El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (26 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Estoy intentando convencerlo del valor de la armadura y del casco —dijo Andrea, que siguió hablando con Budomel—. Si lucháis muchos de los vuestros morirán, y nosotros nos llevaremos a los esclavos de todas formas.

Notó en los ojos de Budomel que se lo estaba pensando, pero no estaba seguro de que éste aceptara tan fácilmente. Un momento después dio una orden gutural a uno de sus hombres y estos empezaron a bajar del barco por las cuerdas, hacia las canoas. Volvió a hablar y Andrea tradujo lo que dijo.

—El rey Budomel se irá ahora, pero la próxima vez tendréis que traerle oro.

Don Alfonso asintió entusiasmado de poder irse habiendo sido todo tan fácil.

—Decidle que lo haremos, y que le traeremos también más telas y armaduras para sus hombres de más rango.

Los nativos ya habían bajado del barco y estaban esperando en las canoas. El capitán Ugo pasó la orden de levar el ancla a los que estaban preparados para tirar de ella en las vergas. Los esclavos de las bodegas empezaron a gemir porqué sabían lo que significaban todos aquellos preparativos.

Andrea observaba atentamente a Budomel. El peligro no había pasado todavía, porque el brillo que tenían sus ojos no era en absoluto una señal de sumisión. Después de que bajara el último de sus hombres se dirigió hacia el riel, y allí profirió una serie de blasfemias que Andrea no se molestó en traducir. Entonces cogió la cuerda y empezó a bajar hacia las canoas.

En ese momento, don Alfonso se movió deprisa, sin que Andrea pudiera detenerlo, y con un golpe de su espada cortó la cuerda por la que Budomel estaba bajando, así que éste cayó al agua como una piedra por el peso de la armadura y el casco.

La Santa Clara ya había levado el ancla del fango del río e izado las velas, así que el barco empezó a moverse río abajo con la fuerza de la corriente. La carabela capitaneada por Gomes Pires también estaba ya en camino, ambos chocando sin piedad contra el cordón de canoas que aún los rodeaban.

—Apartaos, señor —uno de los soldados empujó a Andrea hacia el interior del barco, quedándose arrodillado en el riel con su ballesta—. Van a luchar.

Los negros que estaban esperando en las canoas empezaron a gritar enfadados ante la ofensa a su rey. Flechas y lanzas empezaron a volar sobre la cubierta mientras las carabelas escapaban. Una de las flechas alcanzó a un soldado en la garganta, que la aferró intentando sacársela con los ojos terriblemente hinchados y borboteando sangre por la boca.

Desde la cubierta de popa lanzaron una bombarda, así que los hombres de la cubierta se sintieron sofocados por el olor acre del humo que despedía. La bomba cayó sobre un grupo de canoas, aplastando a algunas y sembrando confusión entre las demás. Sonó un cañonazo desde el otro barco, mientras que los arqueros estaban arrodillados en el riel disparando con una puntería diabólica contra las figuras negras que iban cayendo continuamente.

En la proa, Andrea miró hacia atrás donde había visto por última vez a Budomel, cuando una canoa tiraba de él con la cuerda a la que seguía agarrado. Una flecha silenciosa, sin plumas, le pasó a unos centímetros de la cabeza y se hincó en el mástil. Sin armas ni armadura, era un blanco perfecto para las flechas envenenadas, así que se deslizó por la puerta abierta de la cubierta de popa para ver la lucha desde allí.

No duró mucho. Aterrados por el estruendo de las bombardas y los cerrojos de las ballestas que disparaban con una puntería espectacular, los negros se alejaron de las carabelas cuando éstas empezaron a alejarse. Muy pronto estuvieron fuera del alcance de las flechas y se formó una gran algarabía en cubierta celebrando la victoria.

Como sus dotes de navegador no se necesitaban hasta que no llegaran a alta mar, porque el capitán Ugo podía dirigir perfectamente la nave río abajo, Andrea se dedicó a curar a los heridos. El hombre al que había alcanzado la flecha en la garganta estaba muerto. Otro, que sólo tenía una pequeña herida mostraba ya signos de envenenamiento, presa de los espasmos mortales que le producía. Otros heridos leves parecían no tener estos síntomas, por lo que parecía que algunas de las flechas no contenían veneno. Andrea los vendó y después se dispuso a examinar a los negros que estaban hacinados en las bodegas, tan cerca unos de otros que apenas tenían espacio para tumbarse en el suelo. Ninguno de ellos estaba malherido, así que Budomel había debido de matar a los que parecían no poder sobrevivir antes de llevarlos al barco.

Por fin estaban fuera de peligro y de vuelta a casa, después de haber descubierto un gran río, nuevas tierras y con un valioso cargamento… sin coste alguno.

XII

A media tarde las dos carabelas estaban mar adentro frente a las costas africanas, que eran ya sólo una línea oscura hacia el este. Un poco antes de la puesta de sol don Alfonso ordenó que la Santa Clara se acercara al otro barco y, con el capitán Ugo y Andrea, lo llevaron en un bote hasta la otra carabela, que los estaba esperando. Gomes Pires les dio la bienvenida desde uno de los laterales del barco, y se retiraron al camarote del capitán que estaba en la toldilla.

