El asno de oro (19 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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—Tú, señora Carites, mi dulcísima esposa, ten buen esfuerzo, que todos estos tus enemigos te los daré presos y cautivos en las manos.

Y diciendo esto, no cesa de darles el vino, ya mezclado y algo tibio, con mayor instancia; de manera que ellos estaban ya lijados del vino y de la violencia y muchedumbre de él; él se abstenía de no beber, y por Dios que a mí me dio sospecha que les habría echado dentro de los cántaros del vino algunas hierbas para hacerles dormir; finalmente, que todos, sin que uno faltase, estaban sepultados en vino, y algunos de ellos aparejados para la muerte. Entonces, Lepolemo, sin ninguna dificultad y trabajo, puestos ellos en prisiones y atados en ellas como a él le pareció, puso encima de mí la doncella y enderezó el camino para su tierra, a la cual llegamos. Toda la ciudad salió a ver lo que mucho deseaban: salieron su padre y madre y parientes, cuñados, servidores, criados y esclavos, las caras llenas de gozo, que quien lo viera pudiera ver muy bien una gran fiesta de personas de todo linaje y edad: que, por Dios, era un espectáculo digno de gran memoria ver una doncella triunfante encima de un asno. Yo también, como hombre varón, porque no pareciese que era ajeno del presente placer, alzadas mis orejas e hinchadas las narices, rebuzné muy fuertemente, y aun puedo decir que canté con clamor alto y grande.

Capítulo III

Cómo, celebradas las bodas de la doncella, se pensó con gran consejo qué premio se daría a Lucio, asno, en recompensa de su libertad; donde cuenta grandes trabajos que padeció.

