Matthew hojeó los datos rápidamente. Había más de dos docenas de secuencias de ADN, algunas cortas y otras largas, con los pequeños signos de interrogación rojos de Miriam junto a ellos.
—Santo cielo —exclamó, devolviéndoselos a su hijo—. Ya tenemos bastante de qué preocuparnos. Ese bastardo de Peter Knox la ha amenazado. Quiere el manuscrito. Diana trató de recuperarlo, pero el Ashmole 782 volvió a la biblioteca y no quiere salir otra vez. Afortunadamente, Knox está convencido, por ahora, de que ella lo consiguió esa primera vez rompiendo su hechizo deliberadamente.
—¿Y no fue así?
—No. Diana no tiene los conocimientos ni el control suficientes como para hacer algo tan intrincado. Su poder es totalmente indisciplinado. Hizo un agujero en mi alfombra. —Matthew parecía molesto y su hijo se esforzó por no sonreír. El padre adoraba sus antigüedades.
—Entonces mantendremos alejado a Knox y le daremos una oportunidad a Diana de aceptar sus habilidades. Eso no parece demasiado difícil.
—Knox no es mi única preocupación. Diana recibió esto en el correo de hoy. —Matthew cogió la fotografía y la nota que la acompañaba y se las dio a su hijo. Cuando continuó hablando, su voz tenía un tono peligroso e inexpresivo—: Sus padres. Recuerdo haberme enterado de una pareja de brujos estadounidenses muertos en Nigeria, pero hace mucho tiempo. Nunca los relacioné con Diana.
—¡Dios santo! —exclamó Marcus en voz baja. Al mirar la fotografía, trató de imaginar cómo sería recibir una foto de su propio padre destrozado al que se ha dejado para morir en el suelo.
—Hay más. Por lo que yo sé, Diana ha creído durante mucho tiempo que sus padres fueron asesinados por humanos. Ésa es la razón principal por la que ha tratado de mantener la magia fuera de su vida.
—Pero eso es imposible, ¿no? —farfulló Marcus, pensando en el ADN de la bruja.
—Sí —estuvo de acuerdo Matthew. Su expresión era adusta—. Mientras estuve en Escocia, otra bruja estadounidense, Gillian Chamberlain, la informó de que no habían sido humanos, sino hermanos brujos y brujas quienes mataron a sus padres.
—¿Y fue así?
—No estoy seguro. Pero evidentemente hay algo más en esta situación que el descubrimiento del Ashmole 782 por parte de una bruja. —El tono de Matthew se volvió mortífero—: Y pienso descubrir qué es.
Algo plateado destelló sobre el jersey oscuro de su padre. «Lleva puesto el ataúd de Lázaro», se percató Marcus.
Nadie en la familia hablaba abiertamente de Eleanor St. Leger o de los acontecimientos que giraban en torno a su muerte, por temor a empujar a Matthew a uno de sus ataques de furia. Marcus comprendía que su padre no quisiera dejar París en 1140, donde estaba tranquilamente estudiando Filosofía. Pero cuando el jefe de la familia, el propio padre de Matthew, Philippe, lo llamó de vuelta a Jerusalén para ayudar a resolver los conflictos que continuaban asolando Tierra Santa mucho después de terminada la cruzada de Urbano II, Matthew obedeció sin dudarlo. Había conocido a Eleanor, se había hecho amigo de su dispersa familia inglesa y se había enamorado completamente.
Pero los St. Leger y los De Clermont estaban a menudo en lados opuestos en las disputas, y los hermanos mayores de Matthew —Hugh, Godfrey y Baldwin— lo instaron a que abandonara a la mujer, dejando el terreno libre para que ellos pudieran destruir a aquella familia. Matthew se negó. Un día, una pelea entre Baldwin y Matthew acerca de alguna crisis política insignificante que involucraba a los St. Leger creció hasta descontrolarse. Antes de que pudieran encontrar a Philippe para que los detuviera, intervino Eleanor. Para cuando Matthew y Baldwin recuperaron la calma, ella había perdido demasiada sangre como para recuperarse.
Marcus todavía no comprendía por qué Matthew había dejado morir a Eleanor si la amaba tanto.
Ahora Matthew usaba su insignia de peregrino solamente cuando tenía miedo de estar a punto de matar a alguien o cuando pensaba en Eleanor St. Leger, o ambas cosas.
—Esa fotografía es una amenaza… y no precisamente insignificante. Hamish creyó que el nombre de Bishop iba a hacer que las brujas fueran más cautelosas, pero me temo que está ocurriendo lo contrario. Por grandes que puedan ser sus talentos innatos, Diana no puede protegerse, y es tan independiente, ¡demasiado independiente, maldición!, como para no pedir ayuda. Necesito que te quedes con ella durante unas horas. —Matthew apartó su mirada de la fotografía de Rebecca Bishop y Stephen Proctor—. Voy a buscar a Gillian Chamberlain.
—No puedes asegurar que Gillian haya enviado esa fotografía —señaló Marcus—. Hay dos olores diferentes en ella.
—El otro es el de Peter Knox.
—¡Pero Peter Knox es un miembro de la Congregación! —Marcus sabía que durante las cruzadas se había establecido un consejo de nueve miembros formado por daimones, brujos y vampiros, tres representantes de cada especie. El trabajo de la Congregación era cuidar de la seguridad de todas las criaturas evitando que ninguna de ellas atrajera la atención de los humanos—. Si haces algo en ese sentido, se interpretará como un desafío a su autoridad. Toda la familia quedará implicada. No estarás considerando en serio ponernos en peligro sólo para vengar a una bruja, ¿verdad?
