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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (12 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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—Realmente es un conde. Su familia le repudió hace muchos años, cuando aún era un niño. Según parece, sufrió una enfermedad que le hizo perder la cordura, y mucho más que eso —me explicó Pierre mientras saboreaba su pitillo—. Este hotel, y la cafetería, son de sus hermanos.

A pesar de la brusquedad con que hablaba, no dejaba de sorprenderme la naturalidad con la que conseguía despistarme.

—Pero, pero…

—A él le encanta creerse un caballero, un mecenas, un experto en numismática, un lince en los negocios. Le dije que tenía una moneda valiosísima y que si la quería debía espiar para mí.

—¿Espiar?

—Espiar a nuestros enemigos.

De la puerta de entrada empezaron a llegar voces que anunciaban que la hora de la merienda estaba en su punto álgido. Hubo incluso empujones para alcanzar alguna de las mesas más cercanas al zaguán, las únicas que quedaban libres. Alcé la voz lo máximo que pude.

—¿Los que mataron a Nano y al cura? ¿A esos tenía que espiar? —pregunté.

—Sí. Y ya ves cuál ha sido el resultado, tenemos a Saturnino en el otro bando. Mañana le haremos una visita para cerciorarnos de que realmente sabe rezar.

El Francés apagó el cigarro y depositó un billete encima de la mesa. Salimos a la calle. Mientras caminábamos en busca del tranvía, la imagen del conde Salzillo hizo que me acordara de Nano, en su tontura inocente, y en cómo era de peligrosa la verdadera bobería. Me embargó una sensación de destemplanza: sentía que en el mismo momento en el que mi triste amigo aceptó el infortunio, se estuvo gestando su propia muerte. Creía que jamás persona tan noble había sido engañada más vilmente, con maniobras tan traicioneras. Era incapaz de abrigar en mi alma rencor alguno contra él. Decidí no pensar en ello. Decidí agarrar la cobardía por los pelos y obstinarme en encontrar la manera de salir airoso de todo, de vivir en paz de una vez por todas.

—Pierre.

—¿Sí?

—¿Era muy valiosa la moneda que le has dado al conde?

—¿Valiosa?

Ni un solo remordimiento en su media sonrisa.

—Cincuenta céntimos. Acuñada hace un par de años. Nada valiosa; pero para él una antigualla de muchos quilates.

8

DETRÁS DEL VENTANAL

Era miércoles por la mañana, día de mercadillo en aquella parte de la ciudad. Tradicionalmente, según me contaron, en el antiguo emplazamiento de los puestos, varias manzanas al oeste de donde estaba ahora el ayuntamiento, la gente se abarrotaba en las estrechas calles que desembocaban en la plaza mayor. Por eso gran parte del comercio se trasladó a la zona más moderna de La Capital, impidiendo que ese bochorno de compradores se apiñasen todos juntos, revueltos, al abrigo de los olores de las churrerías y los tenderetes de café y chocolate. Bajé hasta un extremo del bullicioso mercado a comprar algo para desayunar, el tiempo estaba destemplado y me apetecía dar un largo paseo entre la lluvia deleznable y mis propios pensamientos. Caminaba entre charcos, aún enanos y limpios, bajo la tenue sonrisa de un sol que apenas salpicaba rayos a un bellísimo y radiante arcoíris. Lo presentía. Detrás de mis pasos una silueta se escondía en cada una de las huellas que iba dejando tras de mí. Me golpeaba una fina y fría lluvia en la espalda, pero eso no impedía que tuviese la extraña sensación de que alguien me estaba observando.

