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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (44 page)

BOOK: El cementerio de la alegría
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No cesaban los disparos. El Francés me sonrió penosamente, sabía que aquello no terminaría hasta que solo quedara uno de ellos. Las balas cruzaban cada vez más espesas. Podía sentir los latidos del corazón de Fred golpeando contra su pecho, indeciso por salir corriendo cubierto de valor. Pierre también lo sintió, y guiñó el ojo para apuntar a la espalda del pinche del cocinero cuando echó a correr. Las piernas se le arquearon a Fred, pero le dio tiempo a darse la vuelta y a disparar un par de veces al cielo.

Fazio salió solo un segundo de su barricada naranja para respirar. Desde allí no podía vernos. Ni nosotros a él. Escuchamos una ráfaga de muerte y un grito aterrador. Muerte. El Francés se retorció de un salto, y volvió a agacharse cinco metros a su derecha. Frente a él encontró totalmente desarmado al hombre de la metralleta. Había matado a su compañero. Estaba desorientado, y a merced de nuestra suerte. Con el arma en el aire, se quedó parado, mirando a Pierre y negando con la cabeza. Se dejó matar.

Los ojos de Donabella sabían la verdad. Le habían alcanzado en el abdomen y se moría sin remedio. Crucé una mirada con el Francés y comprendí que no había nada que hacer. Le temblaba todo el cuerpo y cada vez más violentamente. A Clarisse, la ceguera del odio le había embrujado, seguía impávida y quieta. Pierre se marchó a atenderla y me dejó a solas con mi tutor.

—Adiel…, hijo mío…, me muero… —murmuró Tito, apretando los dientes—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando salí de casa?

Nunca he temido más desfallecer en los brazos de la pena que entonces. Era incapaz de derramar una mísera lágrima pero me estaba ahogando por dentro. Cogí la cabeza de Donabella y la posé delicadamente encima de mis rodillas. Me acerqué a sus labios y le acaricié las mejillas, a la vez que la oscuridad se desplomaba sobre su rostro.

—Te dije que algún día comprenderías que… que las razones por las que se hacen las cosas apenas importan… De nada vale lamentarse por lo que uno ha hecho en la vida, el lamento es… es solo la excusa del perdedor… Adiel, hijo mío…

—Tranquilo… —trataba de que no sufriera—, no intente hablar.

—Debo hacerlo… Tengo poco tiempo… ¡El rosario! —me preguntó asustado—, ¿dónde está?

—Aquí —la pena me arrancaba la respiración—, lo llevo colgado del cuello…

Me aferró con la mirada la garganta, y cerró los ojos cansados, preso del agotamiento. Su nuca me resbalaba de la mano a causa de algo caliente que goteaba.

—Antes de que el Colegio fuera una ruina había una capilla justo detrás de este naranjal, el… el cobertizo donde están las vacas es lo que queda de ella. —Respiraba cada vez más lento—. Los primeros monjes que cuidaron de este lugar plantaron… plantaron un rosario de… árboles en la entrada de… de la ermita.

Rompí a llorar, en silencio.

—Sembraron un limonero por cada una de las cinco decenas del avemaría de un rosario…, y un naranjo por cada padrenuestro que encabezaba a cada decena… Además… además de seis hermosos granados que representaban a los rezos que se cantan antes de anunciar el primer misterio. De aquello solo quedan las huellas que ha dejado el paso del tiempo. Están los troncos muertos, a ras del suelo…

Abrió los ojos buscando en los míos una cortina de amor que le diera paz. Le sequé el sudor de su frente y le besé la mano.

—A esos naranjos se refería tu padre…, allí están los baúles —apenas murmuraba, tuve que pegar mi oreja a sus labios—. Si pones tu rosario en el suelo, y le das la forma de un círculo, te… te servirá para guiarte en la búsqueda de los naranjos…, solo tienes que contar seis empezando por la primera raíz… por la primera raíz que veas muerta detrás de la misma espalda del cobertizo… Representará a los primeros seis rezos del rosario: el credo, un padrenuestro, tres avemarías y un último padrenuestro… Los primeros seis árboles…, granados… —insufló un torbellino de esperanza antes de seguir hablando—, a partir de ahí las raíces formarán un círculo y cada once de ellas será un naranjo…, un naranjo…, cava allí…, allí se encuentran los baúles…, cava allí…, cava…

En el fondo de mi alma no quería creer que se estaba muriendo. Hasta entonces no entendí cuánto le necesitaba, no podía entenderlo. Busqué alguna manera de consolarle y solo encontré un llanto desconsolado y vacío. No logré encontrar miedo o rabia. Le dije «te quiero», y me sonrió.

Todavía hizo un último esfuerzo.

—Ve a ver a mi dulce hija…, Ceniza…, mercado de Alcurria…, Dulce…

En mitad de un suspiro, aspirando otra lágrima mía, se desperezó y murió.

El Francés dejó que me desahogara durante un rato. Yo no quería abandonar a mi tutor en aquel cementerio miserable, a la intemperie, para festín de las alimañas. Pero era lo único que podíamos hacer. La policía en algún momento descubriría los cadáveres y le daría sepultura cristiana a Tito Donabella. Quería creerlo. Le daría sepultura cristiana.

