Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
—Pero imagino que su médico...
—Naturalmente. Una vez a la semana o una vez cada diez días me ajusta la dosis, pero nunca es suficiente. No quiere ser él quien me mate, de modo que cuando llegue el momento, será el lobo el que acabe conmigo.
Me miró con dureza y después se aplacó.
—Las pastillas están aquí, mírelas; y el vaso de agua. Si lo deseara, yo misma podría precipitar mi final. En el momento que yo quisiera. Así que no se compadezca de mí. He elegido este otro camino porque tengo cosas que hacer.
Asentí.
—De acuerdo.
—Entonces sigamos con lo nuestro y hagamos esas cosas, ¿le parece? ¿Por dónde íbamos?
—La esposa del médico. En la sala de música. Con el violín.
Y continuamos con nuestro trabajo.
Charlie no estaba acostumbrado a enfrentarse a los problemas.
Y tenía problemas, un montón de problemas: agujeros en el tejado, ventanas rotas, palomas descomponiéndose en las habitaciones del desván, pero los ignoraba. O quizá vivía tan retirado del mundo que, sencillamente, no reparaba en ellos. Cuando la filtración de agua empezaba a resultar excesiva en una habitación, se limitaba a cerrarla y se trasladaba a otra. La casa, después de todo, era enorme. Me pregunto si, dentro de su torpeza mental, se daba cuenta de que otras personas mantenían sus hogares con esfuerzo, pero como el deterioro era su entorno natural, se sentía cómodo en él.
Aun así, la esposa de un médico aparentemente muerta en la sala de música era un problema que no podía pasar por alto. Si hubiera sido uno de nosotros... Pero una persona de fuera. Eso era otra cosa. Había que hacer algo, si bien no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese algo, y cuando la esposa del médico se llevó una mano a la dolorida cabeza y gimió, la miró acongojado. Tal vez fuera estúpido, pero sabía lo que eso significaba: se avecinaba una catástrofe.
El ama envió a John-the-dig a por el médico y este llegó a su debido tiempo. Durante un rato el presentimiento de una catástrofe pareció infundado, pues se descubrió que el estado de la esposa del médico no era grave, pues tan solo sufría una conmoción leve. La mujer rechazó una copita de coñac, aceptó té y al rato estaba como nueva.
—Fue una mujer —dijo—. Una mujer de blanco.
—Tonterías —repuso el ama, tranquilizadora y desdeñosa a la vez—. En esta casa no hay ninguna mujer de blanco.
Las lágrimas brillaron en los ojos castaños de la señora Maudsley, pero se mantuvo firme.
—Sí, una mujer delgada tumbada en el diván. Oyó el piano, se levantó y...
—¿La viste detenidamente? —preguntó el doctor Maudsley.
—No, solo un momento...
—¿Lo ve? No puede ser —le interrumpió el ama, y aunque su voz era compasiva también fue firme—. No hay ninguna mujer de blanco. Debió de ver un fantasma.
Entonces la voz de John-the-dig se oyó por primera vez:
—Dicen que la casa tiene fantasmas.
El grupo contempló el violín roto abandonado en el suelo y se fijó en el chichón que estaba formándose en la sien de la señora Maudsley, pero antes de que alguien pudiera opinar sobre la veracidad de esa teoría Isabelle apareció en el umbral. Espigada y esbelta, lucía un vestido de color amarillo claro; tenía el moño desarreglado y sus ojos, aunque bellos, eran salvajes.
—¿Podría ser ella la persona que viste? —le preguntó el médico a su esposa.
La señora Maudsley comparó a Isabelle con la imagen que retenía en su mente. ¿Cuántos tonos separan el blanco del amarillo claro? ¿Dónde está exactamente la frontera entre delgada y espigada? ¿Hasta qué punto un golpe en la cabeza puede afectar a la memoria de una persona? Vaciló. Luego, reparando en los ojos de color esmeralda y encontrando su pareja exacta en su recuerdo, tomó una decisión:
—Sí, es ella.
El ama y John-the-dig evitaron mirarse.
A partir de ese momento, olvidándose de su esposa, el médico dirigió toda su atención a Isabelle. La miró detenida y amablemente, con preocupación en el fondo de sus ojos, al tiempo que le hacía una pregunta detrás de otra. Cuando Isabelle se negaba a responder se mantenía impertérrito, pero cuando se dignaba contestar —maliciosa, impaciente o disparatada— escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza al tiempo que hacía anotaciones en su bloc de médico. Al cogerle la muñeca para tomarle el pulso, reparó, alarmado, en los cortes y cicatrices que marcaban la parte interna de su antebrazo.