Después que la doncella entró en casa, los padres la recibieron y regalaban como mejor podían. Lepolemo tomome a mí con otra muchedumbre de asnos y acémilas de la ciudad y tornome para atrás, adonde yo iba de buena gana, porque tenía mucha gana y deseo de tornar a ver la prisión y cautividad de aquellos ladrones, a los cuales hallamos bien atados con el vino más que con cadenas; así que nosotros, cargados de oro y plata y otras cosas suyas, que nada les dejaron, tomaron a los ladrones atados como estaban, y a los unos envueltos los lanzaron de esos riscos abajo, otros degollados con sus espadas se los dejaron por allí. Con esta tal venganza, alegres y con mucho placer, nos tornamos a la ciudad, adonde pusieron todas aquellas riquezas en el tesoro y arca pública de ella; y la doncella diéronla a Lepolemo, su esposo, como era razón y derecho. Desde allí, la dueña, que ya era casada, me buscaba a mí y me nombraba como a su guardador, que le había librado de tanto peligro, y ese mismo día de las bodas me mandó henchir el pesebre de cebada y poner heno tan abundantemente que bastara para un camello. Cuántas maldiciones podría yo echar ahora a mi Fotis, que es merecedora de ellas y de la ira de los dioses, porque me tornó en asno y no en perro, porque veía por allí los perros hartos de aquellas reliquias y sobras de la boda y de la cena muy abundante. Después de pasada la primera noche de boda, la recién casada no se le olvidó, así cerca de sus padres como de su marido, de darme muchas gracias, rogando que le prometiesen de hacerme mucha honra; para lo que, llamados otros amigos de seso y edad, les preguntó qué consejo darían como pudiese remunerar tanto beneficio como de mí había recibido, y uno dijo que me tuviesen encerrado en casa sin que cosa alguna hiciese y me engordasen con cebada y habas y buena cama; pero venció a éste otro, que miró más a mi libertad, diciendo que me echasen al campo con las yeguas, y que allí, andando a mi placer, holgando entre ellas, daría a mis señores muchas mulas y buenas; así que llamaron al yegüerizo, habláronle muy largamente y con gran prefación de palabras entregáronme a él que me llevase; adonde, por cierto, yo iba muy alegre y gozoso, creyendo que ya había renunciado el trabajo y cargas que me solían echar; además de esto, me gozaba que me habían dado aquella libertad en principio del verano, cuando los prados estaban llenos de hierbas y flores, donde pensaba hallar algunas rosas, porque me subía un continuo pensamiento que, habiendo hecho tantas honras y dado tantas gracias a un asno, que tornándome en hombre humano, con muchos mayores y más beneficios me honrarían. Mas después que aquel yegüerizo me apartó y llevó lejos de la ciudad, ningunos placeres ni ninguna libertad yo tomé; porque luego su mujer, que era avarienta y muy mala hembra, me puso a moler en una tahona, y con un palo nudoso me castigaba de continuo, ganando con mi cuero para sí y para los suyos; y no solamente era contenta de fatigarme y trabajar por causa de su comer, pero matábame moliendo continuamente por dineros el trigo de sus vecinos, y por todos estos trabajos y fatigas no me daba a comer la cebada que habían señalado para mí, mezquino, la cual tostaba ella y me la hacía moler con mis continuas vueltas y la vendía a esos vecinos cercanos, y a mí, que andaba atento todo el día al continuo trabajo de la tahona, a la noche me ponía unos pocos de salvados sucios y por cernir, llenos de piedras, que no había quien los pudiese comer. Estando yo bien domado con tales penas y tribulaciones, la cruel Fortuna me trajo a otro nuevo tormento; conviene a saber: que como dicen yo me gloriase haber sufrido trabajos de loar, así en casa como fuera de ella, aquel buen pastor que tarde escuchó el mandado de su señor, plúgole ya de echarme a las yeguas; finalmente, desde que yo me vi asno libre, alegre y saltando con mis pasos blandos a mi placer, andaba escogiendo las yeguas que mejor me parecían, creyendo que habían de ser mis enamoradas. Pero aun aquí la alegre esperanza procedió a fin y salida mortal, porque los garañones, como estaban hartos y gruesos y muy terribles, por haber muchos días que andaban a pasto, eran cierto mucho más fuertes que ningún asno, y temiéndose de mí, guardando que no hiciese adulterio monstruoso con sus amigas, no guardando la amistad que Júpiter mandó tener con sus huéspedes, comenzaron a perseguir su ira con mucha furia y odio. El uno, alzados sus grandes pechos en alto, su cabeza alta y con las manos sobre mi cabeza, peleaba con sus uñas contra mí; el otro, con sus ancas redondas y gruesas volviéndolas hacia mí, me daba de pernadas; otro, amenazándome con sus malditos relinchos y bajadas las orejas y descubiertas las astas de los blancos dientes, me mordía todo. Así lo había yo leído en la historia del gran rey de Tracia, que daba a sus caballos los mezquinos de los huéspedes, que acogía para despedazarlos y comerlos. Tanto era aquel tirano escaso de la cebada, que con abundancia de cuerpos humanos ensuciaba la hambre de sus rabiosos caballos. De aquella misma manera yo era mordido y lacerado de los saltos y varios golpes de aquellos caballos; tanto, que pensábame sería mejor tornar a la tahona.

