Cinco años después del desenlace de
El club de los viernes
, el círculo de las amigas se sigue reuniendo regularmente para compartir sus secretos, proyectos y anhelos. En la fiesta por el embarazo de Darwin, todas llegan con un pequeño regalo tejido para la futura mamá y se dan cuenta que pueden seguir apoyándose las unas a las otras, a pesar de que las cosas han cambiado mucho. Catherine trata de rehacer su vida tras su divorcio, Lucy anda muy ajetreada con su trabajo de productora de videoclips, al igual que KC en su reciente dedicación a la abogacía. Pero sin duda quien más cambios ha experimentado es Dakota, la hija de Georgia. Con 18 años, estudia en la Universidad de Nueva York, aunque alberga el deseo de dedicarse a la repostería, afición que su padre reprueba. Cuando Lucy recibe una oferta para dirigir un videoclip en Italia durante el verano, le propone a Dakota acompañarla. Anita también desea viajar a Europa para buscar a su hermana, al igual que Catherine que quiere conocer a su proveedor de vinos. De esa manera, por una razón u otra, el
Club de los Viernes
se reencuentra en Roma, una estancia que se revelará rica en acontecimientos y encuentros inesperados.
Kate Jacobs
El club de los viernes
se reúne de nuevo
ePUB v1.1
GONZALEZ17.12.11
Corrección de erratas por leyendoaver
Título original:
Knit Two
Editorial: Maeva
Traducción por: Montserrat Batista Pegueroles
1ª edición, 2009
ISBN 9788492695140
El mero hecho de tener delante un patrón no significa que sepas cómo confeccionarlo. Ve paso a paso: no te fijes en la gente cuyas habilidades estén por encima de tu alcance. Cuando eres nueva en alguna cosa —o hace tiempo que no la practicas— puede llegar a resultar extremadamente difícil hacerlo bien. Cada paso en falso se vive como un motivo para abandonar. Envidias a todo aquel que sabe lo que está haciendo. ¿Qué te hace seguir adelante? La convicción de que algún día tú también serás así: elegante; capaz; segura de ti misma; experimentada. Y puedes serlo. Lo único que te hace falta es entusiasmo. Un poco de decisión. Y sentido del humor, eso siempre.
La tienda de Manhattan Walker e Hija: Labores de Punto ya había cerrado y Dakota se encontraba en el centro del establecimiento, lidiando con la cinta adhesiva. Se había pasado más de veinte minutos intentando envolver un cochecito de lona para gemelos Peg Perego con un reluciente papel de regalo de color amarillo, pues el rollo de cartón no hacía más que salirse del papel y caerse al suelo de la tienda, con lo cual con cada movimiento se arrugaban y rompían lo que parecían kilómetros de papel. ¡Menudo desastre! Lo más fácil hubiera sido atar un globo en esa cosa, pensó, pero Peri había insistido mucho en que todo estuviera envuelto y adornado con cintas.
Los regalos, envueltos con papel de conejitos o de dibujos de animales de la selva, estaban apilados encima de la sólida mesa de madera que constituía el centro de la tienda de punto. La pared de las lanas se había ordenado para que ni uno solo de los estantes —desde el de los rojos frambuesa al de los verdes apio— careciera de su color. Peri también había planeado una serie de juegos de adivinanzas que daban vergüenza ajena («¡Adivina cuánto pesará el bebé!», «¡Prueba distintas comidas infantiles e intenta adivinar el sabor!», «¡Calcula el volumen del vientre de la madre!»), y que habrían hecho que la madre de Dakota meneara la cabeza. Georgia Walker nunca había sido aficionada a los juegos tontos.
—Será divertido —afirmó Peri cuando Dakota protestó—. No hemos tenido una noche de viernes dedicada a un bebé desde Lucie y Ginger, y de eso hace ya cinco años. Además, ¿a quién no le gustan las fiestas para celebrar un nacimiento? ¡Todos esos peleles y esas toallas tan monas con orejas de animales! Se te pone la carne de gallina, en serio. ¿No te encanta?