La lucha le había ido incluso mejor a Pires, que había salido de ella con sólo algunos hombres levemente heridos. Como don Alfonso, el capitán estaba contentísimo por haber conseguido una carga de esclavos tan barata.

—Bueno, señor Bianco —dijo, mientras les servían un buen trozo de carne asada y pan embebido en vino—. Nos habéis llevado directamente hasta nuestras dos recaladas. ¿Podéis llevarnos también directamente a casa?

Era una cuestión crucial. Navegar al sur hacia las costas africanas había sido fácil porque habían tenido el viento a favor gran parte del viaje. Sin embargo, la situación cambiaba en el camino de vuelta. Las carabelas no navegaban bien con el viento en contra, así que el viaje de vuelta estaba formado, en realidad, por cientos de pequeños viajes, primero hacia el oeste, después hacia el este, para que las velas de las carabelas se encontraran en todo momento en una posición cuyo ángulo con el viento les pudiera impulsar sin hacerlos retroceder.

—¿Cuánto tiempo podemos avanzar sin repostar el agua de los barriles? —preguntó Andrea.

—Puede que cuatro semanas. Con cincuenta negros en las bodegas, además de la tripulación, nos podemos encontrar en dificultad ya al norte del Cabo Blanco.

—En ese caso parece que sólo tenemos dos posibilidades —dijo Andrea—. Una es navegar hasta la isla de Arguin, y conseguir allí agua y comida.

—Nos estaríamos acercando a costas hostiles —advirtió Gomes Pires—. Los azanegues no nos tienen mucho cariño.

—Soy consciente de ello —argumentó Andrea— e, incluso si repostamos en la isla de Arguin, todavía nos quedaría un largo camino hasta las islas Afortunadas, con corrientes marinas en contra la mayoría del viaje.

—Un largo y duro viaje —dijo el capitán Ugo seriamente—. Sobre todo con los barcos tan cargados y con tanta gente a la que dar de comer y de beber.

—Habéis mencionado otra posibilidad —dijo don Alfonso—. ¿De qué se trata?

—Creo que podemos llegar antes a Lagos navegando hacia el noroeste —dijo Andrea.

—¿Por el camino a las Indias? —exclamó Gomes Pires—. Estaréis bromeando, señor.

Andrea sonrió.

—No tenía pensado llegar tan lejos —desenrolló un mapa que había llevado y lo extendió sobre la mesa—. Este mapa cubre toda la costa africana que hemos recorrido —les explicó—. Lo he diseñado siguiendo las indicaciones de los mapas que tiene el maestre Jacomé en Villa do Infante y he esbozado la parte que faltaba —señaló con el dedo un punto al oeste de Portugal donde se veían varias islas—. Como veis, he situado aquí las Azores, que se estima que queden a unas setecientas leguas de Sagres y las costas de Portugal.

—¿No pretenderéis visitar las Azores de camino a casa? —dijo don Alfonso muy seriamente.

Todos se rieron, excepto Andrea.

—Puede que sí, si necesitamos agua y comida, pero todavía no estoy completamente seguro.

—Explicaos mejor, por favor —le pidió Gomes Pires—. Esto suena muy bien.

—Mirad con detenimiento el mapa —les indicó Andrea—. He dibujado en él algunas flechas que indican la dirección de los vientos predominantes que han señalado otros navegantes y que yo también he observado en nuestro viaje. Como podéis ver, en el área donde nos encontramos los vientos soplan directamente hacia el suroeste. Además, he analizado las corrientes marinas durante nuestro viaje al Cabo Blanco desde las islas Afortunadas, y creo que hay fuertes corrientes que se mueven en paralelo a las costas africanas y hacia el suroeste.

—Maria Sanctissima —dijo el capitán genovés—. Esto explica por qué es tan difícil navegar hacia Lagos. Nuestras carabelas no sólo tienen que vencer los vientos contrarios, sino también las corrientes.

—Exactamente —afirmó Andrea—. Ahora mirad la región de las Azores en el mapa. Podéis ver, por las flechas, que el viento sopla predominantemente hacia el este. De hecho, parece que giran en un círculo gigante cuyo centro es algún punto al oeste de donde nos encontramos. Mi propuesta es utilizar estos movimientos del viento para que nos lleve a casa mucho más rápido de lo que jamás ningún otro barco haya conseguido.

—Pero, imaginad que los barcos quedasen atrapados por los vientos —protestó don Alfonso—. Podríamos terminar navegando en círculo hasta morir de hambre y de sed.

—No con los barcos que construye en Infante —le aseguró Andrea—. Las carabelas como éstas no navegan bien si tienen el viento directamente en contra. Ningún barco lo hace, por ahora, pero con un buen viento procedente de cada punto cardinal, navegan perfectamente.

—¡Santiago! —exclamó Gomes Pires—. Es muy arriesgado lo que proponéis, señor Bianco, pero creo que es muy sensato.