—¿Se los hace ella misma?
Franca a su pesar, el ama murmuró:
—Sí.
El médico apretó los labios, preocupado.
—¿Puedo hablar un momento con usted, señor? —preguntó, volviéndose hacia Charlie. Él le miró sin comprender, pero el médico le cogió del codo—. ¿Puede ser en la biblioteca? —Y lo sacó con firmeza de la estancia.
El ama y la esposa del médico esperaron en el salón fingiendo no prestar atención a los sonidos que llegaban de la biblioteca. Había un murmullo, no de voces, sino de una sola voz, serena y comedida. Cuando la voz calló escuchamos «No», y otro «¡No!», con la voz elevada de Charlie, y de nuevo el tono suave del médico. Estuvieron ausentes un buen rato, y se oyeron las reiteradas protestas de Charlie antes de que la puerta se abriera y el médico saliera con el semblante grave y agitado. Detrás de él estalló un alarido de desesperación e impotencia, pero el doctor simplemente hizo una mueca y cerró la puerta tras de sí.
—Hablaré con el hospital —le dijo el médico al ama—. Yo me encargaré del transporte. ¿Le parece bien a las dos en punto?
Desconcertada, el ama asintió con la cabeza y la esposa del médico se levantó para irse.
A las dos en punto tres hombres llegaron a la casa y acompañaron a Isabelle hasta una berlina que aguardaba fuera. Se entregó a ellos como un cordero, se instaló obediente en el asiento, en ningún momento miró por la ventanilla mientras los caballos trotaban despacio por el camino, en dirección a la verja de la casa del guarda.
Las gemelas, indiferentes, estaban dibujando círculos en la grava del camino con los dedos de los pies.
Charlie estaba en la escalinata, viendo empequeñecerse la berlina. Parecía un niño al que estaban arrebatando su juguete favorito y no podía creer —del todo no, todavía no— que aquello estuviera ocurriendo de verdad.
El ama y John-the-dig le observaban nerviosos desde el vestíbulo, esperando su reacción.
El carruaje alcanzó la verja y desapareció tras ella. Charlie se quedó mirando la verja abierta tres, cuatro, cinco segundos más. Luego su boca se abrió en un amplio círculo, espasmódico y trepidante, que dejó ver su lengua trémula, la rojez carnosa de su garganta, los hilos de baba cruzando la oscura cavidad. Nosotros le mirábamos hipnotizados, a la espera de que el espantoso sonido emergiera de su boca, pero el sonido no estaba preparado aún para salir. Durante unos segundos eternos siguió creciendo, amontonándose dentro de Charlie, hasta que todo su cuerpo pareció querer estallar de sonido contenido. Finalmente cayó de rodillas sobre la escalinata y el grito salió de su cuerpo. No fue el bramido de elefante que habíamos estado esperando, sino un bufido húmedo y nasal.
Las niñas levantaron la vista un momento, después volvieron impasibles a dibujar círculos. John-the-dig apretó los labios, se dio la vuelta y regresó al jardín y a su trabajo. No había nada que él pudiera hacer ahí. El ama se acercó a Charlie, colocó una mano consoladora en su hombro y trató de convencerle de que entrara en casa, pero él hacía oídos sordos a sus palabras y se limitaba a sorber y gimotear como un niño enrabietado.
Y eso fue todo.
¿Eso fue todo? Un final curiosamente discreto para la desaparición de la madre de la señorita Winter. Estaba claro que la señorita Winter no tenía muy buena opinión de las aptitudes maternales de Isabelle; de hecho, la palabra madre no parecía formar parte de su léxico. Supongo que era comprensible; por lo que había podido ver, Isabelle era la menos maternal de las mujeres. Así y todo, ¿quién era yo para juzgar las relaciones de otras personas con sus madres?
Cerré la libreta, metí el lápiz en la espiral y me levanté.
—Estaré fuera tres días —le recordé—. Regresaré el jueves.
Y la dejé a solas con su lobo.
T
erminé de pasar a limpio las notas de esa jornada. Los doce lápices ya no tenían punta, de modo que me puse a afilarlos. Uno a uno, los introduje en el sacapuntas. Si giras la manivela de forma lenta y regular, a veces puedes conseguir que la viruta de madera con carboncillo se rice y cuelgue de una sola pieza hasta la papelera, pero esa noche estaba cansada y se quebraban constantemente bajo su propio peso.
