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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (14 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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—¿Ése es el faro de Luda? —inquirió Perpignano.

—Sí —contestó Muley-el-Kadel.

—¿Cuándo alcanzaremos la orilla del mar?

—Con estos corceles no tardaremos más de hora y media. Es preciso que embarquéis antes que amanezca, para evitar tener que dar explicaciones a las autoridades turcas.

—¿Nos será posible encontrar enseguida una nave?

—He pensado en todo, señora —repuso Muley—. Desde ayer se encuentran en Luda un par de hombres para buscar una galeota. En cuanto lleguemos, todo se hallará dispuesto y podréis haceros a la mar.

—¡Cuántas gentilezas con nosotros!

—Pago la deuda que tengo contraída con vos, señora, y nadie podrá sentirse más alegre que yo por haber salvado a la más hermosa y audaz mujer que he conocido.

Y tras un breve silencio, añadió, contemplando a la duquesa con cierta melancolía:

—¡Me hubiera agradado unirme a vos para ayudaros en vuestra empresa! ¡Pero entre nosotros está el Profeta! ¡Yo soy turco y vos cristiana!

—Mucho habéis hecho por mí, Muley-el-Kadel, y jamás podré olvidar la generosidad del León de Damasco.

—¡Ni yo a vos! —respondió con débil voz el turco.

—A vuestro regreso, ¿tendréis alguna dificultad con Mustafá? —inquirió la duquesa, que no sabía cómo proseguir la conversación.

—Mustafá no sería capaz de alzar un simple dedo contra el hijo del bajá de Damasco. ¡No os inquietéis por mí, señora!

Espoleó su corcel, lo mismo hicieron sus acompañantes, y todos se lanzaron a la carrera, por entre aquella desolada campiña, antaño tan fértil en dulces vinos y en aquel momento transformada en campos incultos, en eriales.

Sobre la una de la madrugada, la expedición, que no había hecho ni siquiera una parada, llegaba a un mísero y pequeño pueblo, formado por dos o tres docenas de casuchas agrupadas, en una oquedad entre dos montañas, y debajo del cual bramaba sordamente el Mediterráneo.

En el extremo de un minúsculo promontorio había un pequeño faro, en cuya cúspide brillaba un farol de luz fija.

Dos negros, que al parecer aguardaban a la comitiva, salieron de una casa medio derruida, exclamando:

—¡Alto!

—¡Soy yo! —contestó Muley, deteniendo a su caballo—. ¿Está dispuesta la galeota?

—Sí, señor —informó uno de los negros.

—¿Quiénes son sus tripulantes?

—Doce renegados griegos.

—¿Están ya enterados de que quienes van a embarcar en la galeota son varios cristianos?

—Se lo he notificado a todos.

—¿Están conformes?

—Se ofrecen a acatar sus órdenes con gusto, señor.

—¡Condúcenos!

Ambos negros atravesaron el pueblo, que se hallaba en tinieblas, guiando a la expedición hasta el faro. Muy cerca se mecía una nave de unas cien toneladas, con dos palos que llevaban enormes velas latinas.

Una chalupa, que tripulaba seis hombres, esperaba varada en la playa.

—¡El amo! —anunció uno de los negros, indicando a Muley-el-Kadel, que había descabalgado y ayudaba a la duquesa a bajar del caballo.

Los seis hombres saludaron cortésmente, haciendo una reverencia y quitándose el fez.

—Conducidnos a bordo —dijo Muley-el-Kadel—. Yo soy el que ha fletado el navío.

11. En la galeota

La embarcación puesta a disposición de la duquesa de Éboli por el generoso turco era una soberbia galeota, nave empleada en aquella época por los navegantes del archipiélago griego, posiblemente apresada por los turcos, que se dedicaban a una auténtica piratería en los mares de levante.

