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Authors: Irène Némirovsky

El ardor de la sangre (4 page)

BOOK: El ardor de la sangre
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—Ésa no tiene más quehaceres que ir de visita y pasearse todo el santo día —añadió con acritud.

Así es como me enteré de que las dos jóvenes se han hecho amigas, cosa que Hélène sin duda ignora, porque hace unos días me aseguró que Colette no vivía más que para su marido, su hijo y su casa, y no pisaba la calle.

El viejo Declos me indicó una silla. Es tan tacaño que le cuesta trabajo hasta invitar a un vaso de vino, así que me di el gusto de pedírselo para beber a su salud.

—No oigo —gruñó—. Me zumban los oídos de un modo espantoso. Es el dichoso viento.

Mencioné el dinero que me debía. Suspirando, sacó una llave enorme de un bolsillo y arrastró el sillón hasta el armario sin levantarse; pero el cajón que quería abrir estaba demasiado alto. Tras hacer vanos esfuerzos por alcanzarlo y negarme la llave cuando se la pedí, me dijo que su mujer volvería enseguida y me pagaría.

—Tiene usted una mujer muy joven y muy guapa, amigo Declos.

—Demasiado joven para un vejestorio como yo, ¿no, señor Sylvestre?

—¡Bah! Puede que las noches se le hagan un poco largas, pero los días se le pasan volando.

En ese momento apareció Brigitte. Llevaba una falda negra y una chaqueta roja, y la acompañaba un joven: el que había bailado con ella en la boda de Colette, hacía tres años. Corregí mentalmente la frase de su viejo marido: «Puede que se le pasen más deprisa de lo que usted piensa, Declos». Pero me dio la sensación de que el viejo no estaba en la inopia. Mientras miraba a su mujer, la pasión y la cólera animaron súbitamente su rostro sin vida.

—¡Ya era hora! Llevo esperándote desde mediodía.

Ella me tendió la mano y me presentó al joven que la acompañaba. Se llama Marc Ohnet; vive en casa de su padre; tiene fama de mujeriego y pendenciero. Es muy atractivo. No había oído rumores de que Brigitte Declos y Marc Ohnet se «traten», como dicen aquí. Pero aquí los chismes se detienen en las últimas casas de los pueblos, y en el campo, en estos caserones aislados, separados entre sí por las tierras de labor y por nuestros profundos bosques, pasan muchas cosas de las que nadie se entera. Por mi parte, aunque hacía una hora sólo había entrevisto una chaqueta roja a la orilla del estanque, habría jurado que aquellos jóvenes se entendían, por su aire de tranquila impudicia y por una especie de fuego sordo y oculto en sus movimientos y sus sonrisas. Sobre todo en los de ella. Ella ardía. «Las noches se le hacen un poco largas», había dicho Declos. Me imaginaba esas noches en la cama del marido, soñando con el amante, contando los ronquidos del viejo y preguntándose: «¿Cuándo llegará el último?» Brigitte abrió el armario, que yo suponía lleno de dinero bajo los montones de ropa, porque ésta no es tierra que haga ricos a los banqueros; aquí la gente tiene su dinero siempre cerca, como a un hijo adorado. Observé a Ohnet esperando sorprender un destello de codicia en su mirada, porque no puede decirse que su familia sea rica: el padre era el mayor de catorce hermanos, y la parte de las tierras que le correspondió no es grande. Pero no. Cuando el dinero apareció ante sus ojos, los apartó de inmediato. Se acercó a la ventana y se quedó mirando fuera largo rato: la noche era clara y permitía ver el valle y los bosques. Era uno de esos meses de marzo en que el viento parece haber barrido hasta el último átomo de las nubes y la niebla. Las estrellas tenían un brillo vivo y cortante.

—¿Cómo está Colette? ¿La ha visto hoy? —le pregunté a Brigitte.

—Está bien.

—¿Y su marido?

—Su marido está fuera. Ha ido a Nevers y no volverá hasta mañana.

