El coleccionista (46 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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No puede hacerlo él solo. Se echa a llorar con solo pensarlo. Se da la vuelta y solloza agarrado a la almohada, en ese momento no le preocupa quién pudiera ser la última persona que la utilizó para dormir, solo piensa en un futuro con una sola pierna, caminando por la habitación, en el tremendo esfuerzo que debe de suponer acabar los pasos en un número par cuando tienes un número de piernas impar. Cuando consigue controlar los sollozos, va cojeando hasta el baño y revuelve el botiquín. Hay muchas cosas, pero después de observarlo mejor ve que hay fechas impresas . Esas fechas deben de dar alguna información, deben de ser las fechas de caducidad de las medicinas. Muchas de las cosas que encuentra están caducadas desde hace bastantes años. Adrian no sabe si el hecho de que una medicina esté caducada significa que no funcionará o que no funcionará tanto o que puede empeorar el daño. Hay una crema antiséptica que caducó hace solo dos meses, seguro que aún está bien. Los calmantes caducaron todos hace años. Las vendas no cree que caduquen y también hay una especie de gasas que tal vez le sirvan. Unas tijeras afiladas para cortarlo todo a la medida necesaria y un imperdible para fijar la venda. Cierra el armario del cuarto de baño y se mira en el espejo. Está pálido y descubre un ligero sarpullido que aflora cerca del nacimiento del pelo. Espera que sea debido al calor y no porque algún tipo de infección esté apoderándose de su cuerpo. No quiere morir. Ahora que la vida es tan bonita, no.

Se toca la frente con el dorso de la mano como le ha visto hacer tantas veces a la gente y nota que está caliente. ¿Tiene fiebre? ¿O no es más que el resultado del estrés y del tremendo calor que hace? Ahueca las manos bajo el grifo, se las llena de agua y se moja la cara. Enseguida se siente mejor, pero al no sujetarse la venda con la mano, esta se desliza por su pierna y acaba alrededor de su pie. Sus lágrimas se confunden con el agua que le moja el rostro. Ojalá su madre estuviera aquí. Cualquiera de las dos.

Enciende la ducha. Entra y deja que el agua corra por su pierna. Nota cómo se le limpia la infección de la superficie, pero al mismo tiempo tiene la sensación de que el picor se extiende poco a poco por todo su cuerpo. No necesita verlo para saber que está ahí. Se frota la herida con una toalla. El corte es tan largo como uno de sus dedos y casi igual de profundo que de ancho. Un par de centímetros más a la izquierda y la bala habría pasado sin tocarlo. Un par de centímetros más a la derecha y se habría hundido en el fondo de su pierna, le habría cortado una de esas venas gruesas que hay allí y habría muerto desangrado. Ya no sangra tanto como antes, a pesar incluso de lo mucho que se rasca, pero tampoco se ha cortado la hemorragia. La ducha le sienta bien. Ha ajustado la temperatura del agua de manera que sea fresca, pero no demasiado fría. Pasa bajo el agua el tiempo suficiente para que se le arruguen las yemas de los dedos, luego sale y se seca. El picor ha desaparecido, pero aún tiene que hacer algo con la herida.

No quiere perder la pierna.

No quiere morir.

No puede ir al hospital.

No quiere echarse en la misma cama que uno de los Gemelos porque la infección aún se infectaría más.

Sale fuera sosteniendo una gasa médica sobre la herida con una mano y con el manuscrito de Cooper en la otra. Se sienta en el porche. Hay una mecedora de madera en la que caben dos personas, se sienta en ella y se mece suavemente, adelante y atrás, eso lo relaja. Todavía está demasiado oscuro para leer y no le apetece levantarse para encender la luz del porche. Los campos que tiene alrededor son de un color azul pálido debido al reflejo de la luna. Dentro de cuatro o cinco horas el cielo empezará a aclararse. Nunca ha visto cómo ocurre y de repente siente la necesidad desesperada de contemplar por primera vez un amanecer, le gusta pensar que algún día puedan sentarse aquí fuera en el porche con Cooper para disfrutarlo juntos.

