El Arca de la Redención (69 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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—Iba a por él —dijo Escorpio señalando a Clavain con un gesto.

Ahora le tocó el turno de sorprenderse a Clavain.

—¿A por mi?

—Me ofrecieron un trato, las arañas. Dijeron que me dejarían ir, que no me entregarían si las ayudaba a rastrearte cuando les diste esquinazo. No iba a decir que no, ¿verdad?

—Le proporcionaron a Escorpio una documentación creíble —indicó H—, suficiente para que no lo arrestaran nada más verlo. Creo que eran sinceros cuando le prometieron que lo dejarían marchar si los ayudaba a llevarlo a usted de vuelta al redil.

—Pero sigo sin...

—Escorpio y su compañero, otro combinado, siguieron el rastro que usted dejó, señor Clavain. Como es natural, ese rastro los llevó hasta Antoinette Bax. Así fue como Xavier se vio envuelto en todo este desgraciado asunto. Hubo una lucha y se produjeron algunos daños en el carrusel. La Convención ya le tenía el ojo echado a Antoinette, así que no les llevó demasiado tiempo alcanzar su nave. Las lesiones que se produjeron, incluidas las de Escorpio, tuvieron lugar cuando el proxy de la Convención entró en el Ave de Tormenta.

Clavain frunció el ceño.

—Pero eso no explica cómo ^terminaron... Ah, espere. Usted los estaba siguiendo, ¿no es cierto?

H asintió con lo que a Clavain le pareció un rastro de orgullo.

—Esperaba que los combinados enviaran a alguien tras usted. Sentía curiosidad, así que había decidido traerlos aquí también para poder determinar qué papel representaban en todo este curioso asunto. Mis naves estaban esperando alrededor de Copenhague, buscando cualquier cosa extraña y, sobre todo, cualquier cosa extraña referida a Antoinette Bax. Solo siento que no interviniéramos antes, quizá se habría derramado un poco menos de sangre.

Clavain se dio la vuelta al oír el sonido de un tictac metronómico que se iba acercando. Era una mujer con tacones de aguja. Un enorme manto negro aleteaba tras ella, como si caminara en medio de su galera privada. Clavain la reconoció.

—¡Ah, Zebra! —dijo H con una sonrisa.

Zebra se acercó a él y luego lo envolvió entre sus brazos. Se besaron más como amantes que como amigos.

—¿Estás segura de que no necesitas descansar un poco? —Preguntó H—. Dos trabajos tan seguidos en un solo día...

—Estoy bien, y también los Gemelos Parlanchines.

—¿Has... mmm... has hecho los arreglos necesarios para el empleado de la Convención?

—Nos hemos ocupado de él, sí. ¿Quieres verlo?

—Imagino que podría divertir a mis invitados. ¿Por qué no? —H se encogió de hombros, como si todo lo que se discutiera fuera si debían tomar el té ahora o más tarde.

—Iré a buscarlo —dijo Zebra. Se dio la vuelta y se alejó taconeando.

Se acercó otro par de pisadas. Clavain se corrigió. Eran en realidad dos pares de pisadas, pero caminaban con una sincronía casi perfecta. Eran los dos enormes hombres sin boca, que colocaron una silla de ruedas entre los sofás. Antoinette estaba sentada en la silla, con aspecto cansado, pero viva. Tenía muy vendadas las manos y los antebrazos.

—Clavain... —empezó a decir.

—Estoy bien —dijo él—. Y me alegro de ver que tú también estás bien. Siento que tuvierais problemas por mi culpa. Sinceramente, esperaba que cuando yo me fuera tú no tuvieras que saber nada más de este tema.

—La vida nunca es tan sencilla, ¿verdad? —dijo Antoinette.

—Supongo que no. Pero lo siento de todos modos. Si puedo compensarlo, lo haré.

Antoinette miró a Xavier.

—¿Tú estás bien? Esa chica dijo que sí, pero no sabía si creerla. —Estoy bien —le dijo Xavier—. Fresco como una lechuga. Pero al parecer ninguno de los dos tenía la energía necesaria para levantarse de la silla.

