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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (21 page)

BOOK: El barón rampante
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Se contaban muchas cosas, y qué habría de cierto no lo sé: en aquella época él sobre estas cosas era reservado y púdico; de viejo, en cambio, contaba y contaba, incluso demasiado, pero las más de las veces historias que no cabían ni en el cielo ni en la tierra y que no entendía ni él. El caso es que en esa época comenzó la costumbre de que cuando una muchacha quedaba encinta y no se sabía quién había sido, resultaba cómodo echarle a él la culpa. Una chica una vez contó que estaba recogiendo aceitunas y se sintió levantar por dos brazos largos como los de un mono... Al cabo de poco descargó dos mellizos. Ombrosa se llenó de bastardos del barón, fueran verdaderos o falsos. Ahora han crecido y alguno es cierto que se le parece: pero podría ser también sugestión, porque las mujeres embarazadas al ver a Cósimo saltar de repente de una rama a otra a veces se quedaban turbadas.

Pero, vaya, en general en estas historias contadas para explicar los partos, yo no creo. No sé si tuvo tantas mujeres como dicen, pero es verdad que las que lo habían conocido preferían estar calladas.

Y además, si tenía a tantas mujeres detrás, no se explicarían las noches de luna en que él daba vueltas como un gato, por las higueras, los ciruelos, los granados, en torno al pueblo, en esa zona de huertos que domina el círculo exterior de las casas de Ombrosa, y se lamentaba, lanzaba una especie de suspiros, o bostezos, o gemidos, que por mucho que él quisiera contenerlos, convertirlos en manifestaciones tolerables, corrientes, le salían en cambio de la garganta como aullidos o maullidos. Y los ombrosenses, que ya lo sabían, sorprendidos en el sueño ni siquiera se asustaban, daban vueltas en las sábanas y decían:

—Es el barón que busca hembra. Esperemos que la encuentre y nos deje dormir.

A veces, algún viejo de los que sufren de insomnio y van de buena gana a la ventana si oyen un ruido, se asomaba a mirar a la huerta y veía su sombra entre la de las ramas de la higuera, proyectada en el suelo por la luna.

—¿No conseguís coger el sueño esta noche, señoría?

—No, hace mucho que doy vueltas y sigo despierto —decía Cósimo, como si hablara desde la cama, con el rostro hundido en la almohada, no esperando más que sentirse bajar los párpados, cuando en cambio estaba allí colgado como un acróbata—. No sé qué pasa esta noche, un calor, unos nervios: quizá va a cambiar el tiempo, ¿no os parece?

—Sí, me lo parece... Pero yo soy viejo, Señoría, a vos en cambio os bulle la sangre...

—Pues sí, bullir sí que bulle...

—Bueno, a ver si os bulle un poco más lejos de aquí, señor barón, que total aquí no hay nada que pueda aliviaros: sólo pobres familias que se despiertan al amanecer y que ahora quieren dormir...

Cósimo no contestaba, se alejaba hacia otros huertos. Siempre supo mantenerse en los justos límites y por otra parte los ombrosenses siempre supieron tolerar estas rarezas suyas; en parte porque seguía siendo el barón, y en parte porque era un barón distinto de los otros.

Algunas veces, estas notas propias de fiera que le salían del pecho encontraban otras ventanas, más curiosas, que las escuchaban; bastaba la señal del encenderse de una vela, de un murmullo de risas aterciopeladas, de palabras femeninas entre la luz y la sombra que no se llegaban a entender, pero que sin duda eran de burla, o de parodia, o que fingían llamarlo, y ya era algo de verdad, ya era amor, para aquel desvalido que saltaba por las ramas como un verderón.

Ahora una más atrevida se asomaba a la ventana como para ver qué ocurría, todavía caliente de la cama, el pecho descubierto, los cabellos sueltos, la risa blanca entre los fuertes labios abiertos, y se desarrollaban estos diálogos.

