Solo mucho más tarde se enteraron de que los sikhs del Panyab, alarmados por el rumor de que los británicos planeaban una invasión, habían desfilado por el río Sutlej y habían sido aniquilados. De esta manera, Kangra, por el tratado del 9 de marzo de 1846, había pasado a formar parte del Imperio británico. La comandancia sikh se había hecho fuerte en la fortaleza de Kotla y resistido el acoso de la artillería británica apostada frente a sus muros durante dos meses de asedio, tras los cuales fue entregada sin derramamiento de sangre.
Solo en contadas ocasiones miraba Sitara a su hijo con aire meditabundo, cuando escarbaba con las dos manos en la tierra, como había visto hacer a su madre, o mientras contemplaba con asombro en sus ojos oscuros que tanto se asemejaban a los de ella la flor que acababa de arrancar, y no podía menos que pensar en las palabras que le había dicho Mira Devi al poner en sus brazos al recién nacido: «Lo que a un ser humano le es dado realizar en la vida, el
jori
, está determinado por aquello que uno trae de una vida anterior, por cómo actúa en esta vida y por aquello que la
vidhi mata
, la Madre Destino, escribe sobre su frente al nacer; por todas estas cosas, Dharmraj, el Soberano Justo que todo lo anota, juzgará las acciones de cada alma en el mundo.»
Sitara solía abrazar a su hijo en tales ocasiones y le cantaba en voz baja al oído los versos que había aprendido de Mira Devi:
Han kinni tere lekh like, kinni kalam pheriyan, dharmraj meralekh like, vidhi mata kalam pheriyan
. «¿Quién escribió las líneas de tu destino? ¿Quién movía la pluma sobre el papel? Dharmraj escribió las líneas de mi destino. Vidhi Mata movía la pluma sobre el papel.»
A menudo salía a hurtadillas de la casa y, al amparo de la oscuridad, encendía una lamparita de aceite al pie de la gigantesca higuera sagrada que crecía a orillas del arroyo, con su corteza pálida y sus hojas acorazonadas, y depositaba al lado una ramita florida como ofrenda para pedirle a Brahma, el Creador, que proporcionara a su hijo un buen destino.
Era su cuarto verano en el valle de la alegría, caluroso y soleado, y Sitara llevaba de nuevo una criatura bajo su corazón cuando William Jameson llegó a Kangra portando en las alforjas, cuidadosamente empaquetadas, semillas de
camilla sinensis
, la planta china del té, acompañado de un gran maestro chino en la materia. Conforme a sus instrucciones, cultivaron un jardín experimental de esa planta no muy lejos del palacio. William se marchó, pero dejó allí a Tientsin, quien iba cada día a ver el crecimiento de las plantas jóvenes incluso bajo el monzón torrencial. Rápidamente se convirtió en un miembro más de la familia. Las espesas nubes del monzón que se cernían sobre el valle se disolvieron y, cuando el sol del otoño secó el suelo, Winston contrató a unos trabajadores del pueblo para que levantaran una pequeña manufactura de adobe junto al huerto conforme a los deseos de Tientsin, todo ello pagado con el dinero de la Sociedad que llegaba cada medio año con las visitas de William.
Tientsin se instaló en un cuartito de la manufactura, pero comía siempre en el palacio y alguna noche la pasaba allí también meciendo con agrado en sus brazos a la hijita a quien Sitara había traído al mundo ese mismo otoño y que llevaba los nombres de Emily Ameera, «flor de loto».
La supervisión de la construcción de la manufactura, la contratación y la vigilancia de los ayudantes del pueblo que debían echar una mano a Tientsin, la redacción de los informes para William y para la Sociedad, con estas tareas Winston había encontrado por fin algo que le satisfacía, aunque muy pronto quedó claro que, a pesar de llevar la dirección del huerto experimental en Kangra, en realidad era Tientsin quien, chapurreando el kangri que había aprendido, decía a los trabajadores lo que había que hacer y les enseñaba cómo. Y era también Tientsin quien velaba por las valiosas plantas, cortando aquí un brote que había crecido en exceso, intentando allí un nuevo cultivo, experimentando con vapor de agua para el marchitado de las hojas, con diferentes temperaturas y distintos intervalos de tiempo para el secado, clasificando las hojas de té en cribas de bambú y valorando su aspecto, color, olor y sabor. La verdad era que Winston no entendía absolutamente nada de té por mucho que se esforzaba, una verdad amarga como las propias hojas.
Ian seguía al chino como una pequeña sombra entre las plantas de té, en el ambiente de aire caliente de la manufactura, fascinado con la entrega de ese hombre delgado con gafas de cristales redondos y larga coleta a esas insignificantes plantitas de hojas lisas y relucientes, a los trocitos arrugados de color violeta y marrón en que se convertían después.