Pierre escuchó atento lo que le dije acerca del rosario. Decidimos darnos prisa e irnos pronto de aquel sitio maldito.

Clarisse seguía como ida, tiesa como un palo y muda como un fantasma. El Francés la dejó apoyada en el muro del cobertizo mientras escarbábamos la tierra en busca del legado maldito del poeta.

Mientras me rompía las uñas descubriendo cuánta maldad podía esconder un tesoro, apremiaba escuchar una voz en mi interior que me dijera el sufrimiento que era capaz de soportar. ¡Ya no podía más!, caminaban mis plegarias al lado de mi niñez robada, junto al recuerdo de un padre al que no amé, ni amaría nunca.

Arrancamos de la tierra los cuatro baúles del
poeta
. Eran cuatro cajas de metal no más grandes que una de puros. Oxidadas, viejas, indefensas. Cuatro cajas de metal que contenían muchas vidas robadas en el pasado, y muchas sacrificadas aquel mismo día. Pesaban lo que pudiera pesar el barro que tenían en sus paredes.

Las abrimos. Todas estaban vacías, excepto una que contenía un sobre lacrado con cera verde. Tenía escrito mi nombre: «Adiel».

De pronto todo otra vez se trocó umbrío. Otra vez.

Pierre me miró con los ojos desorbitados. Extendió su mano derecha con el baúl oxidado que contenía mi tesoro, y con la izquierda sacó del bolsillo de su chaqueta una pistola. Juro que no sabía qué pasaba. Me aproximé hasta él y le cogí el sobre de dentro de la caja de metal. Un hilillo de saliva descendía de la comisura de sus labios. Su media sonrisa estaba llorona.

—He sido el primero en disparar hoy —el Francés se dio la vuelta. Tenía una daga clavada en la espalda—, también seré el último…

La mano ardiente de Clarisse se despegó de la empuñadura que había cortado la vida del Francés. La sangre salía a borbotones del corazón de Pierre. La blancura de la piel de aquella mujer se tiñó de muerte. El Francés le disparó tres veces a la cabeza.

El cuerpo de Pierre y el cuerpo de su mujer se desplomaron juntos, a la vez, sobre un nuevo tálamo de recién casados.

Corrí desesperado, sin aliento, a través de los bosques que rodeaban al cementerio de la Alegría. Escapaba de un campo sembrado de muerte, de espigas de desolación con el que los buitres harían festín y los demonios también.

Me dije que debía ocultarme durante la noche y huir a La Capital e ir a ver a mi dulce Dulce, como dijo Tito. Me repetía una y otra vez que todo había terminado.

Corrí sin parar. Sin descanso. Por medio de la espesura de la noche, por los badenes de la paranoia, por las sombras del infierno. Ya nada me daba miedo.

Estaba cansado, muerto de vida, y con un sueño atroz y triste repleto de pesadillas.

Todo había terminado.

35

EL JURAMENTO

Han pasado largos años desde aquellos días en que huir de la muerte era mi destino. Aunque no he vuelto a pisar en mi vida el cementerio de la Alegría, durante mucho tiempo no he dejado de pasear entre los naranjos y las ruinas del Colegio. A veces he recogido en mis recuerdos las altas nubes de la indiferencia, pero aun así me asaltaban y acosaban, y me derribaban las súplicas ahogadas de las ánimas. Así es la memoria, un vasto océano plano y sereno donde sin avisar se desatan oscuras y mortíferas tormentas. Ahora me cuesta menos llorar, pero nadie me habló del amor, nadie me contó que al final de esta historia el amor no triunfaría.

Llegué al alba, poco antes de que se fueran a la cama las luciérnagas y los serenos. En La Capital nunca dormían los bares, ni las iglesias, ni los tunantes. La gente salía muy temprano a la calle deseosa de un nuevo día, ansiosa de comprar, de vender, de improvisar, de mirar, de protestar, de rezar, esperanzada de que la pesadumbre y el aburrimiento se marcharan de una vez por todas de su infeliz rutina. Caminar por entre las abigarradas fortificaciones de los callejones era lo más parecido a pasear por un viejo y enorme castillo de la Edad Media, atiborrado de mozos correteando. Muchos artistas e historiadores lo proclaman sin ningún pudor: la joya de la vieja ciudad es el barrio de la Alcurria.

No tardé en encontrar el mercado, ya había estado allí cuando buscaba una barbería donde adquirir el jabón de brocha y las cuchillas que Clarisse necesitaba para afeitar a su marido en el hospital, el mismo día que creí ver el perfil de mi amada Dulce aparecer entre las sombras de una torreta.

Me dolía el cansancio, había caminado durante toda la noche por la orilla de la carretera, masticando mis miedos, y con una sensación de orfandad corrompida. La única motivación que me retenía a las puertas de aquel lugar era encontrar a la mujer que amaba. Esperé a que dieran las nueve y a que el bullicio del lugar disimulara mi mal aspecto. Por suerte para mí, la ropa que llevaba era tan oscura como la sangre que me habían salpicado Pierre o Donabella.