Aceleré la marcha al adentrarme en los recovecos de la ciudad. Callejuelas pensadas para ahuyentar las crecidas del agua en los días en los que la tormenta se cebaba con el pavimento. Me dirigía a todo el centro del meollo, al mismo sitio en el cual el día anterior había visto una pastelería. He de reconocer que no me esperaba el tufo de toda la gente remojada y asqueada, dando sacudidas a diestro y siniestro, buscando una terraza cubierta donde pasar el chaparrón. Giré tímidamente la cabeza hacia atrás, justo donde pensaba que encontraría dos puñales oteándome ávidos y con maldad. En mitad de la calle solo había una persona, mirando fijamente hacia donde yo estaba. Tenía medio cuerpo cubierto con una chaqueta de paño verde. Estaba inmóvil, como un árbol. Una cortina de agua y unos portentosos truenos arrancaron más de una exclamación a los tenderos que se afanaban en desmontar sus lonas y sus puestos al aire libre. Carreras, carreras, carreras.

Me agaché solo un momento, a hacerme un dobladillo en los pantalones. Cuando me levanté, aquel hombre ya no estaba allí. Había desaparecido, al igual que mi sensación.

Antes de ir al asilo de San Gabriel pasamos por la cocina de un cutre bar del centro, uno de los lugares más sucios y repugnantes que recuerdo haber visto en mi vida. Una gran chimenea, grasienta, situada en la pared más alejada de la puerta de atrás del local, ardía con tablones de pino reseco y pintados de verde, seguramente restos de algunas ventanas o muebles. Tres cocineros bañados en mugre y sudor troceaban carne en un mostrador de mármol. El cuerpo de un carnero colgaba de un gancho, al lado de la portilla de una despensa, con las tripas aún sangrantes y llenas de comida en descomposición y moscas hambrientas. Yo miraba asqueado a mi alrededor desde el quicio de una ventanilla de ventilación al lado de un aseo maloliente. El Francés se coló entre los cocineros. Agarró un trozo de zanahoria y empezó a mordisquearla.

—¡Tortosa! —dijo—, ¿nunca te lavas las manos después de mear? ¡Esta maldita zanahoria huele a meados!

Uno de los cocineros se volvió hacia el Francés y pensó durante unos instantes antes de responder.

—Pues la verdad es que no lo sé —dijo finalmente el aludido—. No me acuerdo.

El enclenque cocinero hincó el cuchillo que tenía entre manos en una tabla desgastada que estaba sobre la encimera. Se secó el sudor con la camiseta y abrió los brazos de par en par. Pierre se abrazó a él sin importarle lo más mínimo la suciedad o la peste que aquel hombre transmitía. Estuvieron un rato dándose golpes en el pecho y palmadas en la espalda. El agüilla saltaba de la chaqueta de Pierre al igual que el polvo de la del cocinero. Pasados unos minutos de más golpetazos y sinceros apretones, los dos amigos se separaron en silencio. El Francés señaló con la cabeza a los otros dos individuos que vestían de blanco cochino, abriendo los ojos, enarcando las cejas, moviendo la nariz, enseñando media sonrisa. Las facciones italianas de Tortosa se relajaron hasta el punto de parecer que se desplomaban de sus mejillas. Volvió a coger el cuchillo y lo zarandeó en las narices de los otros cocineros.

—¡Fred!, ¡Urría! —gritó—. ¡Salid a tomar el aire!… ¡Y no volváis hasta que yo os lo diga!

No me di cuenta de lo enormes que eran los otros dos cocineros hasta que no pasaron por delante de mí. Uno de ellos tenía un parche en el ojo derecho y juraría que también una pierna de madera, una pata de palo. Tortosa me miraba con una perspicacia casi insultante. Soltó una carcajada triunfal, como si hubiese añadido a mi incomodo un final feliz.

—¡Eres clavado a tu padre! —sentenció—. Tú eres hijo del
poeta
, ¿verdad?

Debió de quedárseme cara de bobo a juzgar por cómo me miraba. El Francés cogió un taburete y se sentó al lado de su amigo. Intencionadamente se colocó entre los dos, como queriendo relajar el ambiente. Yo estaba tranquilo, pero me molestaba que no lo aparentara.

—¡¿Y tú quién eres?! —dije haciéndome el duro.