Por su parte, Tientsin tomó enseguida mucho afecto al joven de ojos oscuros e inteligentes, que absorbía como una esponja todo lo que él le contaba en su inglés plagado de faltas: las leyendas acerca del origen del té, su historia centenaria en China, desde donde se expandió por toda Asia. Educó los sentidos del chico poniéndole en la mano hojas recién recolectadas para que las frotara y las oliera a continuación, pidiéndole que prestara atención a todos los matices de color, al leve crujido de las hojas cuando las presionaba sobre la palma de la mano. Le enseñó cómo se enrollaban las hojas frescas con el vapor de agua, cómo cambios mínimos en el calor y en la intensidad producían resultados extremadamente diferentes. Le hizo mirar, palpar, oler, degustar y escuchar, y a menudo le citaba pasajes del
Chai Ching
, el libro del té de Lu Yu, escrito en el siglo
VIII
: «Las mejores hojas de té tienen que arrugarse como las botas de piel de los jinetes tártaros, rizarse como el pliegue de la piel entre el cuello y el pecho de un búfalo robusto, resplandecer como un lago movido por el viento del suroeste, desplegar un aroma como la niebla que asciende desde la quebrada solitaria de una montaña y ser jugosas y blandas como la tierra refrescada por la llovizna.»
Y Tientsin confió a Ian un gran secreto: no creía que en Kangra pudiera cultivarse nunca un té verdaderamente bueno. El clima era demasiado seco, el verano demasiado tórrido; el suelo resultaba más apropiado para cereales, fruta y verdura que para las sensibles matas de té. Con una mirada cómplice, el chino le habló de un valle muy alejado, en la parte oriental del Himalaya, más fresco y lluvioso que Kangra, que los tibetanos llamaban
Rdo-rje-ling
.
El huerto del té que iba aumentando de tamaño año tras año, los campos y los bancales de verduras de su madre, las habitaciones pequeñas y acogedoras del palacio: ese era el mundo de Ian, el hogar de Rajiv. El hindustaní, el inglés y el kangri eran sus idiomas; el kangri se lo oía a Mira Devi y lo aprendía en la escuela del pueblo y con los chicos con los que se peleaba por las tardes o con quienes capturaba pequeños lagartos antes de tomar el camino cuesta arriba hacia el palacio. Emily Ameera, a la que tenía un gran cariño y al cual la pequeña correspondía agitadamente con sus grandes ojos de color castaño claro, y su madre, que le contaba historias de acciones heroicas de sus antepasados, le hablaban en hindustaní. Su padre lo hacía en inglés al hablarle de la lejana y lluviosa isla donde había nacido.
Formaban su mundo las crestas de la cordillera Dhauladhar, de un blanco resplandeciente a la luz del sol de mediodía, y rojizas y doradas con la luz del atardecer y su caballo. Montaba con tanta seguridad como caminaba. Acompañaba a su tío Mohan a caballo de excursión por campos y bosques hacia antiguos templos abandonados diseminados por el valle, pináculos de piedra, denominados
shikharas
, esculpidos y con cavidades cuadradas para ofrendas y lamparillas de aceite, a imagen de las cumbres del Himalaya, en las que los dioses tenían su morada, aquellos dioses de los que le hablaba Mohan: Shiva y Shaktí, Brahma y Visnú.
Escuchaba las historias de Jánuman, Krishna y Ganeshaa, cuyas imágenes encontraba luego en los muros semiderruidos de los palacios abandonados, donde podía pasarse horas a solas contemplando fascinado los frescos descoloridos. Reencontraba una y otra vez las representaciones de aquellos dioses en diminutas miniaturas tiradas entre los escombros después de pasar la mano para retirar el polvo, miniaturas en las que los artistas de siglos pasados habían inmortalizado un mundo entero en una superficie mínima: un mundo lleno de héroes y amores inmortales por las damas de su corazón, de luchas y victorias, de riqueza y poder, de dioses y demonios; un mundo que visitaba repetidamente por las noches en sueños.
No había ninguna diferencia entre Ian y Rajiv, él era ambos; igual que su familia lo llamaba de las dos maneras, él cambiaba de un idioma a otro, pensaba y soñaba en los tres.
Kangra, con su ciclo regular de las estaciones, permanente como los peñascos de la cordillera Dhauladhar, era su tierra, su mundo, y no habría podido imaginar que cambiaría algo algún día, ni tampoco que, más allá del valle, en la inmensidad de la India, las manecillas del reloj de la historia seguían imparables su marcha y estaban a punto de barrer la vida que él conocía.
En aquellos días, la India pasó a estar bajo el control de un ejército extraño, un ejército de mercenarios compuesto mayoritariamente por hindúes de las castas superiores, brahmanes y rajputs, así como por musulmanes, y en el que había un soldado inglés por cada cinco hindúes. Era un ejército de mercenarios autóctonos, capitaneado por oficiales británicos, soldados que se precipitaban a la muerte con una orden, que salvaban a su oficial de las balas arriesgando su vida, pero que tiraban al suelo la comida y preferían pasar hambre si la sombra de ese mismo oficial caía sobre su plato, ensuciándolo.
