El camino mozárabe (4 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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Turbado por estos pensamientos, caminó aprisa hasta la iglesia de San Cipriano, entró y encendió varias velas en el lampadario delante del ara de los mártires. Tres mujeres estaban allí arrodilladas rezando y le miraron de reojo. A él le pareció advertir en ellas suspicacia y hasta cierto desprecio. Eso le molestó. Se encaró con ellas y les preguntó:

—Y vosotras, ¿qué miráis?

No contestaron. Una de las mujeres se santiguó y lanzó un largo suspiro. Luego, elevando los ojos a la bóveda oscura, murmuró:

—¡Señor, perdónale!

Lindopelo fue hacia ella e inquirió con irritación:

—A ver, ¿qué es lo que ha de perdonarme el Señor?

—Yo no he hablado contigo —respondió la mujer alzando la voz—. Tú te lo dices todo…

—¡Estoy harto de que cotilleéis sobre mí! —exclamó él—. ¡Os pasáis la vida juzgándome! Todo lo que hago os parece mal y ni siquiera puedo venir aquí, a encomendarme a los santos mártires, sin que saquéis vuestras conclusiones. ¿No soy yo acaso un cristiano más que trabaja para ganarse el pan?

Las mujeres empezaron a gritarle:

—¡Blasfemo! ¡Impío! ¡Pecador!…

—¿Veis? ¡Ya empezamos! —contestó Lindopelo—. Estabais deseando decirme todo eso.

Seguían en plena discusión cuando salió de la sacristía un viejo sacerdote y les recriminó:

—¿Se puede saber qué escándalo es este? ¿Aquí, en el santo templo de Dios, os ponéis a reñir?

Las mujeres respondieron a gritos:

—¡Este afeminado ha venido a meterse con nosotras mientras rezábamos! ¡Nos ha ofendido sin que le hayamos dicho lo más mínimo! ¡Es una fiera!

Lindopelo agitó la cabeza y su cabello abundante se alboroto un instante, regresando después a su perfecto y bello orden. Con aire de fastidio le dijo al clérigo:

—¿Te das cuenta, muftí? ¿Quiénes son las que insultan en la casa de Dios?

El anciano avanzó y se plantó delante de él con semblante perplejo. Era alto y delgado, y vestía una túnica deshilachada de indefinido color pardusco que, sin embargo, nada restaba a la dignidad de su aspecto. Su cabeza era grande, el rostro alargado, las barbas blancas y los cabellos canosos, crecidos, los ojos tranquilos y llenos de humildad. Se llamaba Isacio.

—Por Dios —dijo en tono suplicante—, callaos de una vez. Este no es sitio para discutir, sino para orar. Además, es tarde ya y debo desalojar el templo y cerrar las puertas.

Salieron las mujeres obedeciendo a este ruego y tras ellas el clérigo y Lindopelo. En la calle, volvió a encenderse la disputa.

—¡Hala! —les gritó Lindopelo, acalorado y vehemente a las mujeres—. ¡Ahora id con el cuento de lo malo que soy! ¡Ya tenéis de qué hablar!

—¡Afeminado! ¡Impío! ¡Pecador!… —contestaron ellas encolerizadas.

Lindopelo sacó la punta de la lengua varias veces y ellas escupieron al suelo con desprecio y se frotaron los labios con el dorso de las manos en señal de repudio.

—¡Basta! —exclamó el anciano clérigo—. ¡Por el amor de Dios, no ofendáis a los santos en la puerta de su respetable casa!

Las tres mujeres se santiguaron, dieron media vuelta y se perdieron por un callejón estrecho y oscuro. Anochecía y aquel barrio estaba solitario y en silencio.

El anciano suspiró sonoramente y, con aire sumiso, como implorando su buena voluntad, le dijo a Lindopelo:

—Alma de Dios, no puedes ir por ahí enfrentándote con la gente… ¿No comprendes que no ganas nada con esa actitud?

—¡Me odian! ¡Me tienen envidia!

—Y lograrás que te odien aún más si te pasas la vida riñendo en todas partes. ¿No te das cuenta? El hecho de que tiñas el cabello del califa no te da derecho a ofender a la gente.

—¡Anda ya! —replicó Lindopelo burlonamente—. Chismorrean a mi costa… Les come la envidia… ¡Y dicen que les ofendo!

—Bueno, bueno, no exageres…

—¿Que no? Muftí Isacio, sabes de sobra lo que dicen por ahí de mí… Cuando no hago sino trabajar para sacar adelante a los míos, como cualquier padre de familia.