—Pues no —respondió Dakota—. Y dos veces no. Mis amigos y yo estamos más bien ocupados en la universidad.
Tenía la mano apoyada en la cintura de sus vaqueros de color índigo mientras miraba a Peri, quien fingió no preocuparse demasiado por lo que la joven había hecho con el regalo. El cochecito parecía un plátano amarillo gigante. Un plátano arrugado y roto. Suspiró. Dakota era una joven muy atractiva que tenía una piel cremosa de color tostado y la misma altura y oscuros cabellos rizados que su madre. Sin embargo, continuaba siendo un poco desgarbada y daba la impresión de que no estaba del todo cómoda con la transformación de su figura. Tenía dieciocho años y aún se estaba convirtiendo en sí misma.
—Gracias a Dios —replicó Peri.
Discretamente, trataba de despegar la cinta adhesiva del papel amarillo para rehacer los bordes del envoltorio. Tanto si estaba dirigiendo la tienda como diseñando los bolsos de su negocio secundario, ahora todo lo abordaba con precisión. Trabajar con Georgia había sido la mejor capacitación que hubiera podido recibir para llevar un negocio... dos negocios, en realidad. Su propia empresa de bolsos, Peri Pocketbook, así como la tienda de Georgia. Aun así, Peri tenía la sensación de haber hecho mucho para que todo siguiera marchando desde la muerte de Georgia y, ahora que rondaba los treinta, empezaba a sentir deseos de avanzar. No sabía en qué dirección. Pero sin ella ya no habría más Walker e Hija. De eso sí estaba segura.
En ocasiones no resultaba muy satisfactorio dedicar tanto esfuerzo a algo que, por esencia, pertenecía a otra persona. Era suyo pero en realidad no lo era.
Para empezar, durante el último año aproximadamente, Dakota se había mostrado cada vez menos interesada en la tienda y los sábados acudía a trabajar refunfuñando, tarde como de costumbre, y a veces parecía que se hubiera limitado a levantarse de la cama y vestirse de cualquier manera con lo primero que encontró. Esto suponía un gran cambio respecto a sus primeros años de adolescencia, cuando parecía disfrutar muchísimo de los ratos que pasaba en la tienda. Sin embargo, había breves momentos en los que su actitud de hastío desaparecía y Peri veía indicios de aquella pequeña chistosa de ojos vivarachos a quien le encantaba elaborar pasteles y que podía pasarse horas haciendo punto con su madre en la trastienda o en el apartamento que las dos habían compartido en el piso de arriba.
La tienda estaba situada en la calle Setenta y siete con Broadway, justo encima de la charcutería de Marty, entre las
boutiques
y restaurantes del Upper West Side de Manhattan. Era una parte de la ciudad muy bonita, a tan sólo unas manzanas de distancia del verdor de Central Park y del frescor del río Hudson en dirección contraria. La zona era muy ruidosa, desde luego —las bocinas de los taxis, el retumbo del metro por debajo de las calles, el golpeteo de los tacones en la acera y un remolino de conversaciones por teléfono móvil en todas partes—, pero era precisamente ese tipo de alboroto el que atrajo a Georgia Walker cuando se mudó. A ella no le importaban los pitidos del camión de la Coca-Cola a las cinco de la madrugada cuando traía el género a la charcutería y aparcaba en la calle. No si ello significaba vivir dentro mismo de la acción, enseñándole a su hija el mundo que ella a duras penas había imaginado cuando se criaba en una granja de Pensilvania.
Claro que ahora era Peri la que vivía en el apartamento del piso de arriba que había sido de Georgia, y el despacho de la trastienda ya no existía. Habían derribado la pared hacía poco para hacer un escaparate aparte para los bolsos que diseñaba y vendía Peri; cada bolso se exponía por separado en un estante de acrílico transparente fijado en la pared, pintada de color gris intenso.