51

Me encuentro con la misma comitiva de coches tuneados de antes. Conducen igual de lentos, exhibiendo sus luces de neón y tocando el claxon. Me veo obligado a seguirlos hasta un cruce por el que no puedo pasar porque lo han bloqueado. Al ver que no puedo pasar, enciendo las sirenas y acabo de empeorar las cosas, porque lo único que consigo es que me impidan el paso a propósito. Tardo quince minutos en dejarlos atrás. La emisora de la policía va escupiendo más noticias, principalmente acerca de la concentración de coches tuneados, que ya asciende a más de dos mil vehículos circulando. Hay seis personas arrestadas, seis coches incautados y un peatón atropellado ha acabado en el hospital con heridas leves. Hay más coches tuneados que policías, más coches tuneados que bandas en todo el país, son una epidemia para la que no hay solución.

Aparco fuera del centro de reinserción lamentando no ir armado. No veo a ningún pandillero paseando al perro por la calle, por lo que me la juego y salgo del coche. A pesar de la hora, la temperatura es al menos de veintidós grados y llevo las axilas de la camisa empapadas de sudor.

Botones está sentado en el porche delantero con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Es casi la una y media. Sigue llevando el mismo sombrero fedora y la misma camisa, parece igual de desubicado que cuando me ha abierto la puerta hace unas horas.

—Es muy tarde para estar despierto, ¿no? —pregunto.

—No duermo mucho. Nunca he dormido demasiado. Sabía que volverías —dice—. Ritchie está en el piso de arriba, en su cuarto, seguramente ya debe de estar casi dormido. Pero no podrá contarte gran cosa, ya sabes.

—No he venido a hablar con él —digo.

—¿Ah, no? ¿Has venido a buscar al Predicador? Debe de estar dentro, en alguna parte.

Niego con la cabeza.

—He venido a hablar con usted. Jesse Cartman me ha dicho que podría contarme cosas sobre los Gemelos.

—¿Eso te ha dicho Jesse Cartman? —pregunta antes de tomar un buen trago—. ¿Y qué más ha dicho?

—Le ha llamado «Botones» —digo mientras observo el interior de su brazo, donde tiene todas las quemaduras de cigarrillo alineadas, una detrás de la otra, todas del tamaño y la forma aproximada de un botón—. ¿Cómo se llama? —pregunto—. ¿Cuál es su verdadero nombre?

—Henry —dice—. Henry Taub —añade sin ofrecerme la mano.

—¿Estuvo en Grover Hills?

—Durante casi treinta años, hijo —dice.

—El Predicador no mencionó ese dato —le digo.

—Seguro que no —dice Henry—. Es un buen tipo.

—O sea que sabe todo lo que pasaba allí, ¿no?

—Casi todo —responde con una leve sonrisa—. ¿Quieres saber cosas sobre los Gemelos? ¿Es eso?

—¿Cómo lo sabe?

—Siempre supe que alguien querría saber cosas sobre ellos. ¿Qué te ha contado Cartman, hijo?

—Que dejaban morir a la gente en la Sala de los Gritos.

—¿Y te lo has creído?

—No, pero han aparecido unos cuantos cadáveres.

—Mmm, ¿de verdad? ¿Y tú qué crees?

—Creo que algo debían de hacer allí abajo.

—Haces bien en creerlo, pero también serías un estúpido si te creyeras todo lo que dice Jesse Cartman. Ese chico no está bien de la cabeza —dice mientras se da unos toquecitos en el lateral del sombrero—. Ninguno de ellos lo está.

—¿Y usted?

—Todos nos creemos lo que decimos, hijo, pero hay una gran diferencia: lo que yo creo es lo que realmente ocurrió.

—Dispare, pues.

Toma un largo trago de cerveza.

—Supongo que podría contártelo —dice—, pero por lo que sé has estado pagando a todo el mundo para saber cuál es su versión de las cosas. ¿Por qué tendría que ser distinto en mi caso?

—Porque usted parece un hombre con orgullo —le digo— y no alguien capaz de callarse cosas cuando esas cosas podrían salvar la vida de una chica de diecisiete años.