—¿Quién es? ¿Un gato?

—Es hombre, es hombre.

—¿Un hombre que maúlla?

—Ah, suspiro.

—¿Por qué? ¿Qué te falta?

—Me falta lo que tienes tú.

—¿El qué?

—Ven aquí y te lo digo...

Nunca tuvo desplantes de los hombres, o venganzas, señal —me parece— de que no constituía un gran peligro. Sólo una vez, misteriosamente, fue herido. Se difundió la noticia una mañana. El cirujano de Ombrosa tuvo que trepar al nogal donde él estaba quejándose. Tenía una pierna llena de perdigones de fusil, de los pequeños, para gorriones: hubo que sacárselos uno por uno con las pinzas. Le hizo daño, pero pronto se curó. Nunca se supo exactamente cómo había ocurrido; él dijo que se le había escapado un tiro inadvertidamente, saltando de una rama.

Convaleciente, inmóvil en el nogal, profundizaba en sus estudios más serios. Comenzó en esa época a escribir un
Proyecto de Constitución de un Estado ideal fundado sobre los árboles,
en el que describía la imaginaria República de Arbórea, habitada por hombres justos.

Lo comenzó como un tratado sobre las leyes y los gobiernos, pero al escribir su inclinación de inventor de historias complicadas fue despertándose y salió un borrador de aventuras, duelos e historias eróticas, insertas, estas últimas, en un capítulo sobre el derecho matrimonial. El epílogo del libro habría debido ser éste: el autor, habiendo fundado el Estado perfecto en lo alto de los árboles y convencido a toda la humanidad de que se estableciera en ellos y viviera feliz, bajaba a habitar en la tierra, que se había quedado desierta. Habría debido ser, pero la obra quedó inacabada. Le mandó un resumen a Diderot, firmando simplemente:
Cósimo Rondó, lector de la Enciclopedia.
Diderot se lo agradeció con una breve carta.

XX

De esa época no puedo decir gran cosa, porque se remonta a entonces mi primer viaje por Europa. Había cumplido los veintiún años y podía gozar del patrimonio familiar como mejor me agradara, porque a mi hermano le bastaba poco, y no mucho más necesitaba nuestra madre, que, pobrecita, había ido envejeciendo mucho en los últimos años. Mi hermano quería firmarme un documento de usufructuario de todos los bienes, con tal de que le pasase una renta mensual, le pagase los impuestos y tuviese un poco en orden los negocios. No tenía más que tomar la dirección de las posesiones, escoger una esposa, y ya veía ante mí aquella vida ordenada y pacífica que a pesar de las grandes convulsiones del cambio de siglo conseguí vivir realmente.

Pero, antes de empezar, me concedí un período de viajes. Fui incluso a París, a tiempo para ver la triunfal acogida tributada a Voltaire, que regresaba después de muchos años para la representación de una tragedia suya. Pero éstas no son las memorias de mi vida, que no merecerían desde luego ser escritas; quería decir únicamente cómo me sorprendió en todo este viaje la fama que se había difundido del hombre rampante de Ombrosa, hasta en las naciones extranjeras. Incluso vi en un almanaque una figura con el escrito debajo:
«L'homme sauvage d'Ombreuse (Rép. Génoise). Vit seulement sur les arbres.»
Lo habían representado como un ser todo recubierto de vello, con una larga barba y una larga cola, y comía una langosta. Esta figura estaba en el capítulo de los monstruos, entre el Hermafrodita y la Sirena.

Frente a fantasías de este género, yo, normalmente me guardaba mucho de revelar que el hombre salvaje era mi hermano. Pero lo proclamé muy alto cuando en París fui invitado a una recepción en honor a Voltaire. El viejo filósofo estaba en su butaca, mimado por un tropel de madamas, alegre como unas pascuas y malicioso como un puercoespín. Cuando supo que venía de Ombrosa, me dirigió la palabra:

—C'est chez vous, mon cher Chevalier, qu'il y a ce fameux philosophe qui vit sur les arbres comme un singe?

