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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (25 page)

BOOK: El complot de la media luna
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Al oír la noticia, Judkins perdió el color.

—Mi querido Judkins, ¿le pasa algo?

—No —respondió el jefe de seguridad con una violenta sacudida de cabeza—. ¿Qué me dice del Manifiesto?

—El arzobispo sabe que hice una búsqueda eficiente del documento hace unos años. Debería añadir que a un coste considerable —dijo con un guiño—. Estoy bastante seguro de que desapareció con Kitchener en el
Hampshire
.

—Sí, eso es lo que cree el arzobispo. Pero puede haber algunos hechos históricos relacionados que podrían resultar, digamos, problemáticos para la Iglesia y embarazosos para el arzobispo. Quiero que siga a esas dos mujeres a partir de ahora mismo.

—¿Quiere? ¿Usted? —preguntó Bannister, con una ceja enarcada.

—El arzobispo. El arzobispo lo quiere —dijo Judkins furioso—. Sígalas de cerca y acabe con las cosas, si es necesario, antes de que se conviertan en un problema.

—Soy arqueólogo, no un asesino.

—Usted sabe lo que debe hacer. Hágalo. Tiene mi número.

—Sí. ¿Tiene usted el mío? —preguntó Bannister mientras se levantaba—. Me refiero al número de mi cuenta bancaria en las Bermudas.

—Sí —gruñó Judkins—. Ahora váyase.

El jefe de seguridad solo pudo sacudir la cabeza cuando Bannister le hizo una reverencia y luego salió del despacho como si fuese suyo.

25

El brillante sol de la mañana mediterránea había comenzado a calentar la cubierta del
Aegean Explorer
cuando Rudi Gunn salió al exterior con la primera taza de café del día. Le sorprendió ver un tramo de la costa turca, a un par de millas de la borda, que no le resultaba familiar. Oyó el zumbido de un motor fueraborda y forzó la vista hasta que vio la Zodiac del barco saltando sobre las olas en dirección a la playa.

Su mente somnolienta de pronto se concentró en el proyecto de investigación que les ocupaba, y corrió hacia la popa. Pasó junto a un sumergible blanco, y se llevó una desilusión al ver que el vehículo autónomo submarino estaba sujeto a su soporte acolchado. Un artefacto con forma de torpedo, el VAS, contenía diferentes sensores para tomar muestras del agua mientras navegaba fuera del barco. Cuando Rudi se había ido a la cama, seis horas antes, el
Explorer
rastreaba al VAS mientras recorría una gran cuadrícula a diez millas de la costa. Bebió un buen trago de café, dio media vuelta, y fue hacia proa, donde subió dos escalerillas hasta el puente. Allí encontró a Dirk Pitt examinando una carta de la costa con el capitán del barco, Bruce Kenfield.

—Buenos días, Rudi —le saludó Pitt—. Te has levantado temprano.

—Sentí el temblor de los motores debajo de mi litera —respondió Gunn—, ¿Cómo es que nos hemos salido de la cuadrícula?

—Kemal recibió un aviso de que su mujer tuvo un accidente de tráfico. Al parecer no es grave, pero lo han llevado a la costa para que pueda ir a verla.

Kemal, un biólogo marino del Ministerio de Medio Ambiente turco, había sido destinado al barco de la NUMA para supervisar y ayudar en el proyecto de la toma de muestras de agua.

—Qué mala suerte —comentó Gunn—. Cuando vuelva la Zodiac, ¿cuánto tiempo tardaremos en regresar a la cuadrícula y reanudar las operaciones?

Pitt sonrió y sacudió la cabeza.

—En teoría no podemos reanudar la operación hasta que Kemal o su reemplazo estén a bordo. La invitación del gobierno turco especifica que un representante del Ministerio de Medio Ambiente debe estar siempre a bordo mientras realizamos los trabajos de exploración en aguas turcas. Todo apunta a que estaremos parados durante tres o cuatro días.

—Ya nos hemos retrasado respecto al programa. Primero se inundó el sensor y ahora esto. Quizá deberíamos alargar el proyecto para completar las zonas que acordamos explorar.

—Pues que así sea.

Gunn advirtió que Pitt no parecía compartir su preocupación. Eso era poco habitual en un hombre que, como bien sabía, detestaba dejar las cosas a medias.

—Desde que has vuelto de Estambul solo hemos trabajado dos días enteros en la nueva cuadrícula —dijo Gunn—. Ahora estamos de nuevo mano sobre mano y ni siquiera pareces molesto. ¿Por qué?

—Es sencillo, Rudi —contestó Pitt—. Detener el trabajo en el proyecto sobre la proliferación de algas significa reanudar el trabajo en la excavación del pecio otomano. —Le hizo un guiño.

Menos de cuatro horas después de que la Zodiac estuviese de nuevo a bordo, el
Aegean Explorer
llegó a Chios y echó el ancla a cien metros de donde se hallaba el barco otomano naufragado. Habían dedicado poco tiempo al estudio del lugar tras la primera inmersión de Pitt y Giordino, y el arqueólogo submarino del barco, Rodney Zeibig, apenas había contado con un par de horas para colocar una cuadrícula de aluminio en la zona expuesta del pecio.