—Yo aún no veo nada, aparte del círculo imaginario de los vientos del que habla el señor Bianco —admitió don Alfonso.

Andrea cogió un trozo de pergamino de la mesa, plegándolo hasta hacer un borde en línea recta.

—Mirad aquí, señores —dijo, inclinándose sobre el borde del mapa que estaban analizando—. Si ponemos un rumbo que nos lleve un poco hacia el oeste al norte de este punto, atravesaremos rápidamente la corriente de las islas Afortunadas y nos libraremos de ella. El viento soplará en nuestro cuadrante constantemente y haremos un excelente progreso.

—¿Cuánto viajaremos en esa dirección? —preguntó don Alfonso—. No me gusta la idea de alejarme de casa para volver a ella.

Gomes Pires se rió.

—En el mar la línea recta puede que no sea el camino más rápido entre dos puntos, señor Lancarote.

—¿Cuánto viajaremos en esa dirección? —insistió.

—Hasta que los vientos comiencen a soplar hacia el este —dijo Andrea—. Probablemente un poco al norte de la latitud de la isla de Madeira.

—¿Cómo nos indicaréis que hemos llegado a la latitud de Madeira, a menos que nos acerquemos tanto que consigamos verla?

—Os garantizo que lo haré —dijo Andrea completamente seguro—, y os indicaré también cuando lleguemos a la latitud del promontorio de Sagres. No hay posibilidad de equivocación, no viajaremos más al norte.

—Y, ¿entonces?

—Entonces podremos rumbo al este, a casa, con el viento a nuestro favor —exclamó Gomes Pires—. Es así de fácil.

—Así es, señor Lancarote —Andrea se dio cuenta enseguida de que el patrón portugués, que no era más que un marinero de agua dulce, no entendía estos asuntos tan bien como Gomes Pires—. En realidad lo que haremos será viajar por los catetos de un ángulo recto. Es verdad que la hipotenusa es el camino más corto, pero debido a los vientos y a las corrientes, no es la mejor opción, ni la más rápida para nosotros, así que recorreremos la distancia de los catetos del triángulo.

—Imaginad que no sale como esperáis —dijo Lancarote dubitativo—. Si estamos en alta mar demasiado tiempo, tendremos problemas.

—Las islas Afortunadas y Madeira estarán todo el tiempo a sólo unos días de viaje —le aseguró Andrea—. Podríamos llegar a una de las dos sin ninguna dificultad.

—¿Éste es el secreto del que siempre presume? —le preguntó Gomes Pires—. ¿Ser capaz de localizar el paralelo de latitud de cualquier punto que ya haya visitado antes? —Sí.


¡Sangre de Cristo!
Un método como éste hará que navegar los océanos sea tan fácil como atravesar un país por tierra.

—No tanto —se rió Andrea—. Todavía tenemos que encontrar un método práctico que nos permita medir la altura Este-Oeste cuando no hay eclipse de luna.

—Vos lo encontraréis —le aseguró Pires, alegre—. Confío en sus extraordinarias dotes de navegante y cartógrafo, señor.

—Entonces, ¿está de acuerdo con su propuesta, señor Pires? —le preguntó don Alfonso.

—Absolutamente.

—Y vos, ¿señor Tremolina?

—Confío en el señor Bianco —dijo el capitán Ugo—. Si dice que me puede llevar a casa por el camino más rápido, estoy seguro de que lo hará.

—Entonces seguiremos su plan, señor Bianco —admitió don Alfonso—. Dios quiera que estéis en lo cierto, o moriremos todos de hambre y de sed.

—Estáis tomando una sabia decisión, señor —le dijo Gomes Pires—. Sin duda conseguiremos salvar a muchos negros que de otro modo perderíamos en el camino a Lagos.

—Soy consciente de ello —dijo don Alfonso—. Estoy seguro de que Nuestro Señor nos guiará y nos llevará rápidamente a casa para que muy pronto estemos enseñando a estos paganos la gloria de Sus palabras —añadió piadosamente.

Andrea y Gomes Pires se dirigieron a la proa, donde guardaban uno de los compases que utilizaban para timonear, en una caja enfrente del timonel. El otro estaba en la cubierta de popa. Se quedaron allí hablando un rato del curso que seguirían las carabelas. Después él, don Alfonso y el capitán Ugo volvieron a la Santa Clara, cuyas luces empezaban a destellar en mitad de la oscuridad de aquellas latitudes. Una vez a bordo y después de haber subido el bote a cubierta, se desplegaron las velas y las lustrosas carabelas empezaron a tomar velocidad.

A lo lejos, en el norte, la luz de la Estrella Polar empezó a parpadear en la creciente oscuridad del cielo. La proa del barco apuntaba ligeramente hacia el este de ella. Estaba un poco a la derecha de la mano de Andrea cuando observó su ángulo para tomar sus apuntes, antes de que el barco empezara a avanzar con las velas hinchadas con el viento del suroeste, que las estiraba como la piel de un tambor.

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