—No creí que lo consiguiera —dijo Antoinette—. Estaba intentando poner en marcha tu corazón, pero no tenía fuerza. Sentía que me estaba quedando inconsciente, así que lo intenté por última vez. Supongo que funcionó.

—Lo cierto es que no —dijo H—. Se desmayó. Usted hizo todo lo que pudo, pero también había perdido mucha sangre.

—¿Entonces, quién...?

H señaló a Escorpio con un gesto.

—Aquí, nuestro amigo el cerdo, salvó a Xavier. ¿No es cierto? El cerdo gruñó.

No fue nada.

Antoinette dijo:

—Quizá no para usted, señor Rosa. Pero para Xavier la cosa cambió, y mucho. Supongo que debería darle las gracias.

—Tampoco se moleste. Puedo vivir sin su gratitud. —Aun así lo diré: gracias.

Escorpio la miró y luego gruñó algo ininteligible antes de desviar los ojos. —¿Y qué pasa con la nave? —dijo Clavain interrumpiendo el incómodo silencio que siguió—. ¿La nave está bien? Antoinette miró a H. —Supongo que no, ¿verdad?

—De hecho está bien. En cuanto Xavier recobró la conciencia, Zebra le pidió que ordenara al Ave de Tormenta que volara con el piloto automático a unas coordenadas que le proporcionamos nosotros. Tenemos unas instalaciones seguras en el Cinturón Oxidado, vitales para algunas de nuestras otras operaciones. La nave está intacta y a salvo. Tiene mi palabra, Antoinette.

—¿Cuándo podré volver a verla?

—Pronto —dijo H—. Pero en cuanto al momento exacto, prefiero no decirlo.

—¿Entonces estoy prisionera? —preguntó Antoinette.

—No exactamente. Todos ustedes son mis invitados. Pero preferiría que no se fueran hasta que hayamos tenido la oportunidad de hablar. El señor Clavain quizá tenga su propia opinión sobre este asunto, es posible que justificada, pero creo que es justo decir que algunos de ustedes me lo deben por salvarles la vida. —Levantó una mano para atajar cualquier objeción antes de que ninguno tuviera la oportunidad de hablar—. No quiero decir que considere que alguno de ustedes está en deuda conmigo. Me limito a pedirles que me concedan un poco de su tiempo. Nos guste o no —y los miró a todos uno por uno—, todos somos jugadores en algo más grande de lo que ninguno podemos llegar a entender. Jugadores reticentes, quizá, pero así han sido siempre las cosas. Al desertar, el señor Clavain ha precipitado algo trascendental. Creo que no tenemos más opción que seguir los acontecimientos hasta el final. Para interpretar, si quieren, los papeles que se nos ha dado de antemano. Eso nos incluye a todos, incluso a Escorpio.

Hubo un chirrido acompañado de unos cuantos taconeos metronómicos más. Había regresado Zebra. Delante de ella empujaba un cilindro metálico recto del tamaño de una gran urna de té. Estaba tan bruñido que lanzaba grandes destellos y le brotaban todo tipo de tuberías y avíos. Iba colocado en el cojín de una silla de ruedas parecida a la que había traído a Antoinette.

Clavain notó que el cilindro se mecía un poco de lado a lado, como si tuviera algo dentro que estuviera intentando escapar.

—Tráelo aquí —dijo H haciéndole un gesto a Zebra para que lo adelantara.

La joven empujó el cilindro y lo colocó entre los dos. El aparato seguía tambaleándose. H se inclinó y le dio unos golpecitos suaves con los nudillos.

—Eh, hola —dijo levantando la voz—. Que bien que haya venido. Me pregunto si sabe dónde están o lo que le ha pasado.

El cilindro se tambaleó cada vez más agitado.