Como ya hemos indicado, su desplazamiento no era superior a las cien toneladas. Sin embargo debía de ser muy ligera, por lo que se podía deducir de la amplitud de sus velas y de su esbelto casco. Iba armada fuertemente, teniendo en cuenta su tamaño, ya que llevaba dos culebrinas en cubierta y cuatro más en los costados de babor y estribor.

Todos los navíos de aquel tiempo tenían armamento a causa de que el Mediterráneo se encontraba lleno de piratas turcos, cuyas bases, desde donde se lanzaban a sus correrías, eran los puertos del Asia Menor, Egipto, Trípoli, Túnez y Marruecos.

En cuanto hubo puesto el pie en cubierta, el tío Stake examinó detenidamente la arboladura y a los tripulantes de la nave, quedando complacido.

—¡Cofas a prueba de culebrinas: soberbio velamen; marineros del archipiélago, en cuyo corazón todavía no debe de haber penetrado la luz del bandido de Mahoma; armamento magnífico! ¡Podemos enfrentarnos incluso con las galeras de Alí-Bajá! ¿No opinas lo mismo, Simón?

—¡Estupendo velero! —dijo simplemente el joven marinero—. ¡Haremos correr con él a Alí!

Muley-el-Kadel se había dirigido a la tripulación.

—¿Quién es el jefe aquí?

—Yo, señor —repuso un marino de larga barba y rostro de rasgos enérgicos—. El patrón me ha confiado a mi el mando de la nave.

—Entregarás el mando a este hombre —notificó el turco, indicando al tío Stake—, y tendrás como recompensa cincuenta cequíes.

—Me hallo a vuestras órdenes, señor. El patrón me ha mandado ponerme al servicio de quien se llama León de Damasco.

—Soy yo.

El griego hizo una profunda reverencia.

—Estas personas son cristianas —prosiguió el turco—. Has de obedecerlas igual que si mi boca fuese la que diera las órdenes. Respondo de cuanto pueda suceder, tratándose de una expedición que puede resultar arriesgada.

—De acuerdo, señor.

—Además, te advierto que responderás de tu lealtad con la cabeza, y si pretendieses hacer algún daño a los viajeros, sabré encontrar la forma de dar contigo y castigarte.

—Soy cristiano…

—Por esta razón te elegí, bien, como turco, no confío lo más mínimo en tu conversión. ¿Cuál es tu nombre?

—Nikola Stradiato.

—¡Me acordaré!

—¡Cuerpo de mil ballenas! —musitó el tío Stake, que había oído la conversación—. ¡Si yo fuese Mustafá, haría nombrar a este turco almirante de la flota mahometana! ¡Manda igual que un capitán y se expresa como un libro! ¡Siendo turco, resulta sorprendente! ¡Por lo menos, éste no tiene el cerebro de corcho!

Muley-el-Kadel se volvió hacia la duquesa y, tomándola por una mano, la condujo hasta la parte de proa, diciéndole:

—Ha terminado mi cometido, señora, y aquí os abandono. Yo soy otra vez el enemigo de los cristianos y vos el de los turcos.

—¡No habléis así, Muley-el-Kadel! —interrumpió la joven—. ¡Si vos os acordasteis de que me debíais la vida yo no olvidaré jamás de vuestra generosidad!

—Cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo.

—No. Mustafá no habría olvidado ser, primero que todo, musulmán.

—¡El visir es un tigre, pero yo soy el León de Damasco! —respondió con altivez el turco.

Y cambiando de tono continúo:

—No sé cómo acabará vuestra aventura, ni de qué forma vos, una mujer, podréis poner en libertad al vizconde Le Hussière. Temo que os vayáis a enfrentar con muchos peligros, sola ante mis compatriotas, que siempre desconfían de los extranjeros, suponiéndolos cristianos. A vuestro lado queda mi esclavo Ben-Tael, hombre fiel y tan valeroso como El-Kadur. Si en alguna ocasión estáis en peligro, mandad que venga en mi busca. ¡Por el Corán os juro que haré cuanto me sea posible en vuestro favor!