—Eso es cierto —me dice—, pero un hombre necesita saber de dónde saldrá su próxima copa.

—Lo arreglaremos cuando todo esto haya acabado —le replico.

—¿Crees realmente lo que dices o me estás diciendo cómo serán las cosas? —pregunta.

—Así es como serán. Se lo prometo.

Toma otro sorbo y me mira fijamente durante unos cuantos segundos, «tomándome las medidas», como seguramente diría él.

—Me parece bien —dice. Se termina la cerveza y abre otra—. ¿Quieres una? —Niego con la cabeza—. Empezó de forma bastante inocente, ¿sabes? Hace unos quince años. Uno más, uno menos. Vino un chaval joven. Un mierdecilla muy chulo. Veintipocos años. Igual tenía veinticinco, pero no más. Todos sabíamos que no estaba loco, simplemente era un miserable. Y una cosa es estar loco y otra y muy distinta es ser un miserable, aunque los tribunales no se dieran cuenta de ello. Solía fanfarronear sobre cómo había conseguido engañarlos. No paraba de recordarnos lo listo que llegaba a ser y cómo acabarían por soltarlo al cabo de un par de meses. Los tribunales lo encerraron con nosotros por haber matado a una niña. La había matado simplemente porque le apeteció, según nos dijo. Una niña preciosa de no más de diez años. Estaba con nosotros el día que acudió a verlo el padre de la niña. Aún recuerdo cuando lo vi en el aparcamiento. Parecía nervioso, como si hubiera tenido que aunar todo su coraje para hacer una sola pregunta. ¿Alguna vez has visto a alguien así? Lleva el dolor de lo que quiere preguntar escrito en la cara. Nada más verlo supe qué era lo que quería. Entonces él eligió a alguien. Vio a alguien vestido con un uniforme blanco, se le acercó y esa persona vio en él lo mismo que había visto yo. Jamás llegué a saber qué fue lo que le dijo, al menos no exactamente, pero supe lo que quería. Teníamos tele, ahí dentro. Algunos de nosotros sabíamos lo que pasaba en el mundo y yo sabía quién era él. El camillero con el que habló era uno de los Gemelos. Por aquel entonces la Sala de los Gritos no era más que un castigo. Pasaban cosas malas, pero no terribles. El padre les ofreció dinero. Les dijo que quería estar un rato a solas con el tipo que había matado a su hija. Y entonces los Gemelos le vendieron el tiempo que pedía. El tipo volvió esa misma noche, cuando la mayor parte de la plantilla y de las enfermeras se habían marchado ya. Vi cómo paraba el coche en el aparcamiento a través de mi ventana y una hora más tarde vi cómo se marchaba. Al chico no volvimos a verlo.

—¿Eso sucedía muy a menudo?

Toma un largo trago de cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano.

—Solo esa vez. Surgieron rumores. ¿Crees que esos rumores son malos? Hijo, los rumores no son nada comparado con lo que llega a pasar en un hospital psiquiátrico. Si haces caso de lo que dicen los pacientes, acabas creyendo que no solo Elvis sigue vivo, sino que Jesús también. Pero comenzaron ahí. Después de esa ocasión, los Gemelos cambiaron. Se les fue la cabeza, o algo. La Sala de los Gritos pasó a ser algo más que una habitación de castigo, pasó a ser una habitación para el dolor. Nos metían allí dentro y… qué demonios, la mayoría de nosotros merecíamos cada segundo que pasamos allí abajo. Era como si hubieran soltado a dos demonios, dos demonios malignos que disfrutaban apaleando y humillando a la gente sin piedad. Respecto al chico que mataron, lo acepto. Ojo por ojo y todo eso. Fue algo bíblico. Pero lo que empezaron a hacer después… Merecen pudrirse en el infierno por lo que hicieron.

—Ya están allí —le digo—. Ya los mataron.

Arquea las cejas.

—¿Ah, sí? Bueno, pues no puedo decir que sea precisamente una lástima. ¿Quién los mató?

—Adrian Loaner.

