El Arca de la Redención (108 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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Pero el arma no estaba muerta, solo dormida.

Y entonces ocurrió, tal y como había pasado la primera vez. La escotilla se cerró de golpe, el interior del arma comenzó a girar de una forma alarmante e Ilia sintió que se acercaba algo, una malevolencia incalificable que se precipitaba hacia ella. Se preparó. Saber que a lo único que se estaba enfrentando era a una sofisticada subpersona no hacía que la experiencia fuese menos inquietante.

Allí estaba. La presencia rezumó tras ella, una sombra que siempre planeaba justo al borde de su visión periférica. Una vez más se quedó paralizada, y como antes, el miedo fue diez veces peor que lo que acababa de experimentar.

[No hay descanso para los malvados, ¿eh, Ilia?].

Volyova recordó que el arma podía leer sus pensamientos.

Pensé que podía pasarme por aquí para ver cómo te iba. No te importa, ¿verdad?

[Entonces, ¿eso es todo? ¿Una visita de cumplido?].

Bueno, en realidad es un poco más que eso.

[Ya decía yo. Tú solo vienes cuando quieres algo, ¿no?].

No es que tú te molestes mucho para hacerme sentir bienvenida, Diecisiete.

[¿Qué, la parálisis impuesta y la sensación de terror progresivo? ¿Quieres decir que no te gusta?].

No me parece que tuviera que gustarme, Diecisiete.

La mujer detectó una levísima insinuación de enfurruñamiento en la respuesta del arma. [Quizá].

Diecisiete... Hay un asunto del que tenemos que hablar, si no te importa... [Yo no me voy a ningún sitio. Y tú tampoco].

No. Supongo que no. ¿Eres consciente de la dificultad, Diecisiete? ¿Del código que no te permite disparar?

Entonces el enfurruñamiento, si eso es lo que había sido, pasó a ser algo más parecido a la indignación.

[¿Cómo podría no saberlo?].

Solo era una comprobación, eso es todo. En cuanto a ese código, Diecisiete... [¿Sí?].

Supongo que no hay ninguna posibilidad de que hagas caso omiso de él, ¿verdad? [¿Hacer caso omiso del código?].

Algo así, sí. Ya que tienes un cierto grado de libre albedrío y todo eso, pensé que podría merecer la pena plantearlo como, digamos, cuestión por debatir, aunque solo sea eso. Por supuesto, sé que no es muy razonable esperar que seas capaz de algo así...

[¿No muy razonable, Ilia?].

Bueno, seguro que tienes tus limitaciones. Y si, como dice Clavain, este código está provocando una interrupción del sistema en el nivel básico... bueno, no puedo esperar que hagas mucho sobre el tema, ¿no?

[¿Qué iba a saber Clavain?].

Bastante más que tú o yo, sospecho...

[No seas tonta, Ilia].

Entonces, ¿podría ser posible...?

Hubo una pausa antes de que el arma se dignara contestar. Volyova pensó por un momento que quizá lo había conseguido. Incluso el grado de miedo se redujo y se convirtió en poco más que un intenso chillido de histeria.

Pero entonces el arma grabó la respuesta en su cabeza.

[Sé lo que estás intentando hacer, Ilia].

¿Sí?

[Y no va a funcionar. No te imaginarás en serio que soy tan manipulable, ¿verdad? Así de dócil. Así de ridículo e infantil].

No lo sé. Creí detectar por un momento un rastro de mí misma en ti, Diecisiete. Eso fue todo.

[Te estás muriendo, ¿verdad?].

Eso la escandalizó.

¿Cómo ibas a saberlo tú?

[Yo puedo saber mucho más sobre ti que tú sobre mí, Ilia]. Me estoy muriendo, sí. ¿Qué importancia tiene eso? Tú solo eres una máquina, Diecisiete. No entiendes lo que es. [No voy a ayudarte]. ¿No?

[No puedo. Tienes razón. El código está en el nivel básico. No hay nada que yo pueda hacer].

Y toda esa charla sobre el libre albedrío?

La parálisis terminó en un instante, sin previo aviso. El miedo permaneció, pero no era tan extremo como había sido antes. Y a su alrededor el arma volvía a cambiar de posición, la puerta que daba al espacio se abría sobre ella y revelaba el vientre del trasbordador. [No era nada. Solo palabras].

Entonces me voy. Adiós Diecisiete. Tengo la sensación de que no volveremos a hablar.

Volyova alcanzó el trasbordador. Acababa de meterse por la cámara estanca a la cabina sin aire cuando vio algo fuera. Con un movimiento pesado, como la enorme aguja de una brújula buscando el norte, el arma del alijo estaba volviendo a apuntar sin ayuda de nadie mientras las chispas saltaban de los nódulos propulsores del arnés del arma. Volyova siguió el largo eje del arma en busca de un punto de referencia, cualquier cosa en la esfera de la batalla que le dijera a dónde apuntaba el arma diecisiete. Pero el panorama era demasiado confuso y no había tiempo para pedir una imagen táctica en el panel del trasbordador.