Y yo, halagado, no pude contenerme de contestarle :

—C'est mon frère, monsieur, le barón de Rondeau.

Voltaire se sorprendió mucho, quizá también porque el hermano de aquel fenómeno parecía persona muy normal, y se puso a hacerme preguntas, como:

—Mais c'est pour approcher du ciel, que votre frère reste là-haut?

—Mi hermano sostiene —respondí—, que quien quiere mirar bien la tierra debe mantenerse a la distancia necesaria —y Voltaire apreció mucho la respuesta.


Jadis, c'était seulement la Nature qui créait des phénomènes vivants
—concluyó—;
maintenant c'est la Raison. —
Y el viejo sabio se volvió a zambullir en el parloteo de sus mojigatas teístas.

Pronto tuve que interrumpir el viaje y regresar a Ombrosa, reclamado por un despacho urgente. El asma de nuestra madre se había agravado repentinamente y la pobrecilla ya no se levantaba de la cama.

Cuando crucé la verja y alcé los ojos hacia nuestra villa estaba seguro de que lo vería allí. Cósimo estaba encaramado a una rama alta de morera, muy cerca del antepecho de nuestra madre. «¡Cósimo!», lo llamé, pero con voz apagada. Me hizo un gesto que quería decir al mismo tiempo que mamá estaba un poco aliviada, aunque continuaba grave, y que subiese pero sin hacer ruido.

La habitación estaba en penumbra. Mamá, en la cama con una pila de almohadones que le mantenían la espalda alzada parecía más grande de lo que nunca la habíamos visto. A su alrededor había algunas mujeres de casa. Battista todavía no había llegado, porque el conde su marido, que debía acompañarla, había sido retenido por la vendimia. En la sombra del cuarto se destacaba la ventana abierta que enmarcaba a Cósimo quieto sobre la rama del árbol.

Me incliné a besar la mano de nuestra madre. Me reconoció enseguida y me puso la mano en la cabeza.

—Oh, has llegado, Biagio...

Hablaba con un hilo de voz, cuando el asma no le oprimía demasiado el pecho, pero con normalidad y buen sentido. Pero lo que me impresionó fue el oírla dirigirse indiferentemente a mí y a Cósimo, como si estuviese también él en la cabecera. Y Cósimo desde el árbol le respondía.

—¿Hace mucho que he tomado la medicina, Cósimo?

—No, sólo hace unos minutos, mamá, esperad para volverla a tomar, que ahora no os puede hacer bien.

En cierto momento ella dijo:

—Cósimo, dame un gajo de naranja —y me quedé muy extrañado. Pero aún me sorprendí más cuando vi que Cósimo alargaba hasta la habitación, a través de la ventana, una especie de arpón de barca y con él cogía un gajo de naranja de una consola y lo colocaba en la mano de nuestra madre.

Noté que para todas estas pequeñas cosas ella prefería dirigirse a él.

—Cósimo, dame el chal.

Y él con el arpón buscaba entre la ropa arrojada en la butaca, levantaba el chal, se lo entregaba.

—Aquí lo tienes, mamá.

—Gracias, hijo mío.

Siempre le hablaba como si estuviera a un paso de distancia, pero noté que nunca le pedía cosas que él no consiguiese hacer desde el árbol. En esos casos nos lo pedía a mí o a las mujeres.

Por la noche no se adormilaba. Cósimo se quedaba velándola en el árbol, con una linterna colgada de la rama, para que lo viese también en la oscuridad.

La mañana era el peor momento para el asma. El único remedio era tratar de distraerla, y Cósimo con un silbato tocaba cancioncillas, o imitaba el canto de los pájaros, o atrapaba mariposas y luego las hacía volar en la habitación, o desplegaba guirnaldas de flores de glicina.