Brigitte respondía a mis preguntas, pero no apartaba los ojos del joven. Muy alto y moreno, toda su persona emanaba agilidad y fuerza, no exactamente bruta, pero sí un poco salvaje. Tiene el pelo negro, frente estrecha, dientes muy blancos, apretados y un tanto puntiagudos. Con él, había entrado en aquella habitación oscura el olor del bosque en primavera, un aroma áspero y penetrante, que hace que el pecho se me ensanche de felicidad y mis viejos huesos rejuvenezcan. Habría pasado la noche andando. Cuando me fui de Coudray, la idea de volver a casa se me hizo insoportable, así que me dirigí al Molino Nuevo, con la intención de quedarme a cenar. Atravesé el bosque, esta vez totalmente desierto, misterioso, agitado por el viento.

Estaba acercándome al río. Sólo había ido allí de día, cuando la rueda del molino está en marcha; produce un sonido poderoso y dulce que apacigua el corazón. Aquel silencio, en cambio, me pareció extraño y me produjo una especie de desasosiego. Aguzaba el oído sin querer, atento al menor ruido; pero no se oía más que el fragor de la corriente.

Crucé la pasarela, en la que de pronto te asalta el aroma frío del agua, de la oscuridad, de las hierbas húmedas; la noche era tan clara que veía blanquear las crestas de las pequeñas olas, rápidas y densas. En el primer piso había luz; Colette debía de estar esperando a su marido. Las maderas crujían bajo mis pies: me oyó llegar. La puerta del molino se abrió, y Colette echó a correr hacia mí, pero se detuvo a unos pasos y, con voz alterada, preguntó:

—Pero ¿quién es?

Dije mi nombre y añadí:

—¿Esperabas a Jean, no?

Colette no respondió. Se acercó lentamente y me ofreció la frente para que se la besara. Llevaba la cabeza descubierta y una bata fina, como si acabara de levantarse. Tenía la frente ardiendo y un aspecto tan extraño que me asaltó una sospecha.

—¿Te molesto? Iba a pedirte de cenar…

—No, no… encantada… —murmuró—. Es que no lo esperaba y… no me encuentro muy bien… Jean no está… He mandado a la criada a casa y me he tomado un vaso de leche en la cama.

A medida que hablaba, iba recobrando la calma, y acabó contándome una pequeña mentira muy plausible: tenía un poco de gripe. Si le tocaba las manos o la cara, vería que tenía fiebre; la criada estaba en el pueblo, en casa de su hija, y no volvería hasta la mañana siguiente.

Sentía mucho no poder ofrecerme una cena como Dios manda, pero si me conformaba con un par de huevos al plato y fruta… Sin embargo, no hacía ningún gesto para invitarme a entrar. Al contrario: me cerraba el paso con decisión y, cuando me acerqué un poco más, me di cuenta de que temblaba.

Me dio pena.

—Con dos huevos al plato no tengo bastante —le dije—. Me muero de hambre. Además, no quiero tenerte más rato en la pasarela. Hace un viento glacial. Vuelve a acostarte, hija. Ya pasaré otro día.

¿Qué otra cosa podía hacer? No soy ni su padre ni su marido. Y, para ser sincero, en mi juventud hice bastantes locuras como para mostrarme severo ahora. ¡Y qué hermosas locuras, las del amor!

Además, casi siempre se pagan tan caras que no hay que juzgarlas con mezquindad, ni en uno mismo ni en los demás. Sí, siempre se pagan, y a veces las más pequeñas al precio de las grandes. Da igual que te cuelguen por un borrego que por un cordero, como dice el proverbio. Desde luego, era una locura recibir a un hombre bajo el techo conyugal, pero, por otro lado, ¡qué placer, esa noche, en brazos del amante, mientras el río corre y el miedo a que te sorprendan te acelera el corazón! ¿A quién esperaría? «En Coudray, el viejo Declos me dará un vaso de vino y un trozo de queso —me dije—. Y si el galán ya no está, hay muchas probabilidades de que el amante sea él, tanto aquí como allí. Es un chico atractivo. Declos es viejo y a Jean, el pobre Jean, ya le apuntaban los cuernos la noche de bodas. Hay quien nace así. No tiene remedio». Colette se empeñó en acompañarme hasta el lindero del bosque. De vez en cuando, tropezaba con una piedra y se agarraba a mi brazo. Le toqué la mano; la tenía helada.