Tras un segundo de ingenua sorpresa, el cocinero dio un paso hacia atrás. Golpeó con el puño cerrado la pared metálica de una de las dos cámaras frigoríficas y, con la cabeza escondida entre su propia figura, empezó a reír incontroladamente.

—¡Sí!, ¡no hay duda!, eres hijo de ese malnacido, Dios lo tenga en su gloria. ¡No hay duda de que lo eres! —dijo al fin.

Me sentía como un mono de feria expuesto en el carromato de un circo ambulante. Yo era el hijo del pasado, de una pesada caravana que empujaba a cada paso que daba, lastrada con un cimiento perdido en algún sitio, y en ninguna patria.

El Francés me miró y pareció adivinar mis pensamientos. Cambió el semblante, tosió y se volvió hacia donde estaba Tortosa.

—Necesito saber si puedo contar contigo. Por los viejos tiempos.

—¿Por los viejos tiempos? —preguntó el cocinero.

—Así es.

Miré fijamente a Tortosa, parecía una mancha oscura en un mantel blanco, arrugado en los pliegues de su delantal. Él no levantaba la vista, sus ojos se deslizaban de un lado a otro; hasta que se posaron en el suelo, a los pies del Francés.

—Sabes que por ti mataría.

Algo en su cara me indicaba que era sincero, que era un hombre que incluso daría su vida por un amigo. En su rostro se perdía la franqueza y la ferocidad del soldado, se sentía la dudosa ternura y el respeto del subordinado hacia su superior en el campo de batalla. Para él, el precio de sus palabras no importaba; era evidente.

El Francés levantó aún más la cabeza y sonrió de inmediato.

—Lo sé, amigo. Pero no tendrás que hacerlo, al menos de momento. Solo quiero saber si te tendré a mi lado cuando lo necesite. Si puedo contar contigo para lo que sea. Sin explicaciones.

Tortosa miró al suelo y empezó a menear la cabeza con violencia.

—Si me pides que te limpie el trasero después de una indigestión con un almuerzo de mi bar, te lo limpiaré con mis propias manos. Haré lo que me pidas. Sin explicaciones. Me ofendes solo por preguntarlo.

El Francés sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó el sudor. Ahora parecía estar más nervioso que hacía un rato.

—Quizá no necesite nada; pero prefiero saber que tengo a un amigo que puede velar por mí si llegara el caso. Un verdadero amigo en quien confiar. Ahora estoy metido en un asunto…, en un asunto de honor que puede llegar a ser muy peligroso.

El cocinero no se inmutó. Sus facciones pestañeaban con la velocidad del silencio. Cerró los ojos y resopló al cielo antes de hablar.

—¿Me avisarás tú mismo?

—Adiel —dijo el Francés señalándome con la cabeza—, será él quien te avise. Solo él. Debes protegerle como si se tratara de mí, llegado el caso —carraspeó—. Si cualquier otra persona que no sea el chico viene en algún momento diciendo que lo hace de mi parte…, piensa que, una de dos, o estoy muerto, o debes matar al emisario.

La impresión que daba aquella turbia cocina era la de una sala repleta de espíritus revueltos, atiborrados de intrigas novelescas y folletines misteriosos. El Francés competía con el cocinero por el mayor de los gestos cicateros y melindrosos. Yo en cambio no sabía cómo esconder mi rostro de sus miradas.

—¿Os quedáis a comer? —preguntó Tortosa una vez pasados unos segundos de necesaria indiferencia.

Pierre me miró antes de contestar. Yo seguía con la vista un reguero de gotas de sangre danzando sobre la lana aún vestida del carnero colgado.

—Tenemos prisa…, otro día será.

Al darnos la vuelta para salir, Tortosa se me acercó y me estrechó la mano con fuerza. Sus dedos estaban fríos y eran ásperos.

—Tu padre era un malnacido. Pero nunca olvides que fue quien te dio la vida. No reniegues de él.

