Montserrat, 1910. El monje Bonaventura Ubach emprende un viaje a Tierra Santa y Mesopotamia en busca de piezas para el futuro museo bíblico del monasterio de Montserrat. Con la intención de ilustrar una edición catalana de la Biblia, también sigue este itinerario para contrastar las Sagradas Escrituras con sus escenarios reales.
El viaje se convertirá en una odisea llena de tropiezos y peligros. El padre Ubach deberá enfrentarse a tormentas del desierto, plagas bíblicas, bandidos sanguinarios, sectas satánicas, jeques crueles, ejércitos corruptos, saqueadores de tumbas y otros personajes siniestros que harán lo imposible para impedir que el arqueólogo consiga su sueño.
Después de los éxitos de El puente de los judíos y La venganza del bandolero, Martí Gironell novela la apasionante aventura de un personaje histórico real, artífice de la llamada Biblia de Montserrat y el Museo del Oriente Bíblico de este monasterio, fundado en 1911. Un viaje en el tiempo que atrapa al lector de principio a fin.
Martí Gironell
El arqueólogo
De Montserrat a Tierra Santa persiguiendo un sueño
ePUB v1.1
Dermus15.08.12
Título original:
L'arqueòleg
Traducción: Julia Alquézar
Editor original: Dermus (v1.0 a 1.1)
ePub base v2.0
A mi mujer, Eva,
con quien sigo persiguiendo sueños
para que se hagan realidad.
A mis padres, Carme y Martí,
que un día soñaron con mi futuro.
«
Amb vostre nom comença nostra història i és Montserrat el nostre Sinaí
»
Virolai
JACINT VERDAGUER
Inscripción lateral de la fachada de la basílica de Montserrat
«Todos los pueblos necesitan su propia historia nacional, ya que contribuye a crear la imagen que tienen de sí mismos y les da una sensación de identidad colectiva. En este sentido, utilizan el pasado que ellos mismos han creado y, hasta cierto punto, inventado».
JOHN HUXTABLE ELLIOT
Discurso de apertura del centenario de Jaume Vicens Vives
Jan el Jalili, El Cairo, marzo de 1910
—¿Están las tres? —preguntó nervioso el hombre que miraba con deleite y desazón un fardo que presidía la mesa en aquella reunión en la trastienda de un café.
—Por supuesto —afirmó con contundencia el hombre que acababa de dejar el fardo sobre la mesa.
Un loro parloteaba junto a aquel mueble, donde, además del paquete, había una bandeja con dos vasos y una taza humeantes. Saleh observaba la escena a través de una rendija en la pared de la trastienda. Una leve corriente de aire le permitió percibir la mezcla de olores.
El aroma del té se mezclaba con el del café tostado con cardamomo. Un café, negro y denso, que desde hacía mucho tiempo se servía en aquel y en otros establecimientos del país.
El humo que se elevaba de los recipientes trazaba unos dibujos serpenteantes que se integraban en los caracteres arabescos estampados en las paredes desconchadas del local. Delante de los vasos y la taza, estaban sentados tres hombres. Uno de ellos era su tío Abdul, el propietario del café, que chupaba la boquilla de una pipa de agua, una cachimba que tenía al pie de la mesa. Uno de los individuos que compartían mesa con él cogió el vaso sólo con los dedos para no quemarse. Después de soplar el contenido, dio un sorbo y se escaldó los labios. Soltó un quejido y el otro hombre, que en un lugar y unas circunstancias diferentes se habría reído ruidosamente, no dijo nada porque no podía apartar la mirada del fardo que estaba sobre la mesa, ni dejar de pensar en su contenido. El hombre que se había escaldado los labios se había dado cuenta del estado catatónico de su compañero porque no había hecho ademán de tocar el vaso de té, y mucho menos desde el momento en que Abdul había dejado el fardo delante de sus narices.
—¿Puedo abrirlo? —volvió a preguntar con voz temblorosa.
—Adelante —dijo Abdul, y con una mano lo invitó a hacerlo mientras se acababa de un trago la taza de café y miraba de reojo al otro hombre, que, pese a que seguían escociéndole los labios, volvió a intentar probar el té.
Desató los cordeles que rodeaban el fardo con un afán incontenible y, cuando lo abrió, se le iluminaron los ojos.
—¿Puedo desdoblarlas? —volvió a preguntar con una emoción contenida.
—Claro que sí —concedió Abdul.
Saleh vio que el hombre sacaba un tejido de color azul, que no supo precisar si era de lino o de lana. Una túnica vieja con unos adornos y motivos florales que no había visto nunca y que, a pesar de que debieron de ser dorados antiguamente, habían perdido todo el brillo con el paso del tiempo.
Después de examinarla con una delicadeza extrema, la plegó con un respeto reverencial, con una sensibilidad y una solemnidad extraordinarias. Parecía como si un pliego mal hecho pudiera causar algún daño en la prenda.
Saleh desconocía por qué aquel tejido provocaba semejante fascinación en aquel hombre, una devoción como nunca había visto antes. Parecía que siguiera las normas de algún ritual sagrado.
Su exultación fue en aumento cuando desplegó las otras dos túnicas: primero le tocó el turno a la de color rojo, que llevaba unas cenefas bordadas en las mangas y un ribete de tafetán dorado en el cuello, y después a la otra, una túnica de dimensiones más reducidas, como la de un niño o un adolescente, de color terroso y que tenía como única decoración dos bandas paralelas en las mangas, formadas por una secuencia de lazos entrelazados. Saleh vio que el hombre realizaba con estas dos piezas los mismos rituales que con la primera. La veneración que demostraba hacia las tres túnicas era digna de verse. Saleh era incapaz de reconocer a qué tipo de culto ancestral pertenecía aquella ceremonia, pero identificó que aquéllas eran las reverencias que hacían los primeros cristianos, unas formas que habían preservado los Guardianes, los custodios, una organización que velaba por que reliquias como las que Saleh tenía ante sus ojos no cayesen en manos inapropiadas.