—Anda, vuelve a casa —le dije—. O empeorarás.

—¿No está enfadado? —me preguntó y, sin esperar respuesta, añadió—: Cuando vea a mamá, no le diga nada. Pensaría que es algo grave y se preocuparía.

—Ni siquiera le diré que te he visto.

—¡Cuánto lo quiero, primo Silvio! —exclamó echándome los brazos al cuello—. Usted lo entiende todo.

Era casi una confesión, y sentí que mi deber era ponerla en guardia.

—Tu marido, tu hijo, tu casa… —empecé, pero Colette se apartó de un salto y, con una mezcla de rabia y dolor, exclamó:

—¡Lo sé, lo sé, lo sé todo! Pero no quiero a mi marido. Quiero a otro. ¡Déjenos tranquilos! Es asunto nuestro —añadió con esfuerzo, y se fue tan deprisa que no me dio tiempo a acabar la frase.

¡Extraña locura! El amor a los veinte años se parece a un acceso de fiebre, a un delirio. Cuando termina, cuesta recordar otros… El ardor de la sangre, que se apaga pronto… Ante aquella llamarada de sueños y deseos, qué viejo
[1]
, qué frío, qué sensato me sentía…

En Coudray, llamé a la ventana del comedor y dije que me había perdido. El viejo, que sabe que vagabundeo por los bosques desde la infancia, no se atrevió a negarme una habitación. En cuanto a la cena, no me anduve con rodeos. Fui a la cocina y le pedí un plato de sopa a la cocinera. Me lo dio, con un buen trozo de queso y un pedazo de pan de propina. Volví para comérmelos junto al fuego. En la sala no había más luz que la de las llamas; ahorran electricidad.

Pregunté por Marc Ohnet.

—Se ha ido.

—¿Ha cenado con ustedes?

—Sí —gruñó el viejo.

—¿Lo ven a menudo?

Declos fingió no haberme oído. Su mujer tenía la labor en las manos, pero no cosía.

—No vayas a cansarte, ¡eh! —le gruñó el viejo.

—No puedo trabajar, no hay luz —murmuró ella, ausente, y se volvió hacia mí—. ¿No había nadie en el Molino Nuevo?

—No lo sé. No he llegado hasta allí. El bosque está tan oscuro que no he podido seguir. Me daba miedo caerme al estanque.

—Ah, pero ¿hay un estanque en el bosque? —dijo ella.

Al ver que la miraba, esbozó una media sonrisa con una mezcla de sorna e íntimo regocijo; luego, soltó la labor sobre la mesa y se quedó inmóvil, con las manos entrelazadas sobre las rodillas y la cabeza baja.

Entró la criada.

—He puesto sábanas en la cama del señor —me dijo. El viejo Declos parecía dormido; llevaba un buen rato sin hablar, sin moverse, con la boca abierta; las mejillas hundidas y la tez demacrada le daban un aspecto cadavérico—. He encendido la chimenea de su habitación; de noche refresca —continuó la criada, pero se interrumpió bruscamente.

Brigitte se había levantado y parecía muy alterada. La criada y yo la mirábamos sin comprender.

—¿No han oído nada? —preguntó al cabo de unos instantes.

—No. ¿Qué ocurre?

—No sé… Me ha parecido… Me habré equivocado… Me ha parecido oír un grito.

Me puse a escuchar, pero el silencio, casi angustioso, de nuestras noches campesinas era absoluto. Ni siquiera se oía viento.

—Yo no oigo nada —dije.

La criada se marchó. Yo no subí a acostarme; miré a Brigitte, que se había acercado a la chimenea, temblando. Ella sorprendió mi mirada.

