El Arca de la Redención (32 page)

Read El Arca de la Redención Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
3.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tras la visera de su casco crestado, Skade sonrió indulgente.

[Clavain, Clavain... Siempre tan deseoso de creer en el beneficio de la humanidad. Encuentro tu actitud alentadora, en serio. Pero, ¿de qué serviría desclasificarla? Esta información ya es demasiado delicada como para compartirla siquiera con la mayoría de los combinados. No me atrevo ni a imaginar el efecto que tendría sobre el resto de la humanidad].

Clavain deseaba replicar, pero sabía que Skade estaba en lo cierto. Habían transcurrido décadas desde la última vez que alguien confiara en cualquier comunicado de los combinados. Hasta una advertencia tan claramente urgente como aquella se interpretaría como un artero truco.

Incluso si su bando capitulaba, su rendición se tomaría como una treta.

Tal vez tengas razón. Tal vez. Pero sigo sin entender por qué habéis retomado de repente la construcción de naves.

[Es una medida puramente precautoria, por si las necesitásemos].

Clavain estudió de nuevo las naves. Aunque cada una tuviera capacidad para cargar solo con cincuenta o sesenta mil durmientes (y parecían capaces de llevar a muchos más), la flota de Skade bastaría para trasladar casi a la mitad de la población del Nido Madre.

Puramente precautoria... ¿y nada más?

[Bueno, sigue estando el pequeño problema de las armas de la clase infernal. Dos de las naves más el prototipo constituirán el destacamento para la operación de recuperación. Estarán equipadas con las armas más avanzadas de nuestro arsenal, y contendrán tecnologías recién desarrolladas de naturaleza táctica muy ventajosa].

Supongo que como los sistemas que estabas probando.

[Todavía hay que desarrollar pruebas adicionales, pero sí...].

Skade se irguió.

—Maestro de obra, por el momento hemos terminado. Mis invitados ya han visto bastante. ¿Cuál es su estimación más reciente respecto a la fecha en que las naves estarán listas para volar?

El servidor, que había plegado y entrelazado sus apéndices en un fardo prieto, giró la cabeza para dirigirse a ella.

—Sesenta y un días, ocho horas y trece minutos.

—Gracias. Asegúrese de hacer lo posible por acelerar el programa. Clavain no querrá demorarse ni un momento, ¿no es cierto? Clavain no dijo nada.

—Por favor, síganme —dijo el maestro de obra, sacudiendo un miembro en dirección a la salida. Estaba ansioso por conducirlos de vuelta a la superficie. Clavain se aseguró de ir justo por detrás de él.

Hizo todo lo que pudo por mantener su mente tan despejada y serena como fuera posible, y se concentró únicamente en la mecánica de la tarea que tenía ante sí. El trayecto de regreso a la superficie del cometa pareció llevar mucho más tiempo del que habían tardado en sentido opuesto. El maestro de obra avanzaba afanoso por delante de ellos, a horcajadas en el agujero del túnel, mientras elegía su camino con agobiante delicadeza. Era imposible leer sus emociones, pero Clavain tenía la impresión de que estaba muy contento de deshacerse de ellos tres. Había sido programado para dedicarse a las operaciones de aquel enclave con celoso proteccionismo, y Clavain no pudo sino admirar el modo rencoroso con el que los había recibido. A lo largo de su vida había tratado con numerosos robots y servidores, programados con diversas personalidades que, en un examen superficial, podían resultar convincentes. Pero aquel era el primero que parecía auténticamente incómodo con la compañía humana.

A medio camino de la garganta, Clavain se detuvo de pronto.

Esperad un momento.

[¿Qué sucede?].

No lo sé. Mi traje registra una pequeña pérdida de presión en el guante. Puede que algo de la pared haya rasgado la tela.

[Eso no es posible, Clavain. El muro es hielo cometario suavemente compactado. Sería como cortarte con humo].

Clavain asintió.

Entonces me he cortado con humo. O igual había una astilla afilada incrustada en la pared.

Clavain dio media vuelta y sostuvo en alto la mano para que la inspeccionaran. Una zona con forma de diana destellaba de color rosa en la parte posterior de su guante izquierdo, indicando el área general de una lenta pérdida de presión.

[Tiene razón, Skade], dijo Remontoire.

[No es grave. Podrá repararlo cuando volvamos a la corbeta].

Siento frío en la mano. Y ya he perdido esta mano antes, Skade. No tengo intención de que vuelva a ocurrirme lo mismo.

La oyó sisear, un sonido que escapó al filtro y que era pura impaciencia humana.

[Entonces arréglalo].

Clavain asintió y buscó a tientas el rociador de su cinto de herramientas. Puso la boquilla en la posición de haz más estrecho y apretó la punta contra su guante. El sellante emergió como un delgado gusano gris, que al instante se endureció y se adhirió a la tela. Pasó la boquilla con un movimiento sinuoso arriba y abajo y de lado a lado, hasta que hubo garabateado el guante con su gusano.