—No. ¿Adrian? Bueno, qué cosas. Nunca habría dicho que ese chico lo llevara dentro.

—Parece orgulloso de él.

—¿Orgulloso? No sé si esa es la palabra correcta. Lo que sé es que si alguien merecía desquitarse y hacerles daño a esos tíos, ese era Adrian.

—¿Quiénes eran los Gemelos?

—¿Qué quieres decir, hijo?

—Quiero decir que ¿quién son ellos? ¿Conoce sus verdaderos nombres?

—Claro que sí. Murray y Ellis Hunter.

—¿Hunter?

—Eso he dicho.

Ese apellido me suena. Hace unos meses, cuando estaba en prisión, apuñalaron a un tipo llamado Jack Hunter. Schroder vino a verme a la cárcel y me pidió que lo investigara, para ver si descubría quién lo había hecho.

—¿Sabe dónde viven?

—¿Por qué tendría que saber algo así?

—Porque creo que es allí donde se esconde Adrian.

Se encoge de hombros.

—Esa es una teoría un poco optimista —dice—, aunque tampoco es imposible.

—No es imposible en absoluto —le digo. Al fin y al cabo, si Murray y Ellis Hunter están bajo tierra en Grover Hills, eso quiere decir que en algún lugar hay una casa vacía que no están cuidando. Eso significa que hay un edificio vacío y Adrian tiene que estar en alguna parte; la casa de los Hunter parece una buena opción—. ¿Cuánto tiempo trabajaron en Grover Hills?

Se saca un pañuelo del bolsillo. Lleva la ropa inmaculada, aún con la camisa abrochada hasta el último botón, la corbata planchada y bien anudada, pero no creo haber visto un pañuelo más sucio que ese en mi vida. Se lo pasa por la nuca y el pañuelo queda húmedo.

—Empezaron a trabajar en Grove cuando yo ya llevaba allí unos años. Y se marcharon hace cinco o seis años. Menuda sorpresa saber que se largaban. Nunca supe adónde fueron. Supongo que fue entonces cuando Adrian los mató, ¿no?

—No. Como mucho, hace dos semanas. A ellos y a la enfermera Deans.

Suelta un silbido, como cuando acabas de ver un coche que te gusta, capaz de alcanzar velocidades que hasta entonces ni siquiera imaginabas.

—Menuda pieza era esa mujer. Oye, hijo, no sé lo que hicieron desde que se largaron y hasta que murieron. Pero si tuviera que aventurarme, diría que nada bueno. Esos tipos eran unos cabrones. Los pacientes estaban mal, pero es que a la mayoría de ellos les faltaba un tornillo. A nadie le gustaba que fuera así, pero tampoco podías culparlos a ellos. Esos tipos, me jugaría hasta el último dólar a que siguieron haciéndole daño a la gente después de largarse de Grove.

—¿Y usted? ¿Cuál es su historia?

—Mi historia es mi historia —dice antes de intentar ofrecerme una sonrisa que no acaba de encajar en su cara—. No te olvides de que hemos hecho un trato —me dice.

—Volveré —le prometo.

Intento utilizar el ordenador de la policía para buscar a los Hunter, pero en algún momento de la última hora ha quedado bloqueado, me pide una contraseña que desconozco. Me adentro más aún en la ciudad. La tecnología de los teléfonos móviles ha relegado las cabinas de teléfono a un lugar testimonial, pero no en Christchurch, donde mucha gente sigue viviendo en la edad de piedra. Encuentro una cabina telefónica a una manzana de la comisaría de policía que hay junto al río Avon, donde cuatro adolescentes en calzoncillos se están bañando borrachos. En los años noventa, para combatir el consumo de alcohol entre los menores de edad, el gobierno redujo la edad mínima legal para el consumo de alcohol, por lo que de repente había miles y miles de jóvenes borrachos por el país que ya no infringían la ley y el problema dejó de serlo. El gobierno fue el único que no se dio cuenta de que había sido una mala idea. Lo que hicieron fue abrir las compuertas y ahora, años después, el país tiene uno de los problemas de consumo de alcohol por debajo de la edad legal más grandes del mundo.

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