostró.
Una de las vetustas piedras se apartó del círculo, emitió un brillo apagado, a continuación se encogió y, como arcilla trabajada por un experto alfarero, adquirió la forma de un ser pequeño, semejante a un humano. Medía poco más de treinta centímetros, era gris y estaba desnudo. No tenía orejas, sólo unos pequeños agujeros a los lados de la cabeza, y sus ojos eran grandes y negros, sin pupilas. Sus dedos eran delgados como juncos y puntiagudos, al igual que sus pequeños dientes.
El dragón se acercó, levantó una pata delantera, y la bajó con intención de aplastar al hombrecillo. Pero éste era rápido. Corrió veloz hacia un lado, se agarró a una de las piedras y chasqueó la lengua.
—Matándome no conseguirás que los Portales funcionen.
—¿Qué eres? —bramó Khellendros.
—Un huldre —contestó el hombrecillo.
—Un duende —siseó el Dragón Azul mientras estrechaba los ojos.
—¿Nos conoces?
Khellendros inclinó la cabeza hasta que tuvo la nariz a menos de un palmo del huldre.
—Una de las razas perdidas de Krynn —entonó el dragón con voz monótona—. Un polimorfista, un maestro de los elementos. ¿De la tierra? —El hombrecillo gris asintió con su calva cabeza—. Vives en El Gríseo.
—O dondequiera que me plazca. Que me placía —se apresuró a corregirse.
—Quiero acceder a El Gríseo —gruñó Khellendros.
—Igual que yo —dijo el huldre—. Lo prefiero a los otros reinos. Pero la magia ha desaparecido de este mundo. La batalla en el Abismo se ocupó de ello.
—¿El Abismo? —Los dorados ojos de Khellendros se abrieron de par en par. El kapak había mencionado una batalla en el Abismo, pero él no había prestado atención a sus balbuceantes palabras.
—¿No estuviste allí? —empezó el huldre—. Creía que todos los dragones estaban en el Abismo, convocados por Takhisis.
—Me encontraba... en otra parte. —Las palabras del Dragón Azul rebosaban una gélida amenaza—. ¿Qué ocurrió para provocar esa contienda?
—Alguien rompió la Gema Gris, la piedra que contenía la esencia de Caos, el Padre de Todo. Quedó libre, y estaba furioso por haber permanecido prisionero en ella durante tantos siglos. Amenazó con destruir Krynn como castigo a sus hijos, que lo habían encerrado en la gema. Así que sus hijos, los dioses menores, se unieron para luchar contra él. Los dragones ayudaron, al igual que muchos humanos, además de elfos, kenders y ese tipo de gente.
—¿Y Takhisis?
—Se ha marchado —respondió el hombrecillo.
—¿Cómo pudo abandonar a sus criaturas, sobre todo si estaban luchando en su nombre?
—Al final todos los dioses abandonaron a sus criaturas. Caos no fue realmente derrotado, aunque, de algún modo, su esencia volvió a ser capturada dentro de la Gema Gris. Los dioses menores juraron abandonar Krynn si Caos prometía no destruirlo. Cuando aceptó, se marcharon, llevándose consigo las tres lunas y la magia. Ahora sólo hay un satélite.
Khellendros alzó los ojos al cielo y contempló el gran orbe, tan distinto de las otras lunas.
—¿Toda la magia ha desaparecido?
El duende se encogió de hombros.
—La magia que alimentaba los Portales... ésa ha desaparecido. La que los hechiceros invocaban para ejecutar sus conjuros, también ha desaparecido. Queda algo de magia aquí y allí en el mundo, en armas antiguas y en chucherías, y en criaturas como tú y yo —continuó—. Pero eso es todo. Llaman a esta época la Era de los Mortales, pero yo la denomino la Era de la Desesperación.
Khellendros miró más allá del duende a través de la cortina de lluvia que seguía cayendo sobre la tierra.
—¿Los objetos mágicos todavía tienen poder? —preguntó. El huldre asintió con la cabeza—. En la torre de Palanthas hay almacenados montones de objetos mágicos. Kitiara me habló de ellos en una ocasión, y del Portal al Abismo que hay en lo alto de la torre.
—La lucha en el Abismo ha terminado —lo interrumpió el duende—. Te la perdiste, ¿recuerdas? Y quizás haya sido mejor para ti, ya que podrías haber muerto. Los hombres que combatieron allí están muertos o han desaparecido, y ya no puedes hacer nada salvo, tal vez, recoger los huesos.
—Utilizaré los objetos mágicos para abrir el Portal, y desde el Abismo podré acceder a El Gríseo —musitó Khellendros, que parecía no estar escuchándolo—. Todavía existe la posibilidad de salvar a Kitiara.
—¿Es que no me has oído? —insistió el hombrecillo gris—. Los dioses se han marchado. El mundo es distinto. ¿Es que nada de eso te importa?
«Sólo me importa Kitiara»,
pensó el dragón, que tensó las patas, se dio impulso, y voló hacia la terrible tormenta.
La premonición
Palin despertó bañado en sudor, las sábanas empapadas y el largo cabello rojizo pegado en las sienes. Inhaló hondo repetidas veces en un intento de tranquilizarse.
Usha rebulló a su lado, y él trató de levantarse de la cama sin despertarla, pero no tuvo éxito.
