El caballero Galen (19 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero Galen
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Si ése era el hombre que buscaba, el hermano del que tenía los ópalos...

Desde luego se parecía al que reflejaban las piedras: la fluctuante imagen del clérigo en el improvisado campamento, allá en lo alto de las montañas, entre la nieve. Sin embargo, resultaba demasiado fácil.

—¿Brithelm? —inquirió Firebrand con voz tranquila, repitiendo un nombre que había oído mientras llevaba la corona.

La venda fue retirada de los ojos del hombre pelirrojo, que parpadeó desconcertado al mirar a su alrededor.

—¡Cielos! —exclamó, y seguidamente fijó la vista en la catarata de roca donde Firebrand se hallaba sentado luciendo la corona de plata.

»
No es así como me figuraba la vida futura —musitó el hombre, para asombro de sus aprehensores—. Siempre creí que sería menos tenebrosa, un poco más verde... Pero, al menos, Gileandos estaba totalmente equivocado, ¡y eso resulta muy, muy grato!

Brithelm dirigió una sonrisa bobalicona a los que-tana que lo rodeaban. Varios de los más añosos se apartaron de él, haciendo un signo protector contra la locura. Brithelm se acercó entonces al más próximo de los guerreros y extendió la mano con aquel antiguo gesto solámnico de buena voluntad que Firebrand había aprendido a despreciar a lo largo de los siglos.

—Soy Brithelm Pathwarden —anunció—. Supongo que, dado que permaneceremos aquí durante eones y más, debiéramos ser amigos...

11

El namer atizó el fuego, cuyas chispas iluminaron los riscos circundantes y las arrugas y los verdes ojos de un rostro cercano. Lentamente tomó otro cordón metálico de la curtida mano.

—En las Tierras Luminosas —murmuró el namer—, el joven caballero no había previsto otros encuentros.

* * *

Viajamos gran parte de la tarde, serpenteando hacia el norte por accidentados senderos y rodeando puertos obstruidos por la rocalla. Era un terreno que yo habría creído intransitable.

Nuestro destino seguía siendo el campamento de Brithelm, un poco más allá del lugar que recordaba de mi anterior visita. Porque, según Shardos, mi etéreo hermano se había instalado a menos de un kilómetro y medio de la abertura por la que esos Hombres de las Llanuras nocturnos solían salir a la superficie en raras ocasiones. ¡Allá él, si se metía en tales atolladeros! Por desgracia, todo parecía indicar que, en esta ocasión, la suerte del tonto no lo había hecho apartarse del peligro.

Nos encaminamos a esa entrada, conducidos por un ciego. Yo no tuve tiempo de hacer una pausa para reírme de tales ironías, ya que mi hermano Brithelm se encontraba en peligro bajo tierra, no lejos de nosotros, y... ¿quién sabía lo que le esperaba en los próximos días, si yo no actuaba con rapidez y resolución?

Avanzábamos en forma de columna, con el pequeño y observador Oliver a la cabeza. Llevaba éste de las riendas al robusto aunque menudo caballo de carga, de pelaje a manchas, en el que habíamos sentado al viejo juglar. Y, si bien el joven escudero guiaba al bruto, iba más atento a la posible aparición de enemigos que a la dirección que debíamos tomar, ya que nos dejábamos orientar por el inexplicable sentido de Shardos, por el olor de la vegetación y por la silenciosa presión que el viejo sentía en los oídos cuando el paisaje cambiaba y subía o bajaba a nuestro alrededor.

Birgis
correteaba contento por entre las patas de nuestras inquietas monturas, pensando sin duda en ardillas y en aprovechar al máximo sus momentos de libertad. Efectivamente, el perro se perdió de vista en diversas ocasiones, y fue entonces cuando, por vez primera, resultó útil el silbato que Brithelm me había dado, porque hacía volver al animal a toda prisa, siempre arrastrando una vara o un hueso, o cualquier otra cosa que hubiese satisfecho sus ansias hurgadoras.

Observé su alegría y me dije, con asombro, que hasta las cosas más extrañas y aparentemente inútiles —silbatos, por ejemplo, y desde luego unos ópalos— revelaban su importancia si uno las conservaba durante suficiente tiempo. Quizá yo acabara por sentir lo mismo respecto de Shardos y su perro.

Detrás del desigual trío —Shardos, Oliver y
Birgis—
íbamos los demás. Nuestro camino había llegado a ese momento en que la aventura acaba, la excitación inicial se desvanece para convertirse en temor y sólo queda el deseo de adelantar lo máximo posible. Dannelle se quejaba como si cargase con todas nuestras pertenencias, caballos incluidos. Era evidente que no tenía espíritu de soldado, como pronto comprobamos para nuestra preocupación y contrariedad.

Cuando el sendero se introdujo en una zona por la que sentían predilección los trolls y los bandidos, mis compañeros de viaje empezaron a cansarse de que yo llevara el timón del asunto.

Y, como si todo no resultara ya suficientemente ominoso, Oliver descubrió en la distancia a unos individuos que, en sentido paralelo al nuestro, andaban hacia el norte por las encharcadas tierras bajas.