El clérigo se quedó un largo rato reflexionando. Luego miró directamente a los ojos de Lindopelo y, con tono compresivo, le dijo:

—Hazte cargo… No es fácil hacerles entender tu oficio… No es algo… En fin, digamos que no es algo corriente… Les resulta llamativo que vayas a Zahara a teñir cabellos y hablan del asunto. ¡Es natural! Aunque tú no debes quejarte. Has conseguido fama y fortuna. Una cosa por la otra. No todo en la vida va a ser gloria. Todo conlleva sus inconvenientes…

Lindopelo se encogió desdeñosamente de hombros y replicó con candor:

—Pues que no se metan en mi vida.

Estaban en esa conversación cuando pasó por allí un tropel de jóvenes, cantando alegremente, palmoteando y compartiendo el vino que llevaban en un pellejo de cabra. Se detuvieron delante de la iglesia y, dirigiéndose al anciano clérigo, uno de ellos exclamó:

—¡Muftí, bebe un poco de nuestro vino!

—¿Qué celebráis? —les preguntó Isacio.

—¡El califa ha vencido al puerco y tirano rey de Gallaecia! —respondió el joven—. ¡Toda Córdoba está de fiesta!

El clérigo les recriminó sin titubear:

—Sois cristianos y no deberíais alegraros porque haya guerra. La guerra es un mal para todos los hijos de Dios.

—Ha sido una gran victoria —repuso el joven—. El sol se oscureció antes de la batalla y un viento ábrego y ardiente sopló desde el sur… ¡Dios mismo estaba de parte de Al Nasir!

Un coro de voces se hizo eco exclamando:

—¡Viva Al Nasir! ¡Viva nuestro rey! ¡Muera el puerco y tirano Ramiro!

El anciano meneó la cabeza, consternado, y sentenció:

—Dios no se dedica a hacer la guerra, sino a decretar la paz entre los hombres de buena voluntad. Ese viento ardiente sería cosa del demonio… ¡Idos a vuestras casas, que es tarde ya!

Todos se echaron a reír, incluido Lindopelo, que, entusiasmado, les dijo a los jóvenes:

—Apenas os queda vino en ese pellejo. ¡Vamos todos a celebrarlo a la taberna! ¡Yo invito!

Isacio le miró extrañado y le dijo con ironía:

—¿No quedábamos en que te odiaba todo el mundo? ¿En la taberna no te odian?

Lindopelo no respondió. Besó la mano del clérigo y se unió al tropel de muchachos gritando:

—¡Hale, a beber! ¡Que hoy pago yo! ¡Viva el gran Al Nasir!

—¡Viva Al Nasir! —corearon los jóvenes como un eco—. ¡Y viva Lindopelo! ¡Viva!

Sin salir de su pasmo, el anciano sacerdote vio cómo los jóvenes cargaban sobre los hombros del más fuerte de ellos al tintor de Zahara y se marchaban todos vociferando, entre alegres palmoteos y vítores, camino de la calle de las tabernas. Encantado, Lindopelo agitaba su melena y sonreía de oreja a oreja, sin parar de repetir a gritos:

—¡Hoy pago yo, muchachos! ¡Viva Al Nasir! ¡Viva el victorioso califa! ¡Bebamos todo el vino que nos quepa en el cuerpo!

Cariacontecido, sin acabar de comprender aquella actitud, el clérigo se quedó allí quieto, hasta que desaparecieron de su vista. Después cerró la puerta de la iglesia, dio varias vueltas a la gruesa y pesada llave en la cerradura y cruzó la calle hasta su casa, que estaba justo enfrente.

Al entrar, en el mismo zaguán, encontró a su hermana, tan vieja y alta como él, que le preguntó con rostro preocupado:

—Isacio, ¿quiénes eran esos y a qué venía todo ese alboroto?

—Los muchachos andan celebrando la victoria del ejército de Abderramán, de taberna en taberna. ¡Cosas de la juventud!

—¿La victoria? ¿Qué victoria?

—¿Qué victoria va a ser? Contra los cristianos de Gallaecia, hermana. ¿No has oído los cánticos de los muecines?

La anciana se llevó la mano al pecho y, como si se le encogiera el corazón, exclamó entre dientes:

—¡Ay… Dios nos castigará!

El clérigo entró en la casa, con el ceño fruncido y bullendo interiormente de negros presagios. Al final de la vivienda, en la cocina, le esperaba un puchero humeante lleno de caldo de verduras. Lo destapó, miró dentro y luego dijo contrariado:

—Hace demasiado calor… Si me tomo esto sudaré durante toda la noche. Mejor será cenar alguna fruta…

Su hermana entró caminado lentamente, apoyándose en un bastón, ignoró lo que él había dicho y le sirvió un tazón de caldo. Y sentándose a la mesa, observó con sequedad:

—Anda, déjate de pamplinas. El caldo te hará bien.