Pensé en la historia. El ama y John-the-dig me inspiraban simpatía. Charlie e Isabelle me inquietaban. El médico y su esposa tenían la mejor de las intenciones, pero sospechaba que su intervención en la vida de las gemelas no iba a traer nada bueno.
Las gemelas me tenían desconcertada. Sabía lo que otra gente pensaba de ellas. John-the-dig pensaba que no podían hablar bien; el ama creía que no comprendían que las demás personas estaban vivas; los vecinos opinaban que estaban mal de la cabeza, pero desconocía —y eso resultaba más que curioso— qué pensaba la narradora. Cuando contaba su relato, la señorita Winter era una luz que lo ilumina todo salvo a sí misma. Era el punto que se perdía en el corazón de la narración. Hablaba de «ellos», últimamente había hablado de «nosotros», pero lo que me tenía perpleja era la ausencia del yo.
Si se lo preguntara, sé lo que me diría: «Señorita Lea, hicimos un trato». Ya le había hecho preguntas sobre uno o dos detalles de la historia, y aunque a veces contestaba, cuando no quería hacerlo me recordaba nuestro primer encuentro. «Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.»
De momento me resigné a vivir en la intriga. No obstante, esa misma noche sucedió algo que arrojó cierta luz sobre el asunto.
Había ordenado mi escritorio y estaba haciendo la maleta cuando llamaron a la puerta. Abrí y encontré a Judith en el pasillo.
—La señorita Winter desea saber si dispone de un momento para ir a verla. —No me cabía duda de que era la traducción cortés de Judith de un seco «Tráigame a la señorita Lea».
Terminé de doblar una blusa y bajé a la biblioteca.
La señorita Winter estaba sentada en su lugar de siempre y el fuego ardía en la chimenea, pero, por lo demás, en la estancia reinaba la oscuridad.
—¿Quiere que encienda algunas luces? —pregunté desde la puerta.
—No —fue su fría respuesta, y eché a andar por el pasillo hacia ella. Los postigos estaban abiertos y el cielo oscuro, bañado de estrellas, se reflejaba en los espejos.
Cuando llegué a su lado la luz danzarina del fuego me permitió advertir que la señorita Winter estaba absorta en sus pensamientos. Me senté en mi sitio y, arrullada por el calor del fuego, contemplé en silencio el cielo nocturno. Transcurrió un cuarto de hora mientras ella rumiaba y yo esperaba.
Entonces habló.
—¿Ha visto alguna vez el retrato de Dickens en su estudio? Lo pintó un hombre llamado Buss, creo. Tengo una reproducción por ahí, ya se la buscaré. En el retrato Dickens ha empujado la silla del escritorio hacia atrás y está dormitando con los ojos cerrados y su barbudo mentón sobre el pecho. Lleva puestas las zapatillas. Alrededor de su cabeza flotan personajes de sus libros como si fueran humo de cigarrillo; algunos se apiñan sobre los papeles del escritorio, otros se han deslizado detrás de él o han descendido, como si se creyeran capaces de caminar con sus pies por el suelo. ¿Y por qué no? Sus trazos son tan fuertes como los del propio escritor, así que ¿por qué no deberían ser tan reales como él? Son más reales que los libros de las estanterías, esbozados con una línea apenas visible y discontinua que en algunos lugares se desvanece en una nada fantasmagórica.
»Se estará preguntando por qué recordar ahora ese retrato. Si lo recuerdo con tanta precisión es porque refleja perfectamente la forma en que yo he vivido mi propia vida. He cerrado la puerta de mi estudio al mundo y me he recluido con mis personajes. Durante casi sesenta años he escuchado a hurtadillas y con total impunidad las vidas de seres imaginarios. He mirado descaradamente en corazones y retretes. Me he arrimado a sus hombros para seguir el movimiento de plumas que escribían cartas de amor, testamentos y confesiones. He observado a enamorados amarse, a asesinos matar, a niños jugar con la imaginación. Cárceles y burdeles me han abierto sus puertas; galeones y caravanas de camellos han cruzado mares y desiertos conmigo; siglos y continentes se han esfumado a mi antojo. He espiado las fechorías de los poderosos y he sido testigo de la nobleza de los sumisos. Tanto me he inclinado sobre personas que dormían en sus lechos que es posible que hayan notado mí aliento en sus caras. He visto sus sueños.