Al principio no creímos que nos siguiesen.

Por lo menos, tales pensamientos no ocupaban a Shardos o a Ramiro, y, dado que es una mala costumbre solámnica la de que los caballeros raras veces consulten algo con sus escuderos o con una mujer, nadie sabía lo que Dannelle y Oliver pudiesen pensar, ni se preocupaba por ello.

En consecuencia, cuando a cosa de un kilómetro y medio al este vimos cómo los Hombres de las Llanuras avanzaban por el borde de las colinas metidos en el agua hasta los tobillos, casi todos nos alarmamos. Nuestras experiencias con ellos no habían sido buenas últimamente.

Al menos nos triplicaban en número, y se movían como espectros o fantasmas, deslizándose suavemente por el agreste e inhóspito paisaje.

—¿Cómo mantienen esa velocidad, Ramiro? —pregunté.

—¿A qué...? ¡Ah, los Hombres de las Llanuras! ¿Dónde diablos están ahora?

El hombretón miró hacia atrás y hacia la derecha con ojos entrecerrados.

—No por ahí. Avanzan paralelamente a nosotros, Ramiro.

El caballero se inclinó en su silla, y el animal protestó y se tambaleó un poco antes de recobrar el equilibrio.

—¡Por todos los dioses! Tenéis razón. ¡No me gusta nada eso, Galen!

Como era de esperar, Ramiro ya estaba dispuesto a arremeter furioso contra ellos, pese a la desigualdad de fuerzas. Había desenvainado la espada y alzado su escudo, desafiante, y, de no apoyar Shardos su hábil y vieja mano en las riendas del semental, habría salido disparado en dirección a los Hombres de las Llanuras.

—Mirad hacia el sur de ellos, hijo —susurró el juglar—, y luego considerad la... aritmética de toda esta aventura.

Aunque éramos nosotros los que veíamos —y no nos habíamos dado cuenta de nada—, el anciano estaba en lo cierto: otra docena de Hombres de las Llanuras se apresuraba a reunirse con los primeros.

Su número enfrió hasta el ardor más solámnico. Ramiro guardó su espada y, en su lugar, sacó un pedazo de queso que mordisqueó nervioso mientras reanudábamos el camino.

Tal como habíamos supuesto, los Hombres de las Llanuras montaron su campamento cuando lo hicimos nosotros. Desde nuestra ventajosa situación podíamos vigilar a aquellas figuras oscuras y altas, ocupadas ahora en encender un fuego. Fue Shardos quien sugirió que estableciéramos contacto para ver quiénes eran y qué querían.

Ramiro estaba cansado de la monotonía de tanto cabalgar y esperar, por lo que había buscado consuelo en la botella de vino. Un hombre de su corpulencia necesitaba gran cantidad de bebida para estar lleno, como dicen en Kalaman. No obstante, cuando el juglar sugirió entablar negociaciones, él ya recordaba algunos cantares y, en el momento en que nuestros fuegos ardían confortadores, se había puesto beligerante y se creía invulnerable. Alcanzando el grado máximo de fanfarronería, echó una significativa mirada de soslayo a Dannelle y se ofreció para actuar como nuestro embajador de paz.

—O como algo peor —añadió ominoso—, si las cosas van mal.

—Yo no estoy seguro de que eso sea prudente, sir Ramiro —objeté con cautela—. Sois... un miembro demasiado valioso de este grupo, para que os perdamos si esa gente..., y recordad que los Hombres de las Llanuras son numerosos..., si esa gente decidiera atacaros.

—En tal caso, vos vendréis conmigo —dispuso Ramiro con gran optimismo.

Pero de pronto se acordó de las órdenes dadas por Bayard desde su lecho de enfermo, y cambió de tono, al mismo tiempo que se inclinaba cómicamente en su silla mientras el caballo gruñía y hacía rodar los ojos.

—Es decir, si tal gestión es de vuestro agrado, sir Galen... —añadió.

Pues bien: no lo era. Yo había visto suficientes Hombres de las Llanuras en la última semana, para no querer tener nada que ver con ellos durante varios años de caballería, por muchos viajes que me tocara realizar. Sin embargo, debía reconocer que yo mismo me había arrinconado respecto del mando. Y ahora no podía dar marcha atrás sin decirles a todos, a Ramiro, a Shardos y a los demás, especialmente a Dannelle, que la amenaza de los Hombres de las Llanuras resultaba un poco excesiva para mi gusto.

Me eché hacia atrás en la silla, hasta quedar casi sentado en las ancas de
Lily,
como si con ello pudiera escapar a lo que de cualquier modo tendría que hacer.

—Esos Hombres de las Llanuras sólo caminan de día —señaló Shardos en tono tranquilo—. No son como los que se llevaron a vuestro hermano Brithelm o... como los que mataron a vuestro otro hermano, Alfric.

—¿Y cómo sabéis eso, abuelo? —inquirió Ramiro con gélida sonrisa.

—Por su olor, joven —replicó Shardos sin perder la calma—. ¿No notáis que lo trae el viento del este? Apuesto algo a que los caballos sí que se han dado cuenta.