—Permítanme que se lo explique —les dijo H a sus invitados—. Lo que tenemos aquí es el sistema de soporte vital de un cúter de la Convención. El piloto de un cúter nunca abandona su nave espacial durante el tiempo que dura su servicio, que pueden ser muchos años. Para reducir la masa, la mayor parte de su cuerpo se separa de forma quirúrgica y se conserva en frío en el cuartel general de la Convención. No le hacen falta los miembros porque puede dirigir un proxy mediante un interfaz neuronal. Tampoco necesita muchas otras cosas. Se extraen todas, se etiquetan y se guardan.

El cilindro se agitaba hacia delante y hacia atrás.

Zebra estiró la mano y lo sujetó para que no cayera.

—¡Eh! —dijo.

—Dentro de este cilindro —dijo H— está el piloto del cúter responsable de las últimas desavenencias ocurridas a bordo de la nave especial de la señorita Bax. Eres un tipo muy desagradable, ¿eh? Qué divertido debe de ser, aterrorizar a tripulaciones inocentes que no han hecho nada más que violar unas cuantas viejas leyes. Qué risa.

—No es la primera vez que hacemos negocios —dijo Antoinette.

—Bueno, me temo que, esta vez, nuestro invitado quizás haya ido demasiado lejos —dijo H—. ¿No es cierto, compañero? Fue muy sencillo separar tu núcleo de soporte vital del resto de la nave. Espero que no fuera demasiado incómodo para ti, aunque me imagino que el dolor no debió de ser poco cuando te desconectaron del sistema nervioso de tu nave. Quiero disculparme por ello, porque de verdad que la tortura no es lo mío.

El cilindro se quedó de repente muy quieto, como si escuchase.

—Pero tampoco puedo dejarte sin castigo, ¿verdad? Soy un hombre muy moralista, ya sabes. Mis propios crímenes han agudizado mi sentido de la ética hasta un nivel casi sin precedentes. —Se inclinó sobre el cilindro hasta que sus labios estuvieron a punto de besar el metal—. Escucha con cuidado porque no quiero que te quede ninguna duda sobre lo que te va a pasar.

El cilindro se meció un poco.

—Sé lo que tengo que hacer para mantenerte con vida. Un poco de energía por aquí, unos cuantos nutrientes por allá, no hay que ser un genio. Imagino que puedes existir en esta lata durante décadas, siempre que no deje de darte agua y comida. Y eso es exactamente lo que voy a hacer, hasta el momento en que mueras. —Miró a Zebra y asintió—. Creo que eso será todo, ¿no te parece?

—¿Lo pongo en la misma habitación que los demás, H?

—Creo que eso será lo mejor. —Le dedicó una sonrisa radiante a sus invitados y luego contempló con una obvia mirada de cariño a Zebra, que se llevaba al prisionero en la silla.

Cuando la joven ya no pudo oírlo, Clavain dijo:

—Es usted un hombre cruel, H.

—No soy cruel —dijo—. No en el sentido al que usted se refiere. Pero la crueldad es una herramienta muy útil con solo saber reconocer el momento preciso en el que se debe usar.

—Ese cabrón se lo tenía merecido —dijo Antoinette—. Lo siento, Clavain, pero no voy a perder el sueño por ese hijo de puta. Nos habría matado a todos si no hubiera sido por H.

Clavain todavía tenía frío, como si acabara de atravesarlo uno de los fantasmas de los que habían hablado unos minutos antes.

—¿Y la otra víctima?—preguntó con repentina urgencia—. El otro combinado. ¿Era Skade?

—No, no era Skade. Un hombre esta vez. Estaba herido, pero no hay razón para pensar que no se recuperará por completo. —¿Podría verlo?

—En breve, señor Clavain. Todavía no he terminado con él. Deseo asegurarme del todo de que no puede causarme ningún daño antes de hacerle recuperar la conciencia.

—Mintió, entonces-dijo Antoinette—. El cabrón nos dijo que no le quedaba ningún implante en la cabeza. Clavain se volvió hacia ella.

—Los habrá mantenido mientras le siguieron siendo útiles, y se los habrá extraído del cuerpo solo cuando estuviera a punto de pasar por algún tipo de control de seguridad. A los implantes no les lleva mucho tiempo desmantelarse solos, unos cuantos minutos y lo único que te queda son unos cuantos rastros en la sangre y en la orina.