Mas la Fortuna, que no se hartaba de atormentarme, me instruyó y aparejó de nuevo otra mayor pestilencia y daño; la cual fue que me echaron a traer leña de un monte y entregáronme a un muchacho que me llevase y trajese, el más falso rapaz y maligno de todos los del mundo: que no me fatigaba tanto la áspera subida del monte muy alto, ni las piedras y riscos ásperos por donde pasando me quebrantaba las uñas, como los grandes y muchos golpes de las varadas que a menudo me daba, en tal manera, que dentro en el corazón me entraba el dolor de las heridas, y con el pie derecho siempre me daba tantos golpes, que hiriendo en un lugar, me desollaba el cuero y abierto un agujero de una llaga muy ancha, que más se puede decir hoyo y aun ventana grande. Y con todo esto no dejaba de siempre martillar en una misma llaga llena de sangre, y echábame tan gran carga de leña a cuestas, que quienquiera que la viera dijera bastaba más para un elefante que para un asno. Aquel falso rapaz, cada vez que la carga pesaba más a una parte, y se acostaba a un lado, en lugar de quitarme la leña de aquel cabo para que, quitado el peso, me quitase de aquella fatiga, o al menos pasar los leños de un lado al otro para igualar la carga, hacíalo al contrario, porque echaba muchas piedras a la otra parte. Y así curaba el mal y pena de mi carga. No contento con tan gran peso de cargas como me echaba, después de otras muchas fatigas y tribulaciones, como habíamos de pasar un río que acaso estaba en el camino, por no mojarse los pies, saltaba encima de mis ancas, y así pasaba cabalgando, y aunque él era pequeño, la sobrecarga que me echaba era de tan gran peso, que si acaso en el cieno resbaloso que estaba en la vera del río yo caía con la fatiga de la carga, el bueno del asnero, en lugar de ayudarme con la mano alzándome la cabeza con el cabestro y tirándome de la cola, o al menos quitarme alguna parte de la carga de encima hasta que me levantase, ninguna ayuda de éstas me hacía, aunque me veía cansado; antes, comenzando desde la cabeza, y aun de las orejas, con un palo bien pesado me daba tantos golpes que todo el cuero me desollaba, hasta tanto que con las heridas y palos que me daba me hacía levantar. Este mal rapaz pensó e hizo una travesura de esta manera: tomó un manojo de zarzas, con las espinas muy agudas y venenosas, las cuales, atadas, colgó y puso debajo de mi cola para atormentarme; de manera que, como yo comenzase a andar, conmovidas e incitadas me llegaban con sus púas y mortales aguijones.

Así que yo estaba puesto entre dos males: porque si quería huir corriendo, heríame muy más reciamente la fuerza de las espinas, y si me estaba quedo un poco, porque no me lastimasen las zarzas, dábame de varadas para hacerme correr; que cierto aquel maligno rapaz no parecía que pensaba en otra cosa sino cómo me matase y echase a perder, y así lo juraba, y algunas veces me amenazaba. Y cierto su detestable malicia le estimulaba para que hiciese otras peores cosas; porque un día, a causa que mi paciencia ya no podía sufrir su gran soberbia, dile un par de coces, por la cual causa él inventó contra mí un crimen y hazaña endiablada: cargome encima dos barcinas de tascos muy bien ligados con sus cuerdas, y así llevome por ese camino adelante, y llegado a una aldehuela, hurtó una brasa de fuego encendida y púsola en medio de la carga; el fuego, calentado y criado con el nutrimiento de los tascos, alzó grandes llamas, de manera que el ardor mortal me cubrió, que ni había remedio a tan gran mal ni parecía socorro alguno a mi salud; y como semejante peligro no sufre tardanza, antes pervierte todo buen consejo, la providencia de la fortuna resplandece a las veces muy alegre en los casos crueles y contrarios. No sé si lo hizo aquí por guardarme para otro mayor peligro; pero cierto ella me libró de la presente y cierta muerte. Acaso estaba un charquillo de agua turbia, que había llovido otro día antes, el cual, como yo vi, lanceme dentro en un salto, sin pensar otro peligro, y la llama fue luego apagada en tal manera, que yo fui vacío de la carga y escapé libre de la muerte; mas aquel maligno y temerario mozo tornó contra mí toda su malignidad que había hecho, diciendo y afirmando a todos los pastores que por ahí estaban que, pasando yo por los fuegos de los vecinos de aquella aldea, de mi propia gana, titubeando los pasos, había tomado aquel fuego, y aun haciendo burla de mí, añadía diciendo: «¿Hasta cuándo habemos de mantener de balde a este engendrador de fuego?»