—Hace un momento me asegurasteis, Muley, que tornabais a ser enemigo de los cristianos.

—¡No queráis averiguar mi pensamiento, señora! —repuso el joven, en tanto que sus mejillas se encendían vivamente—. ¡No olvidaré con facilidad al capitán Tormenta!

—¿O a la duquesa de Éboli? —inquirió con cierta picardía la joven.

El hijo del bajá no respondió. Semejaba estar absorto en profundos pensamientos, hasta que, extendiendo de improviso la mano hacia la duquesa, exclamó:

—¡Adiós, señora, mas no para siempre! Confío en que algún día, antes que dejéis la isla para regresar a vuestro país, nos veremos otra vez.

Sin volver la cabeza cogió con rapidez la mano de la duquesa y, mientras suspiraba, añadió:

—¡Así lo quiera Alá!

Y sin pronunciar más palabras, se aferró a la escala de cuerda y descendió a la chalupa que aguardaba a estribor de la galeota.

La duquesa se quedó inmóvil y pensativa.

Al volverse, la chalupa alcazaba ya la costa.

Se encaminó a popa, donde el tío Stake y Nikola Stradiato esperaban sus instrucciones, y se encontró con El-Kadur que la contemplaba con tristeza.

—¿Qué quieres, El-Kadur? —le preguntó.

—¿Hemos de levar anclas? —inquirió el árabe con la voz temblorosa.

—Sí, vamos a zarpar al momento.

—¡Mejor es así!

—¿Qué pretendes dar a entender?

—¡Qué los turcos son más peligrosos que los cristianos y que debemos alejarnos de ellos! ¡Y especialmente los más peligrosos resultan… los «leones» turcos!

—¡Tal vez estés en lo cierto! —convino la duquesa, inclinando la cabeza.

Y volviéndose al tío Stake, que conversaba con el griego, ordenó:

—¡Levad anclas y desplegad las velas! ¡Es aconsejable que cuando despunte el alba nos encontremos a bastante distancia de aquí!

—¡Rápido, a la maniobra! —ordenó al tío Stake con fuerte voz—. ¡Preparados, hijos del archipiélago!

Los marineros desplegaron las velas, largaron las escotas y, asidos al cabrestante, levaron anclas.

La maniobra se llevó a efecto en breves minutos. La galeota, cuyos foques empezaban a tomar el viento, giró poco a poco sobre sí misma y, algo inclinada de babor, avanzó hacia la salida de la bahía, eludiendo los escollos cortados a pico.

Al cruzar frente al faro, la duquesa alzó la mirada y distinguió, inmóvil en la cima, un hombre a caballo. La luz del farol se reflejaba en su cota, haciendo centellear el metal.

—¡Muley-el-Kadel! —murmuró con un estremecimiento.

Como si intuyese que la duquesa había advertido su presencia, el León de Damasco hizo con la mano un ademán de despedida.

Precisamente en aquel momento se oyó gritar al tío Stake:

—¿Qué vas a hacer, árabe?

—¡Matar al turco! —repuso una voz que la duquesa reconoció al instante.

—¡El-Kadur! —exclamó ella—. ¿Qué locura piensas hacer?

—¡Lo mato, puesto que vos, señora, ya no le debéis ningún agradecimiento!

El árabe tenía en la mano una pistola de largo cañón y apuntaba al León de Damasco que continuaba inmóvil al pie del faro. El abismo se hallaba debajo de él, y, si una bala le alcanzase, nadie hubiera podido salvarle.

—¡Apaga la mecha de la pistola! —exclamó la duquesa.

El árabe tuvo un momento de incertidumbre. Una horrible expresión de odio y de fiereza demudaba su semblante.

—¡Permite que le mate, señora! —dijo—. ¡Es un enemigo de la cruz!

—¡Deja esa arma! ¡Obedece!

El-Kadur bajó la cabeza y, arrojando al mar la pistola, musitó:

—¡Obedezco, señora!