Los oficiales y sus hombres no solo eran extraños entre sí, sino que tenían además una fe distinta. Sus respectivas formas de vida eran tan diferentes que cada parte contemplaba a la otra con repugnancia. Las castas y la fe obligaban al ejército a detenerse durante una marcha a mediodía y permitir a los soldados desprenderse de cinturones, botas y armamento para encender setecientas pequeñas hogueras en las que se cocían mil cuatrocientas tortas de trigo, una para cada soldado, o para desenrollar las esterillas de oración sobre las que los musulmanes efectuaban sus rezos orientados hacia La Meca. No eran motivos patrióticos los que movían al cipayo a alistarse. Era soldado porque ese había sido su oficio por tradición, porque le aportaba unos ingresos adecuados y un estatus social, influencia y honor. Estaba orgulloso de sí mismo y de su oficio, y llevaba con orgullo los colores de su regimiento. Los hindúes lo veneraban con los mismos ritos que el campesino su arado o que el herrero su yunque. El cipayo, de una manera asombrosa y emotiva, era fiel a algo que en el fondo no entendía. Los cipayos habían luchado para la Compañía Británica de las Indias Orientales y entregado la vida porque la Compañía los alimentaba y les pagaba en las épocas de paz, y porque confiaban y admiraban a sus oficiales.
Sin embargo, esa confianza había comenzado a resquebrajarse con la ampliación del territorio de soberanía británica, con la entrada del progreso técnico y de la ideología occidental. Cuando un soberano moría sin un descendiente varón directo los británicos se lo anexionaban, como había ocurrido por última vez en 1856 con el reino de Oudh, del que procedían la mayoría de los cipayos. Esta práctica dejaba numerosos herederos amargados que ponían todo su empeño en perjudicar a los gobernantes foráneos, aunque solo fuera con rumores insidiosos, a menudo completamente inventados, que ponían en circulación y luego se difundían ampliamente.
Muchos estados hasta entonces independientes temían ser los siguientes. Los grandes terratenientes estaban furiosos con una política que aseguraba más derechos a sus pobres arrendatarios. La ciencia de Occidente, sus conocimientos médicos, los caballos de acero del ferrocarril, sus vías, que atravesaban y cortaban el país, el tendido infinito de los cables del telégrafo, todo ello anunciaba una era de saber que hacía temer la pérdida de su poder a brahmanes, sacerdotes y eruditos. Y, por si no bastara, los ingleses habían comenzado a inmiscuirse en la legislación: prohibiendo el
sati
, permitiendo que las viudas volvieran a contraer matrimonio; quien se convertía a otra religión mantenía su derecho de sucesión, y a los presos de las cárceles los obligaban a comer juntos en el mismo comedor en lugar de permitir a cada cual preparar su comida tal como dictaba la ley religiosa.
Convencidos de aportar un progreso beneficioso para el país y sacarlo del atraso en que se hallaba, según su manera de ver las cosas, los británicos hurgaban en los cimientos del ordenamiento social hindú, la tradición y la fe, y comenzaban a minar, sin darse cuenta, el fundamento sobre el que se había basado su poder hasta entonces.
Al mismo tiempo, las derrotas aplastantes en Kabul y en la península de Crimea habían demostrado que las tropas de la Corona no eran ni de lejos tan invencibles como habían creído, y el rencor de príncipes y sacerdotes se filtró en el país y en sus gentes, se extendió y comenzó a fermentar bajo el sol.
Era un fantástico día de primavera. El viento de las montañas empujaba a lo más alto del cielo los blancos jirones de las nubes, demasiado finas para soportar el calor del sol. Había llovido por la noche y las gotas de agua se deslizaban por las hojas de las matas de té de color verde intenso que se balanceaban ociosas con el viento. Ian observaba a Tientsin cortar, a modo de prueba, el brote superior de una mata, examinarlo detenidamente y olisquearlo. Una mariposa de colores que revoloteaba como ebria por encima de las flores blancas y sedosas captó por unos instantes la atención de Ian, que sonrió. El invierno anterior había dado un estirón y era muy alto para sus doce años. El día anterior su madre se había dado cuenta de que los pantalones no le llegaban ya ni a los tobillos y, con un suspiro, le había rogado a Mira Devi que consiguiera tela en el pueblo para unos nuevos. Por esa razón tenía un ligero remordimiento de conciencia. Sabía que en menos de medio año él y Emily tendrían otro hermanito. Por ello su madre se sentía desde hacía unas cuantas semanas frecuentemente indispuesta, y deseaba ahorrarle todo el trabajo posible.