Capítulo IV

En el cual Lucio cuenta grandes trabajos que padeció por causa de venir a poder y manos de un rapaz que en extremo le fatigó, hasta que una osa le despedazó en el monte.

No pasaron muchos días que me buscó otro mayor engaño. Vendió la carga de leña que yo traía en una casa de aquella aldea, y tornome vacío a casa, dando voces que no podía su fuerza bastar a mi maldad, y que él no quería más servicio en este miserable oficio, y las quejas que inventaba contra mí eran de esta manera:

—¿Vosotros veis este perezoso, tardón y grande asno? Además de otras maldades que cada día hace, ahora me fatiga con nuevos peligros: como ve por ese camino algún caminante, ahora sea mujer vieja, ahora moza doncella para casar, o muchacho de tierna edad, luego lanzada la carga en el suelo, y aun algunas veces la albarda y cuanto trae encima, con mucha furia corre como enamorado de personas humanas, y lanzados por aquel suelo prueba de hacer con ellos lo que es contra natura, y aun muérdelos con su boca sucia, que parece que los quiere besar; lo cual nos es causa de muchos litigios y cuestiones, y aun quizá algún día nos traerá mayor daño.

Que ahora halló en el camino una moza honesta y hermosa, y como la vio, lanzada por ese suelo la carga de leña que traía, arremetió a ella con ímpetu furioso, y el gentil enamorado derribó la mujer por el suelo, y allí, en presencia de todos, trabajaba por subir encima de ella; en tal manera, que si no fuera por los gritos y voces que dio y le acorrieron los que pasaban por el camino, quitándosela de entre medias de los brazos y piernas, cierto que él abriera y rompiera la mezquina de la moza, y ella sufriera la muerte y a nosotros nos dejara pena y malaventura.

Con estas mentiras, mezclando otras palabras que mucho atormentaban a mi vergonzoso callar, incitó cruel y fieramente los ánimos de los pastores para destrucción mía. Finalmente, que uno de ellos dijo:

—Pues que así es, ¿por qué no sacrificamos este marido público y adúltero común de todas y hacemos sacrificio de él, cual lo merecen aquellas sus bodas contra natura? Y tú, mozo, oye: mátalo luego y echa las entrañas y asadura a nuestros perros, y la otra carne guárdala para que coman los gañanes, porque polvoreada ceniza encima del cuero lo llevaremos a sus señores, y, finalmente, podemos mentir diciendo que lo mató un lobo. Cuando esto oyó aquel mortal enemigo y acusador mío estaba muy alegre por ser ejecutor de la sentencia de los pastores, y procurando siempre mi mal, recordándose de aquellas coces que le había dado, y a mí me dolía porque no lo había muerto, quitada toda tardanza comenzó luego a aguzar el cuchillo en una piedra. Entonces uno de la compañía de aquellos labradores dijo:

—Grande mal es que matemos de esta manera un asno tan hermoso como éste, y que por lujuria o amores él sea acusado y carezcamos de su obra y servicio tan necesario; cuanto más que quitándole los compañones nunca más será celoso ni se alzará para hacer mala cosa, a nosotros quitaremos de peligro y él se hará muy más hermoso y grueso. Porque yo he visto muchos, no solamente de estos asnos perezosos, mas caballos muy fieros, que eran celosos en gran manera, y por aquella causa bravos y crueles, y haciéndoles este remedio de castrarlos se tornaban muy mansos, sin ninguna furia, y por esto no eran menos hábiles para traer la carga y hacer todo lo otro que era menester. Si todo esto que os digo creéis y os parece bien, de aquí un poco de rato yo he acordado de ir a este mercado que aquí cerca se hace, y tomadas de casa las herramientas que son menester para hacer esta cura, tornaré a vosotros muy presto, y castrado este enamorado cruel y bravo, yo lo entiendo tornar más manso que un cordero.

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