Y se dirigió lentamente hacia proa, sentándose sobre un rollo de cuerdas y escondiendo el rostro entre los pliegues del manto.

—¡Ese salvaje está demente, señora! —comentó el viejo Stake—. ¡Matar a ese magnífico hombre! ¿Ya ha olvidado ese trozo de pan moreno que sin la ayuda del turco nos encontraríamos ahora en la punta de un palo? ¡Qué escasamente agradecidos son esos bandoleros árabes!

—¡No digáis bobadas, Stake! —dijo la duquesa—. El-Kadur siempre ha sido algo extraño. Coged el timón y tened bien abiertos los ojos. Acaso fuera del puerto haya alguna galera de Alí-Bajá.

—Con este velero no debemos inquietarnos por esas pesadas naves, señora. Respondo de ello.

Y volviéndose hacia los griegos, ordenó:

—¡Eh! ¡Largad las escotas! ¡Venga, rápido! ¡Quiero que ésta sea una noche tranquila!

La duquesa había vuelto su mirada hacia el faro, que se encontraba ya a unos doscientos o trescientos pasos, a cuya luz se observaba, aún inmóvil, la figura de Muley-el-Kadel.

En aquel instante la galeota, cuya rapidez aumentaba gracias a la corriente, dio la vuelta a la última escollera, y la figura del León de Damasco se perdió de vista. El mar era azotado por una fresca brisa de levante, que rizaba la superficie de las aguas.

El tío Stake y Simón conducían la ligera nave, en tanto que Perpignano revisaba las culebrinas.

Acodada en la borda, la duquesa seguía mirando hacia el faro, cuya luz relucía como un punto luminoso en la oscuridad.

La galeota se comportaba como un buen velero y acrecía la velocidad a tenor que se iba alejando de la costa. Se apartó un par de millas de tierra para no chocar con las escolleras que rodean la isla de Chipre y puso rumbo en dirección al castillo de Hussif, que ya no debía de encontrarse a mucha distancia.

—Señor —preguntó Nikola dirigiéndose en tono respetuoso a la duquesa—, ¿sois únicamente vos quien habéis de darme las órdenes?

—Sí —contestó la joven.

—¿Queréis llegar al castillo durante la noche o por el día?

—¿Cuándo llegaremos?

—El viento es favorable. De aquí a diez horas anclaremos en la ensenada de Hussif.

—¿Estáis enterados de sí hay allí cautivos cristianos?

—Eso aseguran.

—¿Y que entre ellos hay un caballero francés?

—Es posible, señor.

—Llamadme señora, ya que soy mujer.

El griego no hizo el menor gesto de asombro. Sin duda lo sabía ya, bien por el tío Stake, bien por los esclavos de Muley-el-Kadel que fletaron el velero.

—Como os plazca, señora —contestó.

—¿Conocéis el castillo?

—Sí, ya que estuve cautivo en ese lugar.

—¿Quién manda allí?

—La sobrina de Alí-Bajá.

—¿Sobrina del almirante turco?

—Sí, señora.

—¿Cómo es esa mujer?

—Hermosísima, muy enérgica y despiadada con los presos cristianos. Me castigó a no comer durante seis dias por contestarle de mala manera y me hizo dar una paliza de la que todavía conservo las señales, aunque han pasado siete meses.

—¡Infortunado Le Hussière! —murmuró la duquesa—. ¿Cómo habrá podido doblegarse, tan orgulloso y tan intolerante?

Y tras un breve silencio, preguntó:

—¿Podremos penetrar en el castillo simulando ser emisarios de Muley-el-Kadel?

—Tendréis que afrontar un gran riesgo, señora —repuso el griego—. No obstante, me parece que no hay otra forma de entrar en él.

—¿Podremos llegar sin tener molestos encuentros?

—Es dudoso, señora. Es posible que en la ensenada hay alguna galera del bajá y que su comandante nos detenga para averiguar quiénes somos, de dónde llegamos, qué pretendemos y muchas cosas más.

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