El arma frenó y se detuvo de golpe. A la mujer le pareció ahora la manecilla de hierro de un reloj titánico listo para dar la hora.

Y luego, una línea de fulgor ardiente rasgó la mandíbula del arma y se internó en el espacio.

Diecisiete estaba disparando.

Ocurre dentro de tres mil millones de años, le dijo su amiga.

Chocan dos galaxias: la nuestra y su vecina espiral más cercana, la galaxia de Andrómeda. En este momento las galaxias están a más de dos millones de años luz de distancia, pero surcan el cielo hacia la otra con un impulso imparable, decididas a provocar una destrucción cósmica.

Clavain le preguntó qué pasaría cuando las galaxias se encontraran, y la mujer le explicó que había dos escenarios, dos futuros posibles.

En uno, los lobos (los inhibidores o, para ser más precisos, sus remotos descendientes mecánicos) han conseguido que la vida se abra paso a través de la crisis y se han asegurado de que la inteligencia surja por el otro lado, donde se podría permitir que floreciese y se expandiese sin estorbos. No era posible evitar la colisión, dijo Felka. M siquiera una cultura mecánica superorganizada y extendida por toda la galaxia tenía los recursos necesarios para evitar que ocurriera. Pero se podía gestionar; se podían evitar los peores efectos.

Ocurriría a muchos niveles. Los lobos sabían de varías técnicas para mover sistemas solares en teros, de tal modo que podían sacarlos de allí y ponerlos a salvo. Los métodos no se habían empleado en la historia galáctica reciente, pero la mayor parte habían sido intentados y puestos a prueba en el pasado, durante emergencias locales o inmensos programas de segregación cultural. Se podía sujetar alrededor del vientre de una estrella una maquinaria sencilla que requeriría la demolición de solo uno o dos mundos por sistema. La atmósfera de la estrella se apretaría y flexionaría hasta provocar campos magnéticos ondulados, convenciendo a la materia para que saliera volando de la superficie. Lo que había en la estrella se podía manipular, podían obligarla a volaren solo una dirección, con lo que actuaría como un enorme tubo de escape de cohete. Había que hacerlo con delicadeza, de tal modo que la estrella siguiese ardiendo de una forma estable y de tal modo también que los planetas restantes no se cayeran de sus órbitas cuando la estrella empezase a moverse. Hacía falta mucho tiempo, pero eso no solía ser problema: en circunstancias normales se les avisaba con decenas de millones de años de antelación, antes de que hubiera que mover un sistema.

También había otras técnicas: se podía envolver parte de una estrella en una concha de espejos, de tal modo que la presión de su propia radiación transmitía un impulso. Unos métodos menos probados o menos fiables implicaban una manipulación a gran escala de la inercia. Estas técnicas eran las más sencillas cuando funcionaban bien, pero se habían producido accidentes alarmantes cuando iban mal, catástrofes en las que sistemas enteros se habían visto expulsados de la galaxia casi a la velocidad de la luz, lanzados al espacio intergaláctico sin esperanza de regresar.

Los lobos habían aprendido que los enfoques más antiguos y lentos eran, con frecuencia, mejores que los trucos de moda.

La gran obra abarcaba algo más que el simple movimiento de unas estrellas, por supuesto. Incluso si las dos galaxias solo se rozaban en lugar de precipitarse de cabeza una contra la otra, todavía habría fuegos artificiales incandescentes cuando las paredes de gas y polvo chocaran entre sí. Cuando las ondas de choque rebotaran por las galaxias, se activarían furiosos ciclos nuevos de nacimiento estelar. Una generación de estrellas calientes supermasivas viviría y moriría en un abrir y cerrar de ojos cósmico, y moriría en ciclos igual de convulsos de supernovas. Aunque las estrellas individuales y sus sistemas solares podrían pasar por el acontecimiento sin sufrir daño alguno, enormes extensiones de la galaxia seguirían quedando esterilizadas por estas catastróficas explosiones. Sería un millón de veces peor si la colisión fuera frontal, por supuesto, pero seguía siendo algo que había que con tener y minimizar. Durante otro millar de millones de años, las máquinas trabajarían para suprimir no la aparición de la vida, sino la creación de estrellas calientes. Las que se hubieran filtrado por la red serían acompañadas al límite del espacio por la maquinaria capaz de mover las estrellas, de tal modo que sus explosiones finales no amenazasen las culturas recién nacidas.

La gran obra todavía tardaría en terminarse.

Pero ese era solo uno de los futuros. Había otro, dijo Felka. Era el futuro en el que la inteligencia se deslizaba por la red aquí y ahora, el futuro en el que los inhibidores perdían el control de la galaxia.

En ese futuro, dijo la mujer, la época del gran florecimiento era inminente en términos cósmicos; ocurriría dentro de los próximos millón es de años. En apenas un momento, la galaxia desbordaría de vida, se convertiría en un oasis atestado, repleto de inteligencia. Sería una época de maravillas y milagros.