Zeibig se apresuró a formar en el arte de la exploración y la documentación submarina a un puñado de científicos con el título de buceadores, y luego coordinó una inspección minuciosa del pecio. Pitt, Giordino e incluso Gunn participaron en la rotación de buceo, y fotografiaron, midieron y abrieron pozos de prueba en diversos lugares alrededor del pecio. Recuperaron unos cuantos objetos, la mayoría cerámicas y algunos elementos de hierro, a medida que el esqueleto del barco quedaba a la vista.

Pitt, cerca de la borda de popa del
Aegean Explorer
, miraba las crestas blancas que punteaban el mar, levantadas por una brisa del oeste cada vez más fuerte. Una Zodiac vacía, sujeta a una boya que marcaba la posición del naufragio, cabeceaba sobre las olas. Un par de buceadores asomaron de pronto a la superficie y fueron hasta la neumática. Uno de ellos soltó el cabo de amarre, el otro puso en marcha el motor fueraborda y volvieron a toda velocidad junto al barco científico. Pitt bajó un cabo por la borda y ayudó a subir la Zodiac a cubierta con los dos hombres todavía sentados dentro.

Rudi Gunn y Rod Zeibig saltaron de la Zodiac y comenzaron a quitarse los trajes.

—Ahí abajo empezaba a ponerse un poco agitado —comentó Zeibig, un hombre optimista de ojos azules brillantes y pelo entrecano.

—He dado aviso de que suspendemos las inmersiones hasta que amaine el viento —informó Pitt—. Según la previsión meteorológica, por la mañana.

—Buena idea —dijo el arqueólogo—, aunque creo que Rudi estará en vilo hasta que vuelva abajo.

—¿Habéis encontrado algo interesante?

Gunn asintió con una mirada emocionada.

—Estaba acabando en el cuadrado C-l y toqué una gran piedra tallada. Solo conseguí limpiar una esquina porque se nos acababa el tiempo de permanencia en el fondo. Creo que podría ser un monolito o una estela.

—Podría darnos una pista para identificar el barco —señaló Pitt.

—Solo espero que no tengamos que compartir el descubrimiento —dijo Zeibig, y señaló hacia la borda de estribor.

A unas dos millas de distancia había un yate que se acercaba en línea recta al
Aegean Explorer
. Era de fabricación italiana, con un parabrisas ahumado envolvente y una gran cubierta de popa. La bandera turca roja con la media luna blanca y una estrella ondeaba en el mástil junto con una bandera roja más pequeña en la que había una luna creciente en dorado. Aunque no tenía las dimensiones de los yates de Montecarlo, Pitt vio que se trataba de una embarcación de lujo. Los tres hombres lo observaron acercarse hasta que a media milla se detuvo y se quedó cabeceando en las agitadas aguas.

—Yo no me preocuparía mucho por tu pecio, Rod —dijo Gunn—. No parece que hayan venido para realizar una excavación submarina.

—Es probable que sea alguien que viene a curiosear para saber por qué un barco científico está fondeado aquí —opinó Pitt.

—Quizá estamos tapando la vista a alguna mansión de la costa —murmuró Gunn.

Pitt daba por hecho que nadie, aparte de Ruppé, sabía de la ubicación del barco naufragado. Quizá ya lo había notificado al Ministerio de Cultura turco. Entonces recordó el robo en el despacho de Ruppé y que, junto con los demás objetos, se habían llevado su carta marina con la ubicación del lugar. Olvidó su preocupación cuando oyó que gritaban su nombre desde la proa. Se giró y vio que Giordino asomaba medio cuerpo por una puerta debajo del puente.

—¡Acaba de llegar una información de Estambul por cable! —gritó Giordino.

—Hablando del rey de Roma... —murmuró Pitt—. ¡Ahora voy! —gritó en respuesta, y se volvió hacia los otros hombres—.

Supongo que es el análisis del doctor Ruppé sobre los primeros objetos que recuperamos del pecio.

—Me gustaría ver los resultados —dijo Zeibig.

Los dos buceadores se apresuraron a cambiarse y después se reunieron con Pitt y Giordino en una pequeña habitación donde había varios ordenadores conectados al sistema de comunicaciones vía satélite. Giordino dio varias hojas impresas a Pitt y luego se sentó delante de uno de los ordenadores.

—El doctor Ruppé también ha enviado por e-mail un par de fotos que acompañan el informe —dijo, y tecleó para abrir un archivo electrónico. Una imagen en primer plano de una moneda de oro llenó la pantalla.

Pitt echó una rápida ojeada al informe y se lo pasó a Zeibig.

—¿Todavía estamos investigando un pecio otomano? —preguntó Gunn.

—Casi sin ninguna duda —contestó Pitt—. El doctor Ruppé encontró una moneda representativa de una ceca en Siria que cree idéntica a una de las monedas del cofre de Al. Data de alrededor de 1570. Por desgracia, Ruppé dice que ha tenido que confiar en su memoria porque robaron las monedas de su despacho.