—Tenga cuidado —dijo Escorpio—. Hay que tener un cuidado extremo.

—¿Alguna razón especial por la que debería tenerlo? —preguntó H.

El cerdo se adelantó en el sillón.

—Pues sí. Las arañas me pusieron algo en la cabeza, algo conectado con sus implantes. Como una pequeña válvula o algo, alrededor de una vena o arteria. El muere, yo muero, así de sencillo.

—Mmm. —H se había llevado un dedo a los labios—. ¿Y tiene usted la certeza absoluta?

—Ya me he desmayado una vez, cuando intenté estrangularlo. —Toda una amistad lo que tenían ustedes dos, ¿eh?

—Matrimonio de conveniencia, colega. Y él lo sabía. Por eso tenía que amarrarme con algo.

—Bueno, es posible que en algún momento hubiera habido algo —dijo H—. Pero los hemos examinado a todos. No tiene ningún implante, Escorpio. Si había algo en su cabeza, se lo extrajo antes de que llegara a nosotros.

Escorpio se quedó con la boca abierta, con una expresión de lo más humana de asombro e intensa indignación.

—No... El muy cabrón no ha podido...

—Es muy probable, Escorpio, que usted hubiera podido irse andando tranquilamente en cualquier momento, y no habría habido nada en absoluto que él pudiera haber hecho para detenerlo.

—Es lo que me dijo mi padre —dijo Antoinette—. No se puede confiar en las arañas, Escorpio. Jamás.

—Como si hiciera falta decírmelo.

—Fue a ti al que engañaron, Escorpio, no a mí.

El cerdo le lanzó una mirada de desprecio pero se quedó callado. Quizá, pensó Clavain, sabía que no podía decir nada que no empeorara su posición.

—Escorpio —dijo H, que había recuperado la seriedad—. Hablaba en serio cuando dije que no es usted mi prisionero. No siento una admiración especial por las cosas que ha hecho. Pero yo también he hecho cosas terribles, y sé que a veces hay razones que los demás no ven. Usted salvó a Antoinette y por ello tiene mi gratitud y, sospecho, la gratitud de mis otros invitados.

—Vaya al grano —gruñó Escorpio.

—Voy a respetar el acuerdo al que llegaron los combinados con usted. Le dejaré marchar, en libertad, para que se pueda reunir con sus compañeros en la ciudad. Tiene usted mi palabra.

Escorpio se levantó del sillón con un esfuerzo notable. —Entonces yo me largo de aquí.

—Espere. —H no había levantado la voz, pero hubo algo en su tono que inmovilizó al cerdo. Era como si todo lo ocurrido hasta ahora hubiera sido un simple cumplido y H por fin revelara su verdadera naturaleza: no era un hombre con el que se pudiese jugar cuando el tema que se trataba era grave.

Escorpio volvió a relajarse en su asiento y preguntó en voz baja:

—¿Qué?

—Escúchenme, y escúchenme bien. —H miró a su alrededor, tenía la expresión solemne de un juez—. Todos ustedes. No lo diré más de una vez.

Hubo un silencio. Hasta los Gemelos Parlanchines parecían haber caído en un estado más profundo de mutismo.

H se acercó al piano de cola y tocó seis notas tristes antes de bajar la tapa de golpe.

—He dicho que vivimos tiempos de gran trascendencia. Los últimos tiempos, quizá. No cabe duda de que se está cerrando un gran capítulo en la historia de los asuntos humanos. Nuestros pequeños pleitos, nuestros delicados mundos, nuestras facciones infantiles, nuestras cómicas guerritas, están a punto de verse eclipsados. Somos niños que entran tropezando en una galaxia de adultos, adultos de una edad inmensa y un poder todavía más inmenso. La mujer que vivió en este edificio era, según creo, un conducto para alguna de estas fuerzas alienígenas. No sé cómo o por qué. Pero creo que a través de ella estas fuerzas han extendido su alcance y han penetrado entre los combinados. Solo puedo conjeturar que ha sido porque se acercan tiempos desesperados.

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