Hubo un día de sol. Cósimo con una escudilla se puso a hacer pompas de jabón sobre el árbol, y las soplaba por la ventana, hacia la cama de la enferma. Mamá veía aquellos colores del iris volar y llenar el cuarto y decía: «¡Oh, qué juegos os traéis!», y parecía cuando éramos niños y desaprobaba siempre nuestras diversiones por demasiado fútiles e infantiles. Pero ahora, quizá por primera vez, disfrutaba con un juego nuestro. Las pompas de jabón le llegaban hasta la cara y ella, con el aliento, las hacía estallar y sonreía. Una pompa se posó en sus labios y quedó intacta. Nos inclinamos sobre ella. Cósimo dejó caer la escudilla. Estaba muerta.

A los lutos suceden tarde o temprano acontecimientos agradables, es ley de vida. Un año después de la muerte de nuestra madre me prometí con una muchacha de la nobleza de los alrededores. Me costó mucho trabajo que mi novia se hiciese a la idea de venir a vivir a Ombrosa: tenía miedo de mi hermano. Que hubiese un hombre que se movía entre las hojas, que espiaba todos los movimientos de las ventanas, que aparecía cuando menos se le esperaba, la llenaba de terror, debido también a que nunca había visto a Cósimo y se lo imaginaba como una especie de indio. Para quitarle de la cabeza este miedo organicé una comida al aire libre, bajo los árboles, a la que también Cósimo estaba invitado. Cósimo comía sobre nosotros, en un haya, con los platos sobre una mesita, y debo decir que aunque de comer en sociedad ya estaba desacostumbrado se comportó muy bien. Mi novia se tranquilizó un poco, y se dio cuenta de que aparte de que vivía sobre los árboles era un hombre completamente igual a los demás; pero le quedó una invencible desconfianza.

E incluso cuando, ya casados, nos establecimos juntos en la villa de Ombrosa, evitaba cuanto podía no sólo la conversación, sino también la visita del cuñado, aunque el pobre le llevase de vez en cuando ramos de flores o pieles valiosas. Cuando empezaron a nacernos hijos y después a crecer, se le metió en la cabeza que la proximidad del tío podía tener una mala influencia sobre su educación. No estuvo contenta hasta que no hicimos acomodar el castillo de nuestro viejo feudo de Rondó, deshabitado desde hacía tiempo, y empezamos a vivir allí más que en Ombrosa, para que los niños no siguieran malos ejemplos.

También Cósimo empezaba a darse cuenta del tiempo que transcurría, y la señal era el pachón Óptimo Máximo que se estaba haciendo viejo y ya no tenía ganas de unirse a las jaurías de lebreles que iban detrás de los zorros ni intentaba ya absurdos amores con perras alanas o mastines. Estaba siempre tumbado como si para la poquísima distancia que separaba su barriga del suelo cuando estaba de pie, no valiese la pena de mantenerse erguido. Y tendido allí cuan largo era, de la cola al hocico, a los pies del árbol donde estaba Cósimo, alzaba una mirada cansada hacia el amo y apenas meneaba la cola. Cósimo estaba descontento: la sensación del paso del tiempo le comunicaba una especie de insatisfacción por su vida, por su ir y venir siempre entre aquellos cuatro palos. Y ya nada lo contentaba plenamente, ni la caza, ni los amores fugaces, ni los libros. Ni siquiera sabía lo que quería: presa de sus furias, trepaba rapidísimo a las copas más tiernas y frágiles, como si buscara otros árboles que crecieran en la cima de los árboles para subir también a ellos.

Un día Óptimo Máximo estaba inquieto. Parecía que olfatease un viento de primavera. Levantaba el hocico, olisqueaba, volvía a tirarse al suelo. Dos o tres veces se alzó, se movió por allí, se volvió a tumbar. De repente empezó a correr. Trotaba despacio, ahora, y de vez en cuando se detenía para recobrar el aliento. Cósimo por las ramas lo siguió.

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