Cuando quise darme cuenta, me encontré envuelto en los estribillos habituales de los tenderos y charlatanes del mercado, frente al quiosco de flores, en su entrada por la calle Mayor. Una anciana de ojos verdes y garganta afilada, con una cola negra como el carbón, menuda y de achatadísima nariz, quitaba pétalos secos a un ramo de claveles rojos. Me acerqué a ella y le murmuré tan bajo que la pobre mujer creyó que yo era mudo:

—¿No puedes hablar? Cariño de niño…, pobre zagal… ¿Qué quieres?

—¿Eres Ceniza? —repetí en un tono de voz más alto.

—La misma —me contestó desconfiada—. ¿Quién lo pregunta?

—Me manda mi tutor, don Tito Donabella, el joyero del pueblo.

—Eso no responde a mi pregunta, zagal. ¿Quién eres tú?

Tenía una ligera bizquera que, sin afear el rostro, le hacía tener una expresión pensativa y apacible. Me preguntaba si alguna vez había sido joven y bella.

—Soy hijo del
poeta

—Ajá…

—Sí…

—¿Y?…

—Y quiero ver a mi musa.

Ceniza agarró todos los paquetes de un puñado y depositó las flores dentro del pequeño recinto de su tenderete. Me sonrió con la mueca más larga del mundo y tiró de la solapa de mi chaqueta para que me agachara.

—Me ordenó la señora que en cuanto apareciera le llevara a la casa.

Cerró de un portazo el quiosco. La anciana me miró con fijeza, luego apartó la vista y me dijo secamente:

—Está cerca.

A duras penas conseguía mantener el ritmo de Ceniza a través de las callejas de la Alcurria. Subí y bajé tantas cuestas como crestas hay en una montaña rusa. Diez minutos después, la florista se detuvo en lo alto de una colina empedrada, miró a la izquierda de la calle, y anduvo unos pasos más hacia un callejón sin salida. Se paró definitivamente a las puertas de un enorme caserón. Abrió el portón con una llave herrumbrosa, se remangó la falda y saltó un pequeño hoyo que había en el suelo. Me dijo que esperara fuera.

Tenía frío y hambre. Estaba destemplado y las fuerzas me fallaban. Me senté en la calle, con la espalda apoyada en la fachada de la casa. Se me cerraban los ojos y comencé a dar cabezadas. Metí mis manos en los bolsillos para entrar en calor. Con la yema de mis dedos toqué algo que me hizo espabilar… Papel. Lo había olvidado. Era el sobre lacrado con cera verde de mi padre; el legado del
poeta
que habíamos encontrado en el baúl de los naranjos.

Sentí de súbito miedo, como quien se sabe porteador de una maldición de la que nadie puede escapar. Ante mí tenía el tesoro. Resoplé más cansado aún.

El portón volvió a abrirse.

—Sígame.

Ceniza me guio por unas escaleras empinadas y antiguas como las vergüenzas, subimos hasta un segundo piso y me abrió con llave una puerta que daba a un pequeño zaguán.

—La señora me ha dicho que le acomode en esta habitación. En el escritorio encontrará un poco de pollo asado, vino y algo de pan. Encima de la cama tiene una toalla y ropa limpia que puede ponerse. El agua está caliente en la jofaina.

—Gracias…

—La señora me ha dicho que le diga que descanse. Esta noche le verá. Buenos días.

Escuché cómo la florista hacía crujir la cerradura tras de sí. No me importó, estaba demasiado cansado como para no descansar. Me tiré encima de la cama y me quedé dormido al instante.

Ceniza estaba de pie cuando me desperté, mirándome. Me incorporé extenuado en el filo de la cama.

—¿No ha comido nada? —me preguntó.

—Caí redondo… —dije.

—¿Quiere que le caliente un poco de agua para asearse?

—No, no se preocupe. Prefiero bajar ya de una vez y ver a Dulce.

—La señora quiere recibirle primero a usted a solas.

En aquel lugar había un profundo silencio. No se oía un mísero ruido por ningún sitio. Para colmo, la única luz que existía era el reflejo de una triste luminaria de un balcón enfrentado al mío.

—Como quiera…

Me llevó a otra sala penumbrosa en el primer piso y me dejó sentado allí, en soledad, en una especie de poyo de azulejos que rodeaba junto a otros una mesa de madera prehistórica. Un par de enredaderas daban color a unas frías paredes enmohecidas por el tiempo, desconchadas y mugrientas de pobreza. Lo que más me inquietaba era el crucifijo de casi un metro que presidía el arco de la puerta por donde había salido el ama de llaves.

Oí pasos acercándose a la habitación. Quien fuera se detuvo justo en la mirilla de la tortura, donde yo no le podía ni ver ni imaginar.

—¿Quién hay? —pregunté cauteloso—. ¿Es usted la señora?

El contraluz no me dejaba advertir con claridad de quién se trataba. Me sentí observado por una silueta.

—¿Señora?

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