Y sin embargo, estaba condenado.

La inteligencia orgánica, dijo Felka, no podía lograrla organización necesaria para abrirse paso por la colisión. La cooperación de la especie no era posible a esa escala, así de simple. A menos que hubiera un genocidio, que una especie aniquilase a todas las demás, las culturas galácticas nunca se unirían lo suficiente para implicarse en un programa tan prolongado y masivo como era la operación para evitar la colisión. No era que no vieran que había que hacer algo, sino que cada especie tendría su propia estrategia, su propia solución preferida al problema. Habría disputas por la política tan violentas como la Guerra del Amanecer. Demasiadas manos en la rueda cósmica, dijo Felka.

La colisión ocurriría y los resultados, a causa de la colisión y las guerras que la acompañarían, serían absolutamente catastróficos. La vida en la Vía Láctea no terminaría de inmediato: unas cuantas llamas parpadeantes de sapiencia seguirían luchando durante otro par de miles de millones de años, pero a causa de las medidas que habían tomado para sobrevivir en un primer momento serían a su vez poco más que máquinas. Jamás volvería a surgir nada parecido a las sociedades anteriores a la colisión.

Casi en cuanto comprendió que el arma estaba disparando, el haz se apagó y dejó el arma diecisiete igual que la había encontrado ella. Según los cálculos de Volyova, el arma se había liberado del control de Clavain durante medio segundo, quizá. Podría haber sido incluso menos que eso.

Encendió la radio con gesto torpe. La voz de Khouri se oyó de inmediato.

—¿Ilia...? ¿Ilia...? ¿Me...?

—Te oigo, Khouri. ¿Pasa algo?

—No pasa nada, Ilia. Es solo que al parecer has conseguido lo que saliste a hacer. El arma del alijo ha hecho caer un impacto directo en la Luz del Zodíaco.

Volyova cerró los ojos y saboreó el momento, se preguntó por qué le parecía una victoria mucho menor de lo que se había imaginado.

—¿Un impacto directo?

—Sí.

—No puede ser. No vi el destello cuando estallaron los motores combinados.

—He dicho que fue un impacto directo. No he dicho que fuese un impacto letal.

Para entonces, Volyova había conseguido abrir en el panel del trasbordador una instantánea de largo alcance de la Luz del Zodíaco. La transmitió a la visera de su casco y estudió los daños con una fascinación maravillada. El haz había rebanado el casco de la nave de Clavain como si fuera un cuchillo partiendo pan, y le había recortado quizá una tercera parte de su longitud. La proa con su morro de aguja, en la que relucían las facetas talladas de un trozo de hielo bordado con diamantes, se estaba desprendiendo del resto del casco con un movimiento lento y espantoso, como una torre que se cayera. La herida que el haz había abierto seguía brillando con un tono lívido de color rojo, y había explosiones a ambos lados del casco partido. Era lo más hermoso y acongojante que había visto en bastante tiempo. Era una pena que no lo estuviera viendo con sus propios ojos.

Fue entonces cuando el trasbordador se sacudió hacia un lado. Volyova se dio un golpe contra una pared porque no había tenido tiempo para volver a sujetarse al asiento de control. ¿Qué había ocurrido? ¿El arma había ajustado su puntería y le había dado un empujón a su trasbordador en el proceso? Se sujetó y dirigió los anteojos a la ventanilla, pero el arma tenía la misma orientación que había tenido cuando dejó de disparar. El trasbordador volvió a sacudirse hacia un lado y esta vez Volyova sintió, a través del tejido transmisor de sus guantes, el roce agudo del metal contra el metal. Era como si otra nave estuviera rozando la suya, la sensación era la misma.

Llegó a esta conclusión solo un momento antes de que la primera figura entrara por la puerta todavía abierta de la cámara estanca. Ilia se maldijo por no cerrar la cámara tras ella, pero le había inspirado una falsa sensación de seguridad el hecho de llevar puesto el traje. Debería haber pensado en intrusos más que en sus propias necesidades vitales. Ese era justo el tipo de errores que jamás habría cometido si se hubiera encontrado bien, pero suponía que podía permitirse uno o dos fallos a estas alturas del juego. Después de todo, había asestado algo parecido a un movimiento ganador contra la nave de Clavain. El casco roto se alejaba flotando, arrastrando tras él intrincadas hebras de entrañas mecánicas.

—¿Triunviro? —La figura estaba hablando, su voz le entraba como un zumbido por el casco. Volyova estudió la armadura del intruso, observó la barroca ornamentación y las deslumbrantes yuxtaposiciones de pintura luminosa y superficie espejada.

—Tiene usted el placer —le dijo ella.

La figura le apuntaba con un arma de cañón ancho. Detrás, dos especímenes más, ataviados con armaduras parecidas, se habían apretado en la cabina. El primero se levantó de un tirón una visera antidestellos negra; a través del grueso y oscuro cristal del casco de él, la triunviro percibió la anatomía facial, no del todo humana, de un hipercerdo.

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