—¿Qué ocurre? —susurró la joven mientras se sentaba y ponía la mano en la frente de Palin—. ¡Tienes fiebre! Has vuelto a tener ese sueño.
—Sí —admitió él en un susurro—. Pero esta vez ha sido peor que nunca. —Bajó los pies al frío suelo de piedra, se levantó y caminó hacia la ventana. Apartó la gruesa cortina y miró hacia el este, donde el sol acababa de asomar—. Esta vez estoy seguro de que no se trata de un simple sueño.
Usha se estremeció y bajó de la cama; tras echarse sobre los hombros una bata de seda, fue junto a él y apoyó la cabeza en su hombro desnudo.
—¿Era el Dragón Azul?
—Lo vi volando hacia Palanthas otra vez, y en esta ocasión llegaba a la ciudad. —Se volvió hacia ella, rodeó su esbelto cuerpo con sus brazos, y la besó en la mejilla. Después se miró en sus dorados ojos mientras pasaba los dedos entre los despeinados mechones de su plateada melena, que brilló al caer sobre ella los primeros rayos del sol. Incluso recién despierta estaba bellísima—. Creo que te casaste con un loco, Usha.
Ella lo estrechó contra sí.
—Y yo creo que me casé con un hombre maravilloso —le dijo—. Y también creo, esposo, que puedes haber heredado la habilidad de tu tío Raistlin para ver el futuro.
Se habían casado hacía menos de un mes, después de que Usha convenciera a Palin de que entre ella y Raistlin no había ningún parentesco a pesar de tener los ojos dorados y el cabello plateado. Al archimago no se lo había visto hacía tiempo. Los dos jóvenes se habían instalado en Solace, si bien Palin visitaba la Torre de Wayreth con frecuencia.
El joven se apartó de su mujer, y sus ojos, de un intenso color verde, observaron la campiña solámnica a través de la ventana. La torre se alzaba ahora justo a las afueras de la ciudad de Solanthus, como lo había estado desde hacía varias semanas. Mañana tal vez estaría en cualquier otra parte. La torre nunca permanecía en un sitio demasiado tiempo, y a veces se movía a requerimiento de Palin. La facultad del edificio para manipular el espacio era uno de los poderes mágicos que habían subsistido en Krynn, e incluso había incrementado su radio de acción, a pesar de la desaparición de los dioses de la magia. Palin había descubierto que las cosas imbuidas de magia antes de la guerra contra Caos conservaban sus poderes.
—Veamos si puedo dar a este sueño, a esta premonición —rectificó—, un poco más de solidez.
Se dirigió hacia un gran escritorio de roble que había en un rincón del cuarto, cogió un espejo de mano hecho de peltre que había en el cajón superior, y regresó junto a Usha. Poniéndose de espalda a la ventana, enfocó toda su concentración en un punto del centro de la lisa superficie del espejo, en tanto que la joven se inclinaba hacia adelante, con los codos apoyados en el alféizar.
Hubo un destello de luz cuando el sol tocó el espejo, y entonces el aire rieló y brilló al tiempo que un marco ovalado y de un pálido tono verde se materializaba en el cristal. Dentro del marco cobró forma una imagen; al principio las tonalidades se mezclaban como pinturas de acuarela, pero después la imagen cobró consistencia hasta quedar enfocada. El sol se ponía en el puerto de Palanthas, y una gran ave planeaba sobre las crestas de las suaves olas y viraba hacia el litoral occidental.
El joven hechicero se encogió cuando la criatura alada se aproximó, y se vio claramente que era un dragón. Tras él, oyó a Usha dar un respingo, y sintió el suave roce de sus dedos en la espalda. Palin se concentró en el aspecto de la bestia. Era un Azul enorme, un macho de largos cuernos blancos y relucientes ojos dorados. Era el que había invadido sus sueños durante las últimas tres noches, y al que no había visto en el Abismo durante la guerra contra Caos. A pesar de la gran confusión que había reinado en la batalla y de ser muchos los dragones que habían combatido en ella, no habría olvidado uno tan grande. Era mayor que cualquiera de los que habían luchado.
—¿Qué querrá hacer en Palanthas ese dragón? —inquirió Usha en un susurro.
Los dos contemplaron cómo el Azul se convertía en una sombra que planeaba silenciosamente sobre la urbe, como un halcón.
—Debe de querer algo que hay en la ciudad —musitó Palin.
La sombra del dragón se deslizó hacia la imagen fantasmagórica de la Gran Biblioteca. Plegó las alas contra los costados, cayó en picado pesadamente sobre el tejado, atravesó las tejas, y desapareció. Palin enfocó su atención en el agujero abierto por la bestia y atisbo a través del polvo y la mampostería rota.
La imagen cambió para acomodarse a sus deseos, y le mostró el interior del edificio. El dragón estaba sentado sobre los cadáveres ensangrentados y aplastados de unos monjes, y con sus enormes garras iba tirando estantería tras estantería de libros, cogiendo alguno que otro ejemplar raro. Era evidente que el Dragón Azul buscaba tomos específicos, de contenido mágico. Finalizado su sórdido trabajo, el reptil aferró su botín con una garra y se marchó de las ruinas, para remontarse luego en el cielo. Su rumbo lo llevó hacia otro edificio.