Yo miré con detención al viejo, que ladeó la cabeza como un enorme buho y aguzó el oído para percibir lo que sucedía en las tierras bajas. ¿Realmente sabía lo que afirmaba saber? Desde luego, yo ya había oído decir que los demás sentidos de un ciego se intensificaban.

Si Shardos tenía razón y esos Hombres de las Llanuras eran diferentes, podría aprender algo. Como aseguraba Ramiro, la mayoría de los Hombres de las Llanuras no solían ser peligrosos para nosotros, y yo ansiaba averiguar qué motivo había traído tan al norte a esos hombres, y por qué nos seguían desde las llanuras. Si realmente era gente amistosa, al menos yo podría volver a dormir en paz por la noche.

Si no lo era..., probablemente acabaría con nosotros, de una forma u otra, cuando se cerrase la noche. Porque un encuentro en esas circunstancias, en un terreno elegido por ellos y... con compañeros como Ramiro, tenía que resultar desastroso.

—¿Habláis su lengua, Shardos? —pregunté.

—¿Cómo decís?

—¿Habláis la lengua de los Hombres de las Llanuras?

—¡Ay, muchacho! Eso es mucho pedir, porque los Hombres de las Llanuras son muchos y diversos. Hay los que-shu, los que-teh... Y todos tienen lo que vos llamáis dialectos.

—Pero ha de existir una lengua base... De otro modo, los de una tribu no podrían entenderse con los de otra, y...

—Existe, sí —me interrumpió Shardos con un movimiento de la mano—. Y yo la hablo de modo pasadero.

—Entiendo. Pues bien, Ramiro... Si no hay otra solución, debemos actuar como propone el guía de nuestro grupo, y su propuesta es la siguiente: vos permanecéis en las colinas con Dannelle y Oliver mientras Shardon y yo bajamos a dialogar con los Hombres de las Llanuras.

—Si eso es lo que decidís, sir Galen... —contestó Ramiro, sin duda con alivio por haber salido del apuro, pero sintiendo, al mismo tiempo, no poder alardear delante de la encantadora Dannelle Di Caela.

Cuando dejamos el camino en busca de un atajo apropiado para bajar, valió la pena ver la cara de preocupación que ponía. Valía la pena, sí, aunque no hasta el punto de tener que dar la vida. Yo temblaba en mi interior cuando entregué a Oliver las riendas del poni de Shardos y emprendí el descenso hacia los fuegos que llameaban al este.

* * *

Uno de los Hombres de las Llanuras que teníamos delante —un joven que no tenía ni mi edad— nos observó desde que nos separamos de nuestros compañeros. Lo vi agachado en un montón de rocas, a mayor altura que sus congéneres pero aún a gran distancia y en lugar mucho más bajo que el nuestro. Iba en taparrabo y no llevaba más arma que una honda. Cuando nos acercamos, saltó a terreno abierto y quedó rodeado de zarzas y heléchos de caídas frondas. No parecía importarle que lo viésemos.

Shardos hizo un gesto afirmativo y señaló al muchacho y las rocas.

—¿Cómo lo sabéis? —pregunté.

—Noto su aliento en el viento del este —explicó el juglar, que no apartaba los ojos de la llanura.

Eso me produjo desazón, como si en su ciego mundo de aguzados sentidos y de conjeturas, Shardos fuera capaz de penetrar en mí y descubrir mis sueños.

El Hombre de las Llanuras seguía vigilándonos tranquilamente desde su puesto avanzado cuando pasamos por su lado en nuestro incierto camino hacia sus compañeros.

Pensé en Alfric y me pregunté si el muchacho y los suyos adoptarían una postura pacífica.

—Vos ejercéis el mando, Galen —murmuró Shardos detrás de mí—. El mando que consolidasteis cuando Ramiro puso objeciones a vuestra forma de ver las cosas, y de vos depende ahora todo. Desde este momento, vos sois el único estratega, el táctico. Yo sólo intervendré si nos lleváis al borde de una degollina, cosa que, naturalmente, no querréis hacer.

Y me dedicó una amplia sonrisa.

—Desde este momento —repitió—, ¡vuestra es la voz de mando, sir Galen Pathwarden Brightblade!

* * *

El más alto de los Hombres de las Llanuras era mi homólogo. Era evidente que se trataba del portavoz de la tribu. Los demás se reunieron de manera espontánea detrás de él, cada cual con su arma, aunque con la punta de las lanzas hacia abajo, los arcos sin empulgar y las hondas descargadas.

No obstante, yo no esperaba una larga conversación.

Cuando detuvimos nuestras monturas frente a él, el alto Hombre de las Llanuras dejó sus armas e indicó un lugar seco entre las rocas circundantes.

—Desmontad, comandante —me susurró Shardos—. Para ellos es un insulto que actuemos como centauros.

—¿Cómo centauros?

—Sí, que les hablemos desde nuestros caballos mientras ellos están de pie en el suelo.

—¡No lo entiendo, Shardos! —exclamé, fuera de mis casillas, mirándolo por encima de las ancas de
Lily—
. ¿Cómo veis cualquier gesto silencioso, si no tenéis ojos?

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