El Camino de las Sombras (3 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
2.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

El hombre que tenía delante era el duque Regnus de Gyre. El sillón de orejas crujió cuando desplazó su peso. Se trataba de un hombretón enorme, alto además de fornido, pero en su corpachón había poca grasa. Descansó los dedos cubiertos de anillos en el abdomen.

«Por los Ángeles de la Noche. Podría matarlos a los dos y acabar de un plumazo con las preocupaciones de los Nueve.»

—¿Nos estamos engañando a nosotros mismos, Brant? —preguntó el duque de Gyre.

El general no respondió de inmediato.

—Mi señor...

—No, Brant, necesito tu opinión como amigo, no como vasallo.

Durzo se acercó un poco más. Desenfundó los cuchillos arrojadizos poco a poco, con cuidado de no tocar los filos envenenados.

—Si no hacemos nada —dijo el general—, Aleine de Gunder será rey. Es un hombre débil, ruin e impío. El Sa'kagé ya es dueño de las Madrigueras; con Aleine en el trono, las patrullas no saldrán ni siquiera de las calles principales, y vos sabéis tan bien como yo que las cosas solo irán a peor. Los Juegos Mortales afianzaron al Sa'kagé. Aleine no tiene ni voluntad ni inclinación para plantarles cara ahora, cuando todavía estamos a tiempo de erradicarlos. Así pues, ¿nos engañamos al creer que vos seríais un rey mejor? Ni por asomo. Y el trono os corresponde por derecho.

Blint casi sonrió. Los señores del hampa, los Nueve del Sa'kagé, estaban de acuerdo palabra por palabra... motivo por el cual Blint debía encargarse de que Regnus de Gyre jamás llegara a rey.

—¿Y tácticamente? ¿Podríamos hacerlo?

—Con un mínimo derramamiento de sangre. El duque Wesseros está fuera del país. Mi propio regimiento se encuentra en la ciudad. Los hombres creen en vos, mi señor. Necesitamos un rey fuerte. Un buen rey. Os necesitamos, Regnus.

El duque de Gyre se miró las manos.

—¿Y la familia de Aleine? ¿Formarían parte de ese «mínimo derramamiento de sangre»?

El general bajó la voz.

—¿Queréis la verdad? Sí. Aunque no lo ordenásemos, alguno de vuestros hombres los matará para protegeros, aunque le supusiera la horca. Hasta ese punto creen en vos.

El duque de Gyre respiró hondo.

—Entonces, la cuestión es: ¿el bien futuro de muchos compensa el asesinato de unos pocos ahora?

«¿Cuánto hace que yo no tengo esos escrúpulos?» Durzo contuvo a duras penas el arrollador impulso de lanzar los cuchillos.

Lo repentino de su furia lo sorprendió. «¿A qué ha venido esto?»

Era Regnus. Ese hombre le recordaba a otro rey al que había servido antaño. Un rey digno de ese nombre.

—La respuesta está en vuestras manos, mi señor —dijo el general Agón—. De todos modos, si me permitís una pregunta, ¿de verdad se trata de una cuestión filosófica?

—¿Qué quieres decir?

—Todavía amáis a Nalia, ¿no es así?

Nalia era la esposa de Aleine de Gunder. Regnus tenía el gesto afligido.

—Estuvimos prometidos durante diez años, Brant. Ella fue mi primer amor, y yo el suyo.

—Mi señor, lo siento —se disculpó el general—. No es de mi...

—No, Brant. Nunca hablo del tema. Permíteme seguir así mientras decido si seré un hombre o un rey. —Respiró hondo—. Han pasado quince años desde que el padre de Nalia rompió nuestro compromiso y la casó con ese perro de Aleine. Debería haberlo superado. Y lo he superado, salvo cuando tengo que verla con sus hijos e imaginármela compartiendo cama con Aleine de Gunder. La única alegría que me ha dado mi matrimonio es mi hijo Logan, y me cuesta creer que el suyo haya sido mejor.

—Mi señor, dada la naturaleza involuntaria de ambos esponsales, ¿no sería posible divorciaros de Catrinna y casaros con...?