Los cambios en la tienda cuajaron después de mucho discutir con Anita y con Dakota, y también habían consultado a James, el padre de Dakota, por supuesto, aunque más que nada por su pericia como arquitecto. Pero desde el punto de vista económico tenía sentido: en el apartamento, Peri había convertido el dormitorio de infancia de Dakota en un despacho, de modo que ya no era necesario cuadrar las cuentas en la tienda. ¿Por qué malgastar entonces el valioso espacio del establecimiento? Además, siempre se había sobreentendido —tanto con Georgia como con James y Anita, cuando Georgia murió— que su negocio con los bolsos tendría la oportunidad de prosperar. Ella así se lo recordó a los dos mientras evitaba deliberadamente el único ultimátum que sabía que más temían todos: si no podía reformar la tienda, la dejaría. El asunto quedó flotando en el aire y Peri evitó expresarlo a menos que fuera absolutamente necesario.
Al fin y al cabo, ¿qué ocurriría con la tienda si Peri se marchaba? Seguro que Anita, quien había cumplido setenta y ocho en su último cumpleaños (aunque apenas parecía lo bastante mayor como para cobrar de la seguridad social), no estaría dispuesta a tomar el relevo. Si bien seguía acudiendo dos días a la semana para ayudar y mantenerse ocupada, como decía ella, Anita y Marty pasaban mucho tiempo haciendo viajes rápidos, en tren o en coche, a maravillosos hostales rurales de Nueva Inglaterra y Canadá. Esa pareja estaba de vacaciones perpetuas y Peri se alegraba por ellos. Y también los envidiaba un poco. Sí, sin duda. Albergaba la esperanza de poder tener lo mismo algún día. Y si ese compañero de trabajo del departamento jurídico que su amiga K.C. no dejaba de nombrar era sólo la mitad de guapo de como se lo había descrito, ¿quién sabe lo que podría pasar?
Y luego estaba Dakota, que casi había terminado su primer año en la Universidad de Nueva York. No es que ella pudiera ofrecerse para hacerse cargo de la dirección de la tienda... y ni siquiera parecía tener ganas de hacerlo.
No todo el mundo quiere entrar en el negocio familiar.
La decisión de Peri de trabajar en la tienda de punto y de crear sus propios diseños no fue muy bien recibida en su familia. Sus padres querían que fuera abogada, y ella, diligentemente, hizo el examen de ingreso de la facultad de derecho y obtuvo plaza, pero la rechazó, con lo cual dejó a todo el mundo descolocado. Georgia no se dejó intimidar por la madre de Peri, quien voló desde Chicago para presionar a Georgia para que despidiera a su hija, y esto Peri no lo había olvidado. Aun cuando hubo dificultades en la tienda, Peri reflexionó sobre cómo Georgia la había ayudado y había aguantado. De todos modos, el trabajo de dos negocios absorbía todos sus días y muchas de sus noches, por lo que los últimos cinco años parecían haber pasado muy deprisa. Fue como si un día, al despertarse, se diera cuenta de que tenía casi treinta años, seguía soltera y no estaba contenta con la situación
Resultaba difícil conocer gente en Nueva York. Bueno, gente no. Hombres. Hombres como James Foster. Peri estaba algo enamorada de él desde que regresó a por Georgia, y para ella ese hombre seguía siendo la personificación del compañero exitoso y seguro de sí mismo que anhelaba.
Claro que si James se había interesado por la tienda era únicamente desde el punto de vista de echarle un ojo a la herencia que Georgia le había dejado a Dakota. Y la vieja amiga de Georgia, Catherine, se encontraba rodeada de porquerías en Hudson Valley, pensó Peri, donde dirigía su tienda de antigüedades y cosas preciosas, bla, bla, bla... Además, Catherine ni siquiera sabía hacer punto. Y lo cierto es que ella y Peri nunca habían conectado; era más bien como si compartieran varias amistades mutuas, pero no lograron llegar a conocerse del todo, ni siquiera después de tanto tiempo. Peri solía sentirse juzgada siempre que Catherine entraba majestuosamente en la tienda, embebiéndose de todo con sus ojos de un azul grisáceo perfectamente maquillados y ni uno solo de sus cabellos rubios fuera de su sitio.