—Sí, las noches son muy frías —dijo maquinalmente.

Extendió las manos como si quisiera calentárselas al fuego; luego, olvidándose de mi presencia, se tapó la cara con ellas. De pronto, se oyó chirriar la verja del jardín. Alguien subió los escalones y llamó a la puerta. Fui a abrir; en el umbral había un joven mozo de granja. En esta zona, donde sólo tienen teléfono unos cuantos burgueses ricos, son quienes dan las malas noticias. En caso de enfermedad, accidente o muerte durante la noche, los campesinos envían a un «recadero», un criado joven de mejillas sonrosadas que anuncia la desgracia con voz plácida. Éste se quitó educadamente la gorra y, volviéndose hacia Brigitte, le dijo:

—Por favor, señora, es el dueño del Molino Nuevo… Se ha caído al río.

En respuesta a nuestras preguntas, nos explicó que Jean Dorin había vuelto de Nevers antes de lo previsto y dejado el coche en el prado debajo de la casa, tal vez para que el ruido del motor no despertara a su mujer, que estaba indispuesta. Al cruzar la pasarela, que es ancha y sólida, pero sólo tiene barandilla en un lado, debía de haberle dado un mareo y se había caído al agua. Su mujer no lo había oído llegar; estaba durmiendo, pero el grito que había lanzado Jean al caer la había despertado con un sobresalto. Se había precipitado fuera y lo había buscado, en vano. El río es profundo y Jean debía de haberse hundido enseguida. Colette había reconocido el coche en el prado y, de ese modo, había tenido la certeza de que era su marido quien acababa de morir. Desesperada, había corrido hasta la granja vecina para pedir ayuda. En esos momentos, los hombres estaban buscando el cuerpo.

—Pero mi madre ha pensado que la pobre señora estaba muy sola y que la señora Declos, que es su amiga, podría hacerle compañía —concluyó el chico.

—Voy enseguida —dijo Brigitte.

Parecía estupefacta; hablaba con voz fría y grave. Le tocó el hombro a su marido, porque nuestras voces no lo habían despertado. Cuando Declos abrió los ojos, ella le explicó lo que había ocurrido. Él la escuchó en silencio. Tal vez sólo lo comprendió a medias, tal vez le daba igual la muerte de un hombre joven o, en general, la muerte de cualquiera que no fuera él. Tal vez no quería decir lo que pensaba. Se levantó suspirando penosamente.

—Eso… eso… —dijo al fin, pero no acabó la frase—. Yo subo a acostarme.

Ya en la puerta, en un tono que me pareció significativo y casi amenazador, añadió:

—Eso es asunto vuestro. Yo no quiero saber nada, ¿entendido?

Acompañé a Brigitte al Molino Nuevo. En la oscuridad, se veían luces que vagaban y se cruzaban sobre el agua: los hombres buscaban en vano el cuerpo. En la casa, todas las puertas estaban abiertas. Unos vecinos atendían a Colette, desvanecida, y al niño, que lloraba; otros buscaban en los armarios y sacaban las sábanas que servirían para amortajar el cuerpo. En la cocina, los mozos de la granja tomaban un bocado esperando a que se hiciera de día para buscar río abajo; pensaban que el cadáver, arrastrado por la corriente, podía haberse enredado en los juncos.

Sólo pude ver a Colette un momento; las mujeres la rodeaban y no la soltaban.

A las campesinas no les gusta perderse detalle de un espectáculo gratuito como un nacimiento o una muerte repentina. Cuchicheaban, daban opiniones y consejos y llevaban de beber a los hombres, sumergidos en el río hasta la cintura. Yo me puse a vagar por el molino, por aquellas habitaciones tan grandes y cómodas, con sus enormes chimeneas, sus hermosos muebles antiguos elegidos con tanto amor por Hélène, sus amplias alcobas, sus flores, sus cortinas de cretona rameada… El molino propiamente dicho, patrimonio familiar del pobre muchacho desaparecido, se encontraba a la izquierda.

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