—No. —Regnus meneó la cabeza—. Si los hijos de la reina sobreviven, siempre serán una amenaza para mi hijo, tanto si los destierro como si los adopto. El mayor de Nalia tiene catorce años: demasiados para olvidar que estaba destinado al trono.

—La razón está de vuestra parte, mi señor. ¿Quién sabe si no hallaréis soluciones imprevistas a esos problemas una vez estéis sentado en el trono?

Regnus asintió con gesto apenado, consciente a todas luces de tener millares de vidas en sus manos, desconocedor de que entre ellas estaba la suya propia. «Si trama una rebelión, lo mato ahora mismo, lo juro por los Ángeles de la Noche. Ahora solo sirvo al Sa'kagé. Y a mí mismo. Siempre a mí mismo.»

—Que me perdonen las generaciones que están por nacer —dijo Regnus de Gyre, con lágrimas en los ojos—, pero no cometeré asesinatos por algo que podría suceder o no, Brant. No puedo hacerlo. Juraré mi lealtad.

El ejecutor enfundó de nuevo sus dagas, sin hacer caso de los sentimientos aparejados de alivio y desesperación que lo embargaron.

«Es esa maldita mujer. Me ha echado a perder. Lo ha echado todo a perder.»

Blint avistó la emboscada a cincuenta pasos de distancia y se metió de lleno en sus fauces. Todavía faltaba una hora para que amaneciera y los únicos que circulaban por las callejuelas serpenteantes de las Madrigueras eran los mercaderes que se habían quedado dormidos donde no debían y corrían de vuelta a sus casas y sus esposas.

La hermandad (el Dragón Negro a juzgar por los símbolos pintados que había dejado atrás) estaba agazapada en torno a un angosto cuello de botella en el callejón, donde sus chicos podían bloquear los dos extremos y además atacar desde los tejados bajos.

Blint había fingido una lesión en la rodilla derecha y se había ceñido la capa a los hombros, con la capucha baja sobre la cara. Entró cojeando en la trampa y uno de los niños más grandes, un «mayor» como lo llamaban ellos, saltó al callejón por delante de él y silbó, blandiendo un sable herrumbroso. Los ratas de la hermandad rodearon al ejecutor.

—Muy listos —comentó Durzo—. Montáis guardia antes del amanecer, cuando casi todas las otras hermandades duermen, y así podéis atracar a unas cuantas sacas que se han pasado toda la noche de putas. No quieren dar explicaciones sobre ningún moratón a sus mujeres, de modo que aflojan las monedas. No está mal. ¿De quién es la idea?

—De Azoth —respondió un mayor, señalando detrás del ejecutor.

—¡Cállate, Roth! —exclamó el cabecilla de la hermandad.

El ejecutor miró hacia el chavalín del tejado. Sostenía en alto una piedra y lo observaba, resuelto y preparado, con sus ojos de color azul pálido. Le sonaba su cara.

—Vaya, ahora lo habéis delatado —dijo Durzo.

—¡Cállate tú también! —gritó el cabecilla, sacudiendo su sable hacia él—. Danos la bolsa o te matamos.

—Ja'laliel —dijo un rata de hermandad negro—, este tipo los ha llamado «sacas». Un mercader no sabría que los llamamos así. Es del Sa'kagé.

—¡Cállate, Jarl! Necesitamos esto. —Ja'laliel tosió y escupió sangre—. Danos ya la...

—No tengo tiempo para esto. Aparta —dijo Durzo.

—La bolsa...

El ejecutor salió disparado hacia delante. Con la mano izquierda retorció la mano armada de Ja'laliel y le arrebató el sable. Giró sobre sus talones e hizo chocar su codo derecho contra la sien del cabecilla de la hermandad, pero contuvo la fuerza del golpe para no matarlo.

La pelea había terminado antes de que los otros ratas de la hermandad reaccionaran.

—He dicho que no tengo tiempo para esto —repitió Durzo. Se retiró la capucha.