Tenía frío en la mano, y también le dolía, ya que había atravesado el guante de lado a lado con el piezocuchillo. Lo había hecho sin sacar la hoja del cinto, en un gesto ligero mientras pasaba una mano sobre el cinturón e inclinaba el cuchillo con la otra. Dadas las dificultades, había tenido suerte de librarse de una herida más seria.

Clavain devolvió el rociador a su cinto. Sonaba un ruido de alarma constante en su casco y su guante seguía parpadeando de rosa (podía ver el resplandor rosado alrededor de los bordes del sellante), pero la sensación de frío disminuía. Quedaba una pequeña fuga residual, pero nada que le fuese a causar problemas.

[¿Y bien?].

Creo que con eso está arreglado. Lo miraré mejor cuando estemos en la corbeta. Para alivio de Clavain, el incidente parecía cerrado. El servidor siguió avanzando y ellos tres lo siguieron. Al fin, el túnel alcanzó la superficie del cometa.

Clavain sufrió el esperado instante de vértigo cuando volvió a encontrarse en el exterior, ya que la débil gravedad del cometa apenas era detectable y resultaba muy fácil, con un simple vuelco de las percepciones, creerse pegado por los zapatos a un techo negro como la brea, colgado cabeza abajo sobre una nada infinita. Pero el momento pasó y recuperó la seguridad. El maestro de obra volvió a introducirse por el gollete y desapareció en las profundidades del túnel.

Avanzaron con presteza hacia la corbeta que los esperaba, una cuña de pura negrura amarrada frente a un cielo estrellado.

[Clavain...].

¿Sí, Skade?

[¿Te importa que te pregunte algo? El maestro de obra comentó que tenías dudas... ¿Era una observación sincera o se confundió la máquina por la extrema antigüedad de tus recuerdos?].

M idea.

[¿Entiendes ahora la necesidad de recuperar las armas? Me refiero de forma visceral].

No he tenido nada tan claro como eso. Comprendo perfectamente que necesitamos esas armas.

[Detecto tu sinceridad, Clavain. Lo compartes, ¿verdad?].

Sí, eso creo. Lo que me has mostrado lo hace todo mucho más evidente.

Iba unos diez o doce metros por delante de Skade y de Remontoire, a tanta velocidad como se atrevía. De repente, cuando ya había alcanzado la línea de amarre más cercana de la corbeta, se detuvo y giró sobre sí, agarrando el cable con una mano. El gesto bastó para que Skade y Remontoire se detuvieran en seco.

[Clavain...].

Este sacó el piezocuchillo de su cinto y lo hundió en la membrana de plástico que envolvía el cometa. Había sintonizado el cuchillo al filo máximo y lo movió en sentido longitudinal, causando un tajo profundo en el tegumento. Clavain avanzó de lado, como los cangrejos, y abrió una grieta que al principio tenía un metro, luego dos. El cuchillo silbaba al atravesar la membrana sin encontrar la menor resistencia. Tenía que sujetar el mango con fuerza, así que solo fue capaz de abrir una incisión de cuatro metros de longitud.

Hasta que terminó el tajo, no pudo saber si sería lo bastante largo. Pero una sensación instintiva en el estómago le dijo que era suficiente. El fragmento de membrana situado bajo la corbeta se veía arrastrado por la elasticidad del resto de la tela. La grieta se abría en anchura y longitud sin necesidad de que él insistiera: cuatro metros, seis después, luego diez... se abrían en ambas direcciones. Skade y Remontoire, atrapados al otro lado, se alejaban arrastrados por ese mismo tirón elástico.

El proceso entero no había llevado más de uno o dos segundos. Eso, sin embargo, fue más que suficiente para Skade.

Casi en cuanto Clavain introdujo el cuchillo en el suelo, sintió en su cabeza la garra de Skade, que ya había comprendido que pretendía escapar. En ese momento sintió un poder neuronal brutal que nunca antes había sospechado. Skade le lanzaba todo lo que tenía, sin preocuparse de la cautela y el secretismo. Clavain notó algoritmos de búsqueda y destrucción que barrían el vacío en ondas de radio y que se introducían en su mente y se abrían paso por los estratos de su cerebro, escarbando y haciéndose con las rutinas básales que permitirían paralizarlo, dejarlo inconsciente o sencillamente matarlo. De haber sido él un combinado normal, sin duda Skade lo habría logrado en microsegundos y habría ordenado a sus implantes neuronales que se autodestruyeran en una orgía incendiaria de calor y presión. Y todo estaría perdido. En lugar de eso, solo sintió un dolor como si alguien le introdujera cruelmente un clavo de hierro en la cabeza, golpe a golpe.

Pese a todo, cayó en la inconsciencia. Puede que solo permaneciese así dos o tres segundos, pero cuando emergió de ella sintió una desorientación absoluta; era incapaz de recordar dónde se encontraba o qué estaba haciendo. Todo lo que quedaba era un acuciante imperativo químico, grabado con la adrenalina que aún inundaba su sangre. No comprendía del todo qué lo había provocado, pero la sensación era ineludible: un antiquísimo miedo de mamífero. Huía de algo porque su vida estaba en grave peligro. Estaba agarrado de una mano a una tensa línea metálica. Miró al extremo del cable, hacia arriba, y vio una nave, una corbeta que colgaba por encima de él. Supo que ese era el sitio al que necesitaba llegar, o al menos confió en que así fuera.