—Estoy de acuerdo con él —dijo Giordino—. A mí me parece la misma moneda.

—Las marcas de acuñación se utilizaban entre 1560 y 1580 —comentó Zeibig, que leía el informe.

—Por lo tanto, sabemos que el naufragio no es anterior a 1560 —señaló Gunn—. Es una pena que robaran toda la caja de monedas, tal vez habrían precisado la datación un poco más.

—La otra pista para la datación era la caja de cerámica que guardaba la corona —dijo Pitt—. Tal como Loren y yo descubrimos en la mezquita Azul, el diseño indica que la cerámica provenía de los hornos de Iznik.

Giordino pasó las siguientes fotos, unas cuantas muestras de azulejos de Iznik.

—Por desgracia, la caja de cerámica también se la llevaron del despacho de Ruppé, así que una vez más estamos trabajando de memoria.

—El informe señala que la caja incorporaba dibujos y colores que eran populares con la cerámica de Iznik a finales del siglo
XVI
—señaló Zeibig.

—Al menos tenemos cierta coherencia —señaló Giordino.

—Por lo que vi de la estructura del pecio —intervino Zeibig— puedo afirmar que corresponde a un tipo de construcción naval típica del Mediterráneo en el siglo
XVI
.

—Son tres aciertos sobre tres —dijo Gunn.

—Eso nos lleva a la corona del rey Al —manifestó Pitt.

Giordino puso en pantalla una foto que mostraba una imagen detallada de la corona de oro. Limpia de incrustaciones marinas, era una corona resplandeciente que parecía recién salida del orfebre.

—Gracias a Dios mi preciosa estaba a buen recaudo en la caja de seguridad del doctor Ruppé —dijo Giordino.

—El doctor Ruppé afirma que es uno de los hallazgos más significativos que se han hecho en aguas turcas, así como uno de los más misteriosos. A pesar de una intensa búsqueda, la forma y el tamaño de la corona no le han aportado ninguna pista sobre su procedencia. Sin embargo, después de una buena limpieza ha conseguido leer la inscripción, apenas visible, grabada en el interior.

Giordino abrió una foto de la corona ampliada, mientras Zeibig buscaba la descripción en el informe.

—La leyenda está en latín —leyó Zeibig, y puso una cara divertida de sorpresa—. La traducción que nos da Ruppé es la siguiente: «Para Artrius, en agradecimiento por la captura de los piratas de las reliquias. Constantino».

—Ruppé encontró registros sobre el nombre de un senador romano llamado Artrius. Y por lo que parece vivió durante el reinado de Constantino —dijo Pitt.

—¿Constantino el Grande? —exclamó Gunn—. ¿El emperador romano? Anda ya. Constantino vivió mil años antes.

El silencio se apoderó de la habitación mientras todos miraban la foto. Ninguno había esperado semejante desvinculación con los otros objetos del naufragio, en particular algo tan especial como la corona de oro. Sin embargo, no había ninguna pista de por qué estaba a bordo. Pitt se apartó de la pantalla, se levantó y rompió el silencio.

—Lamento decirlo —manifestó con una sonrisa—, pero creo que esto significa que el rey Al ha sido transferido a la legión romana.

26

Broome Park era la típica mansión antigua de Inglaterra. Adquirida por Kitchener en 1911, la imponente casa de ladrillo de estilo jacobino se había construido durante el reinado de Carlos I y estaba rodeada por doscientas treinta hectáreas de hermosos parques y terrenos. Durante el breve tiempo que la ocupó, Kitchener había trabajado a fondo para mejorar los jardines de la finca y había encargado la construcción de un par de elaboradas fuentes. Pero lo mismo que el frac y la chistera, o el carruaje y el caballo, la gracia y el encanto original de Broome Park pertenecía a una era anterior.

Noventa kilómetros al sudeste de Londres, Julie salió de Dover y siguió una corta carretera hasta la finca. A Summer le sorprendió ver a cuatro personas jugando al golf en un trozo de hierba solo un poco más allá del cartel de bienvenida a Broome Park.

—Es algo muy habitual en Inglaterra —explicó Julie—. Las mansiones históricas pasan de generación en generación hasta que una mañana el heredero se despierta y comprende que no puede pagar los impuestos y el mantenimiento. Lo primero que hacen es vender parte de la tierra, y luego ya toman medidas más desesperadas. Otras se convierten en hostales, las hay que se alquilan a empresas para conferencias o se utilizan para conciertos al aire libre.

—Y algunas incluso se convierten en campos de golf —dijo Summer.

—Así es. Broome Park ha sufrido probablemente el peor de todos los destinos. La mayor parte de la casa se ha vendido como alojamientos compartidos, y también hay habitaciones de alquiler, mientras que los terrenos se han reconvertido en un campo de golf. Estoy segura de que Horatio Herbert mira todo esto sumido en la vergüenza.

—¿La finca está todavía en manos de los herederos de Kitchener?

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