Sabía que no tenía un aspecto especial. Era larguirucho y de facciones marcadas, con el pelo rubio oscuro y una barba rala del mismo color sobre unas mejillas algo picadas, como si hubiera pasado la viruela. Sin embargo, a juzgar por el modo en que los niños retrocedieron, podría haber tenido tres cabezas.

—Durzo Blint —murmuró Roth.

Se oyeron piedras que caían al suelo.

—Durzo Blint. —El nombre recorrió las filas de la hermandad como una onda. Blint percibió en sus ojos miedo y sobrecogimiento. Habían intentado atracar a una leyenda.

Se sonrió.

—Afila este trasto. Dejar que la hoja se oxide es de aficionados.

Lanzó el sable a una alcantarilla llena de aguas residuales. Después atravesó el grupo caminando sin prisa. Los niños se dispersaron como si Durzo fuera a matarlos a todos.

Azoth lo miró perderse entre la niebla temprana, desaparecer como tantas otras de sus esperanzas por el sumidero de las Madrigueras. Durzo Blint representaba todo lo que él no era. Poderoso, peligroso, confiado, intrépido. Era como un dios. Había contemplado a una hermandad entera alzada en su contra —incluidos los mayores como Roth, Ja'laliel y Rata— y lo había encontrado divertido. ¡Divertido! «Algún día», juró Azoth. Ni siquiera se atrevió a formular el pensamiento completo, no fuera que Blint captase su presunción, pero lo anhelaba con toda su alma. «Algún día.»

Cuando Blint estuvo lo bastante lejos para no darse cuenta, se puso a seguirlo.

Capítulo 4

Los matones que montaban guardia ante la cámara subterránea de los Nueve observaron a Durzo con cara de pocos amigos. Eran gemelos y dos de los hombres más corpulentos del Sa'kagé. Ambos tenían un rayo tatuado en la frente.

—¿Armas? —preguntó uno.

—Zocato —contestó Durzo a modo de saludo, mientras se quitaba la espada, tres dagas, los dardos que llevaba sujetos al cinto y una serie de bolitas de cristal que desprendió de su otro brazo.

—Zocato soy yo —observó el otro, que ya había empezado a cachear a Blint con vigor.

—¿Quieres dejarlo estar? —pidió Durzo—. Los dos sabemos que podría matar a alguien ahí dentro si quisiera, con o sin armas.

Zocato enrojeció de furia.

—¿Por qué no te meto esta bonita espada...?

—Lo que Zocato quiere decir es: ¿por qué no finges que no eres un riesgo y nosotros fingimos ser el motivo? —interrumpió Bernerd—. Es una formalidad, Blint. Como preguntarle a alguien cómo está cuando te da igual.

—Yo no lo pregunto.

—Sentí mucho enterarme de lo de Vonda —dijo Bernerd. Durzo se paró en seco; notó como si una lanza le retorciera las tripas—. De verdad —añadió el grandullón. Le abrió la puerta y miró de reojo a su hermano.

Una parte de Durzo sabía que debía soltar algún comentario hiriente, amenazador o gracioso, pero la lengua se le había transformado en plomo.

—Esto, ¿maese Blint? —dijo Bernerd.

Durzo recobró la compostura y entró en la sala de audiencias de los Nueve sin levantar la mirada.

Era un lugar diseñado para inspirar miedo. Dominaba la sala una plataforma, labrada en negro vidrio volcánico, sobre la cual había nueve sillas. Una décima se elevaba por encima de ellas como un trono. Delante solo tenían el suelo desnudo. Aquellos a quienes los Nueve convocaban permanecían de pie.

La cámara formaba un rectángulo estrecho, aunque profundo: el techo era tan alto que se perdía en la oscuridad. Daba a los convocados la impresión de que los interrogaban en el infierno. Las pequeñas tallas de gárgolas, dragones y personas gritando que recubrían sillas, paredes y hasta el suelo no hacían nada por atenuar el efecto.

Sin embargo, Durzo entró con una desenfadada familiaridad. La noche no le inspiraba ningún terror. Las sombras daban la bienvenida a sus ojos y no les ocultaban nada. «Por lo menos eso no lo he perdido.»