Comenzó a auparse por la cuerda hacia la nave que lo esperaba, recordando a medias algo que había empezado a hacer y que debía retomar. Después el dolor aumentó de intensidad y volvió a quedar inconsciente.

Clavain volvió en sí mientras iba a la deriva y se detenía («golpear» sería un término excesivo) contra la membrana plástica. De nuevo sintió un impulso básico y luchó por interpretar el apuro en el que remotamente se sabía metido. Allá en lo alto estaba la nave, la recordaba de la ocasión anterior. Había estado trepando por la cuerda con la intención de alcanzarla. ¿O acaso bajaba por ella, para alejarse de algo que había a bordo?

Miró de lado, hacia la superficie del lugar donde se encontraba, y vio dos figuras que le hacían señas.

[Clavain...].

La voz, esa presencia femenina en su cabeza, era contundente pero no carecía por entero de compasión. Había arrepentimiento en ella, pero como el que un profesor podría sentir por un alumno prometedor que le había fallado. ¿Acaso esa voz estaba disgustada porque él estaba a punto de fracasar, o porque casi tiene éxito?

No lo sabía. Tenía la impresión de que si pudiera pensar con claridad en las cosas, solo con que dispusiera de un minuto de tranquilidad, podría volver a juntar todas las piezas. Era por un lugar, ¿verdad? Una sala enorme llena de formas oscuras y amenazantes.

Todo lo que necesitaba era paz y sosiego.

Pero había además un ruido penetrante en su cabeza, una alarma de pérdida de presurización. Echó un vistazo al exterior de su traje en busca del delator latido rosa que marcaría la zona de la herida. Ahí estaba, una mancha rosada en el dorso de su mano, en la que en ese momento sostenía un cuchillo. Devolvió el instrumento al hueco libre de su cinto y buscó de modo instintivo el rociador para sellarla. Entonces comprendió que ya había usado el rociador, que el halo borroso y rosado se colaba por el borde de una costra retorcida y con intrincados giros de sellante endurecido. El gusano gris solidificado parecía formar una compleja inscripción rúnica.

Miró el guante desde un ángulo distinto y vio el mensaje garabateado con la enredada cola del gusano: «Nave». Era su propia letra.

Las dos figuras habían alcanzado el límite de la grieta con forma de herida que había en el hielo y se dirigían hacia donde él estaba tan rápido como les era posible. Clavain calculó que llegarían a la base de los asideros en menos de un minuto, y él tardaría prácticamente lo mismo en trepar por la cuerda. Se planteó la posibilidad de saltar hacia lo alto, con la esperanza de medir bien el impulso y no salir despedido más allá de la corbeta, pero en el fondo sabía que la membrana adhesiva no le iba a permitir pegar un brinco. Tendría que trepar por la cuerda a pulso, pese al dolor de su cabeza y la constante sensación de tambalearse al borde de la inconsciencia.

Volvió a perder el conocimiento, pero esta vez fue más breve y, cuando vio el guante y las figuras que convergían sobre él, supuso que hacía bien en dirigirse a la nave. Alcanzó la esclusa al mismo tiempo que la primera de las figuras (vio en ese momento que se trataba de la del casco crestado) llegaba a la pinza de púas.

Sus sentidos le sugirieron entonces que la superficie del cometa era una pared negra vertical, de la que emergían horizontalmente las cadenas. Aquellas dos personas estaban pegadas a la pared, acuclilladas y escorzadas, a punto de atravesar el mismo puente que él acababa de cruzar. Clavain se derrumbó en el interior de la cámara estanca y apretó el control de represurización de emergencia. La puerta exterior se cerró en silencio y la sala comenzó a inundarse de aire. Al instante notó que se reducía el dolor de su mano y al sentirlo jadeó de puro alivio.

La anulación del automatismo permitió que la puerta interior se abriera casi antes de que quedara sellada la exterior. Clavain se abalanzó al interior de la corbeta, pegó un salto desde la pared más lejana y se golpeó la cabeza contra un mamparo, tras lo cual chocó con la parte delantera de la cubierta de vuelo. No se molestó en llegar hasta su asiento ni abrocharse el cinturón de seguridad. Simplemente encendió los impulsores de la corbeta (a toda la potencia de emergencia) y oyó una docena de sirenas que le chillaban que esa no era una medida sabia.

Se aconseja la parada inmediata de los motores. Se aconseja la parada inmediata de los motores. —¡Cállate! —gritó Clavain.

Other books

Born Under a Million Shadows by Andrea Busfield
White Lies by Evelyn Glass
Midnight Rider by Kat Martin
The Ogre Downstairs by Diana Wynne Jones
Lynna Banning by Wildwood
The Farris Channel by Jacqueline Lichtenberg