Isacio no rechistó, se puso a migar pan en el tazón y a soplar sobre el hirviente contenido. La anciana no dejaba de mirarlo con cara de honda preocupación y repetía suspirando:

—Dios nos castigará… ¡Ay! Nos castigará…

—¿Por qué dices eso? —le preguntó el clérigo.

Ella, muy afectada, rompió a llorar.

—¿De qué parte está Dios? —sollozó—. ¡Dímelo tú, hermano, si lo sabes! El muecín cantaba esta mañana que el sol se oscureció antes de la batalla para confundir a los cristianos de Gallaecia. Si Dios hizo una señal así es porque estaba del lado de los musulmanes… ¿O no? Entonces… ¿Es Dios agareno?

—¡Qué tonterías dices, mujer! —replicó él con aspereza—. ¡Cómo va a ser Dios musulmán!

—Entonces… Explícamelo tú, que has estudiado tanto; porque mi torpe cabeza no alcanza a comprender tanta contradicción. Todo el mundo sabe que el sol se oscureció antes de esa terrible batalla… Eso solo puede hacerlo el Omnipotente… Y si resulta que Abderramán venció, ¿estaba pues Dios de su parte?

Isacio no respondía. Hundido en sus pensamientos, sorbía el caldo caliente.

5

Gallaecia, monasterio de Santo Estevo de Ribas del Sil

Agosto del año 939

El abad Franquila estaba sentado en una silla delante de la puerta principal del monasterio de Santo Estevo. Había transcurrido la tercera noche desde que las monjas de Castrelo de Miño se presentaron sin previo aviso y no las había dejado entrar ni siquiera al claustro. Pero cada día, por la mañana, salía después del rezo de la hora de prima a saludarlas y a departir con su sobrina, la reina Goto. Él era poco hablador; en cambio, ella permanecía de pie frente a su tío y, con voz cantarina y atropellada, no paraba de contarle cosas mientras duraba el encuentro, que nunca iba más allá de una hora.

—Según aseguran los que saben tanto de esto —decía la abadesa con exaltación—, desde los tiempos bíblicos no ha habido en el mundo señales en el cielo como las que hubo antes de la batalla. Todos pudimos verlo: a la hora de tercia el firmamento se oscureció y la tierra adquirió un color rojo, como de sangre… ¿Cómo no pensar que Dios iba a hacer un gran milagro con tales signos?

Pálido y adusto, Franquila inquirió:

—¿Y por qué sabes tú todo eso?

—No me invento nada, tío —respondió ella con los ojos encendidos—. ¡Líbreme Dios de jugar con estas cosas! Todo el mundo sabe lo que ocurrió. ¿Acaso no visteis vosotros cómo se hizo de noche en pleno día?

—Sí, sí —contestó él con voz mortecina—. Es cierto que se oscureció el sol. Pero no me refiero a eso… Te pregunto por el resto de los detalles, lo de la batalla y todo lo demás. ¿Quién te lo contó?

En los ojos de Goto asomó la sorpresa. Miró a su tío extrañada y dijo:

—¡Ah! Pero… ¿No habéis recibido en el monasterio la carta del obispo Ero de Lugo?

El abad permanecía sentado sin asomo de azoramiento en el semblante, no obstante su curiosidad. Se encogió levemente de hombros y contestó:

—¿Una carta…?

—¡Sí! Será acaso este el único lugar de nuestra bendita tierra donde no se haya recibido. Déjame que te cuente: el obispo Ero de Lugo, después de la victoria del glorioso rey Ramiro, tuvo la feliz idea de escribir una detallada crónica y la envió a todos los monasterios, conventos e iglesias de Gallaecia… ¡Qué raro! Deberíais haberla recibido…

Franquila la miró confundido con sus ojos fríos y grises. Y ella, frotándose impacientemente las manos, añadió:

—No te preocupes… Gracias a Dios, traje la carta entre mis cosas… ¡Ahora mismo la podrás leer!

Fue a los graneros donde se hospedaban y al momento regresó con un fajo de pergaminos que entregó al abad. Él los estuvo ojeando taciturno durante un rato y, finalmente, escogió uno y leyó lo siguiente:

Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Este es nuestro dios Allah, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!, pues, por los grandes méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».

Al oír el rey agareno y sus magnates estas nuevas, se llenaron de alegría y entusiasmo, y llevados por su gran saña y soberbia, enviaron sus cartas y mensajería muy aprisa a toda su gente, para que se aprestaran a la batalla, pertrechados con sus armas y todo lo necesario. Y juntaron tanta morisma que de ninguna manera podía ser contada ni venir toda a tierra de cristianos por el mismo camino. De manera que se dividieron los caudillos y avanzaron hacia nuestra Gallaecia por diversas partes, haciendo grandes estragos por donde pasaban. Y los cristianos, viendo tal muchedumbre de moros y los daños que causaban, quedaron espantados, y algunos, movidos por su miedo, quisieron concertar la paz para evitar mayores males. Pero el conde Fernán González se negó a hacer tal cosa y propuso en cambio a los suyos ponerse bajo la protección de sus patronos Santiago y san Millán.