Los Nueve, con la excepción de Mama K, llevaban puestas las capuchas, aunque la mayoría sabía que no podía esconder su identidad a Durzo. Por encima de ellos, el shinga Pon Dradin ocupaba el trono. Estaba quieto y callado, como de costumbre.

—¿Ha muerto la ezpoza? —preguntó Corbin Fishill. Era un hombre elegante y apuesto con fama de cruel, sobre todo con los niños de las hermandades que administraba. La risa que podría haber provocado su ceceo de algún modo se marchitaba ante la perenne malicia de su rostro.

—La situación no es la que esperabais —dijo Durzo.

Dio su informe en pocas palabras. El rey moriría pronto y los hombres que el Sa'kagé temía que intentaran sucederlo no iban a postularse. Eso dejaba vía libre hacia el trono a Aleine de Gunder, que era demasiado débil para atreverse a buscar las cosquillas al Sa'kagé.

—Yo sugeriría —concluyó Durzo— hacer que el príncipe ascienda al general Agón a general supremo. Agón impediría que el príncipe consolidase su poder, y si Khalidor hace algún movimiento...

El diminuto ex maestro de los esclavos lo interrumpió.

—Por mucho que entendamos vuestro... resentimiento contra Khalidor, maese Blint, no pensamos despilfarrar nuestro capital político en un general cualquiera.

—No tenemos por qué —intercedió Mama K. La maestra de los placeres seguía siendo bella, aunque habían pasado años desde que fuera la cortesana más célebre de la ciudad—. Podemos conseguir lo que queremos fingiendo que lo ha pedido otro. —Todos prestaron atención—. El príncipe estaba dispuesto a sobornar al general con un matrimonio político. Le podemos contar que el precio para comprar a Agón no es un matrimonio, sino un nombramiento político. El general no se enterará nunca, y es poco probable que el príncipe le pregunte al respecto.

—Y eso nos proporciona fuerza para replantear el asunto de la esclavitud —dijo el maestro de los esclavos.

—Ni de coña vamos a volvernos esclavistas otra vez —exclamó otro. Era un hombre corpulento, tirando a gordo, con los carrillos macizos, los ojos pequeños y unos puños surcados de cicatrices que hacían honor al maestro de los matones del Sa'kagé.

—Eza converzación puede ezperar. No hace falta que ezté Blint prezente —dijo Corbin Fishill. Dirigió sus ojos de párpados pesados hacia Blint—. Ezta noche no haz matado. —Dejó la frase en el aire, sin adornarla.

Durzo lo miró, negándose a dejarse provocar.

—¿Todavía puedez hacerlo?

Las palabras eran inútiles con un hombre como Corbin Fishill, que hablaba el lenguaje de la carne. Durzo caminó hacia él. Corbin no se inmutó ni apartó el rostro mientras Durzo se acercaba a la plataforma, aunque varios de los Nueve estaban claramente nerviosos. Durzo vio que Fishill tensaba los músculos bajo sus pantalones de terciopelo.

Corbin lanzó una patada hacia la cara de Durzo, pero este ya se había movido. Hundió una aguja con fuerza en la pantorrilla de Corbin y se retiró.

Sonó una campana y, al momento, Bernerd y Zocato irrumpieron en la sala. Blint cruzó los brazos y no hizo el menor gesto para defenderse.

Blint era alto y delgado, puro músculo y nervio. Zocato cargó como un caballo de guerra. Durzo se limitó a extender las dos manos abiertas, pero, cuando Zocato chocó contra él, sucedió lo imposible. En vez de aplastar al delgado ejecutor, la embestida de Zocato terminó de sopetón.

Other books

Blood of the Mountain Man by William W. Johnstone
Aretha Franklin by Mark Bego
Dead Man on the Moon by Steven Harper
A Textbook Case by Jeffery Deaver
Romance for Matthew by Fornataro, Nancy
Beach Bar Baby by Heidi Rice
Heaps of Trouble by Emelyn Heaps
Sweet Temptation by Angel Steel