Pierre esperó a que el cocinero me soltara la mano para estrechar él la suya. Otra vez estaba lloviendo con fuerza. Nos metimos debajo de una caja de madera antes de pisar la calle. Un guiño del Francés fue la señal para abandonar la pestilente cocina. Un olor a lluvia y alquitrán fresco inundó todos mis sentidos.

Nos marchamos corriendo.

El sonido de la lluvia, debajo de aquellas tejas, causaba un efecto extraño en mi percepción de la realidad; inalterable, pertinaz, casi familiar. Como si las nubes hubiesen sido creadas para estar siempre en los cielos, eternamente lloviendo. Como una primavera quisquillosa, llorona y triste.

Al llegar al asilo tuve ese acalorado latido en el corazón que siempre surge cuando una incertidumbre se abalanza sin freno ni rumbo. La tarde ya se había posado en el aire, y el ancho portal vetusto y señorial parecía limpio y mojado. Los tonos mustios, grises y apagados del día anterior se perdían en mi memoria, a lo mejor cansados de estar apenados. Un niño rubio, vestido con unas haraposas prendas, nos miraba desde el otro lado de la reja. Era muy joven, pecoso, y parecía ausente. Cuando se percató de que le mirábamos salió en espantada hacia el interior de San Gabriel. Regresó junto al mismo hombre mayor del manojo de llaves que la víspera, de tan mala gana, nos había abierto la puerta.

—¡Qué queréis ahora! —rugió.

—Necesitamos hablar con Saturnino —contestó el Francés.

—Él no está. Ni estará.

El anciano regurgitó algo que tenía en el esófago dando vueltas. Se limpió la boca con la manga de su camisa y, aproximándose lo más cerca posible a la reja, acercó un dedo amenazante diez centímetros delante de nuestras caras.

—¡Si no os marcháis ya… llamo a la Guardia Civil!

El Francés hizo como si no hubiese escuchado nada.

—Necesitamos hablar con Saturnino. Solo un momento.

El viejo estaba totalmente cubierto del color de la rabia, con la lengua maldiciendo y unos ojos grises que lanzaban feroces puyas de ira. Lo último que esperó fue encontrarse aprisionado entre su propia torpeza y el hierro oxidado de la reja. Pierre apresó el dedo amenazante del anciano y lo retorció y retorció con tal fiereza que el portero cayó desmayado. El niño rubio gritó, asustado, aún más alto. En un segundo el Francés había roto un dedo, quitado unas llaves, abierto una puerta y abofeteado a un pecoso chillón indolente. Nunca nos hubieran permitido entrar de otra manera.

Corrimos hacia el interior del asilo, fuimos sala por sala de la primera planta lo más rápido que pudimos. Yo estaba terriblemente asustado, el Francés parecía estar poseso, gruñía y maldecía entre dientes, dando enormes saltos y brincos cada vez que salíamos de una habitación. En el huerto sonaba la tormenta, un chorro de agua empezó a manar del cielo. Los moradores del asilo se arremolinaban a nuestro alrededor, curioseando. Pierre empezó a preguntar a todo el mundo por Saturnino. Ellos callaban y meneaban la cabeza en señal de negación. Nos sentimos perdidos por un momento… hasta que unas carreras tintineantes, provenientes del pasillo que llevaba al umbral de San Gabriel, nos puso en guardia.

—¡La policía! —exclamé.

—O algo peor. —Pierre miró nervioso cuanto pudo ver a su alrededor. Necesitábamos una vía de escape.

—¿Algo peor?

Al parecer no era momento para explicaciones.

El Francés me agarró de la nuca y empujó de mí escaleras arriba, hasta el segundo piso. Su aliento raspaba jadeante mis oídos, detrás de mí. Al llegar al último escalón empezó a dar vueltas sobre sí, como queriendo encontrar el equilibrio perfecto. Ya se escuchaban los gritos de unos perseguidores muy cerca, en el cogote.

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