Teniendo noticias nuestro rey Radamiro de lo que venía sucediendo en Castilla, reunió a los nobles y les explicó la vergüenza y deshonra tan grande que sería no ayudar a los cristianos que defendían la marca. Y les ofreció hacer los votos a Santiago, lo cual aprobaron todos. Haciéndose pues las encomiendas y las promesas a los santos patronos, se manifestó pública fe en la victoria sobre los agarenos.

Entonces, aun siendo estas ayudas del cielo bastantes y merecedoras del triunfo, le pareció bien al rey Radamiro y a todos los señores y obispos de la Gallaecia con él, encomendar la empresa a san Paio y hacer firme promesa de traer sus reliquias a esta bendita tierra, pues de todos es sabido que reposan en Córdoba, donde el santo muchacho recibió la corona del martirio. Y nuestro rey, delante de la cruz del Señor, hizo este voto: «Nos encomendamos al bienaventurado mártir san Paio, y le hacemos voto de devolver su glorioso cuerpo a esta su tierra, por el merecimiento de haber vencido en la batalla a aquel que tan grande martirio le dio».

Entre tanto, desde Toledo, por el valle del Duero, marchaba la hueste de Abderramán con el fin de apoderarse de Zamora, para, desde allí, sujetar León y toda la Gallaecia. Por el camino se le unieron los moros de Zaragoza y llegaron todos juntos hasta las murallas de Simancas, componiendo una visión aterradora, por la inmensidad de hombres y bestias. Mas allí le esperaba nuestro cristianísimo rey con los condes Fernán González y Assur Fernández, los de Álava y Pamplona con su rey García Sánchez y la reina Toda Aznar a la cabeza.

El estrépito y el vocerío eran tan grandes que parecían estar abiertas las puertas del infierno. Los moros hacían ruido y gritaban: «¡Mahoma, Mahoma!». A lo que los nuestros contestaban: «¡Santiago, Santiago! ¡San Millán, san Millán! ¡San Paio, san Paio!». Todo esto, mezclado con el relinchar de los caballos y el tronar de sus cascos sobre el pedernal, causaba gran espanto.

El rey de Zaragoza con su gente fue el primero en arrancarse al combate, para hacer méritos delante de su amo y señor Abderramán; cruzando el río de Simancas, llamado Pisuerga, encontró a los cristianos muy firmes y muy resueltos a presentarle batalla. Se trabó duro combate hasta que los moros fueron vencidos y su rey Aben Yahya cayó de su montura y, abandonado de los suyos y no pudiendo recuperar su caballo, fue hecho prisionero.

Entonces, animados por el triunfo de este lance, los cristianos de la primera línea atravesaron los ejércitos moros hasta sus últimas filas; y estos, como eran tan numerosos, los envolvieron cogiéndolos en medio y causándoles mucho daño. Pero el rey Radamiro dio la orden de ataque y avanzó con los castellanos a su derecha y los navarros a la izquierda.

Entonces fue el milagro: se abrió el cielo y se vio descender a una muchedumbre de ángeles armados, entre los cuales venían el apóstol Santiago, san Millán y san Paio, en caballos blancos, con armas en las manos resplandecientes como plata. Lo cual, al verlo los cristianos, echaron pie a tierra e hincaron las rodillas. Y como los moros no veían la ayuda celestial, sino que era dada a contemplar solo a los cristianos, creyeron que los nuestros se rendían cobardemente y arreciaron envalentonados dando por ganada la victoria.

Pero ya tenía resuelto Dios a quién dar el triunfo, que no era sino para sus fieles. Así que las líneas cristianas se rehicieron y empezaron a derrotar a los moros con enormes pérdidas; y estos, en vergonzosa desbandada, huyeron dejando atrás su campamento, con los estandartes y todas sus riquezas.

El mismo Abderramán escapó vivo de puro milagro, abandonando sobre el campo el real, el pabellón y su tienda de campaña, donde se dejó su propio libro del Corán y su cota de malla preferida, tejida toda con oro fino. Sus mujeres y mancebos escaparon a los campos y fueron cogidos triscando cerros arriba, como cabras monteses. Fueron hechos prisioneros numerosos magnates del ejército de los mauros, entre los que destaca el gobernador de Zaragoza, el poderoso príncipe Muhamad aben Hashim al Tuyibí. Con lo que la victoria de los nuestros fue completa, ganándose en ella preciosos despojos: alhajas, vestidos ricos, armas, caballos y muchos cautivos. Loado sea el Dios que nos da la victoria sobre nuestros enemigos, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

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