—El estado de conservación es un poco precario —reconoció Abdul—, pero la cripta húmeda de Abu Serga, de la iglesia de San Sergio, no es el mejor sitio para guardar estas telas.
—Abdul, ¿te das cuenta de que estas tres prendas son una de las reliquias más desconocidas de la Historia? Nadie sabe que existen y si, en algún momento, alguien llegara a imaginar que las tenemos, sería… No quiero ni pensarlo. Sólo con saber a quién pertenecieron y que las usaron en algún momento durante los siete años que vivieron aquí, en Egipto, después de su huida de…
No pudo acabar la frase. De repente, un gran estallido interrumpió sus palabras. Abdul se levantó de un salto de la silla y tiró la boquilla de la cachimba. Su agilidad le permitió esquivar el trozo de pared que había reventado por la explosión, justo antes de que el techo se desplomase sobre ellos. Tan sólo unos segundos antes, la pared, la mesa, la taza y los vasos saltaban por los aires e impactaban contra los cuerpos de los otros dos hombres. Una espesa nube de polvo cubrió la salita.
Después de emerger silenciosamente de una nube de vapor, descalzo, con el torso descubierto y envuelto en una toalla de lino que lo cubría de cintura para abajo, Ashraf, el mukkeyisate, el masajista del hammam, se acercó a la fuente de mármol. Allí, tumbado y relajado, bajo una cúpula agujereada por donde entraban haces de luz atenuados por la penumbra de los baños, lo esperaba un cliente especial de aquellos baños, uno de los más antiguos de la ciudad. Ashraf era el único que podía tocarlo. Se untó las manos con un aceite que estimulaba el olfato del cliente antes incluso de que se lo aplicara y se lo extendiera por todo el cuerpo. Era el breve ritual previo a hacerle crujir las articulaciones, a estrujarle con tanta delicadeza como determinación el cuello, los brazos y las manos, las piernas y los pies, a endiñarle manotazos vigorosos por toda la espalda con un único objetivo: relajarlo y aliviarlo. El hombre que recibía este tratamiento tan delicado y exclusivo era el líder de los Guardianes, Rashid. Para este hombre temido y respetado por la comunidad, aquella sofisticada y exquisita amalgama de luz, temperatura, sonidos y olores era una válvula de escape que le permitía olvidarse de sus negocios. Una paz que tenía los minutos contados.
Por el largo y angosto pasillo resonaban unos pasos apresurados, mientras de fondo se oía el goteo constante del agua que se escurría de las toallas tendidas en las cuerdas colgadas del techo. Era el camino que llevaba de la entrada de los baños a la sala donde estaba tumbado Rashid.
—Señor —dijo una voz temblorosa y entrecortada, tanto por los nervios que le provocaba tener que dar la noticia que lo había llevado allí, como por el esfuerzo que había hecho al correr—. Señor… —Cogió aire y soltó todo lo que debía decir de corrido—: Señor, ha habido problemas en la entrega y no se ha podido llevar a cabo.
Rashid siguió tumbado bocabajo, sin reaccionar. Al chico le caían gotas de sudor en paralelo por las patillas que le llegaban hasta la altura del lóbulo de las orejas. La camisa, que originariamente era de color tierra, se había vuelto de un tono más oscuro cercano al chocolate y se le pegaba a la piel. Tenía los ojos clavados en aquella espalda oscura y perlada de gotas de sudor, que parecía un tablón barnizado. Un instante después percibió un movimiento.
En efecto, mientras tomaba aire profundamente, Rashid fue girando la cabeza hasta encontrar los ojos de su interlocutor, que, sin atreverse a aguantarle la mirada, la bajó en señal de respeto pero también de temor.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó al chico, con un susurro somnoliento, como si se acabara de despertar.
—Resulta que ha habido una explosión y…
—¿Una explosión? ¿Quieres decir un atentado? —Conforme se había ido incorporando poco a poco hasta quedarse sentado sobre aquel banco de piedra, había recuperado un timbre de voz más adecuado a la autoridad que ostentaba.
—No…, no… —negaba el informador con un tono dubitativo, poco convincente—. No creemos que haya sido un atentado. Según parece… Por lo que dicen las autoridades, todo apunta a que ha sido un accidente.
—¿Un accidente? ¿Qué tipo de accidente? —preguntó ya de manera más enérgica.
—Al parecer, explotó un fogón de la casa contigua al café; por desgracia, estaba pared con pared con la habitación en la que iba a realizarse la entrega, y nuestros hombres…
—…Han muerto. —Rashid se encargó de rematar la frase mientras el chico asentía sin osar levantar la mirada—. Que se encarguen de su entierro… ¿Y dónde está el fardo con las reliquias?
Ahora el chico ya no sabía dónde mirar, cómo ponerse o cómo decírselo. Rashid se levantó de un salto del banco en el que había estado sentado hasta ese momento, y se puso de pie. Le cogió la barbilla con una mano, le levantó la cara y, al mirarlo fijamente, pudo ver miedo en sus ojos.
Las pupilas oscuras de aquel chico no paraban de moverse de izquierda a derecha. Evitaba tener que enfrentarse directamente a la mirada desafiante de Rashid. Estaba aterrorizado y se había adueñado de él no ya el miedo, sino el pánico.