—¿Estás cuestionando mi lealtad? —susurró Matthew.
—No. Estoy cuestionando tu sano juicio —replicó Marcus acaloradamente, mirando sin temor a su padre—. Este ridículo idilio ya es bastante malo. La Congregación ya tiene una razón para tomar medidas contra ti. No les des otra.
Durante la primera visita de Marcus a Francia, su abuela vampira le había explicado que él ya estaba obligado por un acuerdo que prohibía las relaciones íntimas entre diferentes órdenes de criaturas, así como toda interferencia en la religión y la política de los humanos. Cualquier otra interacción con humanos —incluyendo asuntos del corazón— debía ser evitada, pero se permitía mientras no causara problemas. Marcus prefería pasar el tiempo con vampiros y siempre lo había hecho, de modo que los términos del acuerdo no le habían preocupado demasiado… hasta ese momento.
—Ya no le preocupa a nadie —dijo Matthew a la defensiva; sus ojos grises apuntaron a la puerta del dormitorio de Diana.
—Dios mío, ella no conoce el acuerdo —replicó Marcus desdeñosamente—, y tú no tienes la menor intención de explicárselo. Sabes muy bien, caramba, que no puedes ocultarle eso a ella indefinidamente.
—La Congregación no va a obligar a cumplir una promesa hecha hace casi mil años en un mundo muy diferente. —Los ojos de Matthew estaban en ese momento fijos en un grabado antiguo de la diosa Diana que apuntaba con su arco a un cazador que huía por el bosque. Recordó un pasaje de un libro escrito hacía mucho por un amigo, «Porque ya no son cazadores, sino cazados»
,
y se estremeció.
—Piensa antes de hacerlo, Matthew.
—Ya he tomado mi decisión. —Evitó los ojos de su hijo—. ¿Cuidarás de ella en mi ausencia?, ¿te ocuparás de que esté bien?
Marcus asintió con la cabeza, incapaz de negarse al tono lastimero en la voz de su padre.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Matthew, Marcus se dirigió hacia Diana. Le levantó uno de los párpados, luego el otro y le cogió la muñeca. Olfateó y percibió el miedo y la conmoción que la envolvían. También detectó la droga que todavía seguía circulando por sus venas. «Bien», pensó. Por lo menos su padre había tenido la presencia de ánimo de darle un sedante.
Marcus continuó examinando el estado de Diana, observando minuciosamente su piel y escuchando el sonido de su respiración. Cuando terminó, permaneció en la cabecera junto a la bruja en silencio, vigilando sus sueños. Diana tenía la frente fruncida, como si estuviera discutiendo con alguien.
Después de examinarla, Marcus sabía dos cosas. Primero, Diana se pondría bien. Había sufrido una fuerte conmoción y necesitaba descanso, pero no había ningún daño irreparable. Segundo, el olor de su padre estaba en toda ella. Él lo había hecho deliberadamente para marcar a Diana y que todos los vampiros supieran a quién pertenecía. Eso quería decir que la situación había ido más lejos de lo que Marcus imaginaba. Iba a ser difícil para su padre desprenderse de aquella bruja. Y tendría que hacerlo, si las historias que la abuela de Marcus le había contado eran ciertas.
Había pasado ya la medianoche cuando Matthew volvió a aparecer. Parecía todavía más enfadado que cuando se había ido, pero su aspecto era inmaculado e impecable, como siempre. Se pasó los dedos por el pelo y se dirigió directamente a la habitación de Diana sin decir ni una palabra a su hijo.
Marcus sabía muy bien que no debía mencionar nada a Matthew en ese momento. Cuando salió de la habitación de la bruja, Marcus se limitó a preguntarle:
—¿Vas a hablar de los resultados de las pruebas de ADN con Diana?
—No —respondió Matthew escuetamente, sin la menor indicación de culpa por ocultarle a ella una información de semejante magnitud—. Ni tampoco voy a decirle lo que los brujos de la Congregación podrían hacerle. Ya ha tenido suficiente.
—Diana Bishop es más fuerte de lo que piensas. No tienes derecho a guardarte esa información para ti solo, si es que vas a seguir compartiendo tu tiempo con ella. —Marcus sabía que la vida de un vampiro se medía no en horas ni en años, sino por los secretos revelados y los guardados. Los vampiros no revelaban sus relaciones personales, ni los nombres que habían adoptado, ni los detalles de las muchas vidas que habían llevado. No obstante, su padre guardaba más secretos que la mayoría, y su impulso de ocultar cosas de su propia familia era sumamente exasperante.
—Mantente alejado de esto, Marcus —le gruñó su padre—. No es asunto tuyo.
Marcus soltó algunas imprecaciones.
—Tus malditos secretos van a ser la ruina de la familia.
Matthew ya había agarrado a su hijo del pescuezo antes de que hubiera terminado de hablar.
—Mis secretos han mantenido a salvo a esta familia durante varios siglos, hijo mío. ¿Dónde estarías tú ahora si no fuera por mis secretos?
—Sería pasto de los gusanos en una tumba sin nombre en Yorktown, supongo —respondió Marcus casi sin aliento y con las cuerdas vocales oprimidas.
Con el paso de los años, Marcus había tratado de desvelar algunos de los secretos de su padre con escaso éxito. Nunca había podido descubrir, por ejemplo, quién había informado a Matthew de que Marcus estaba armando alboroto en Nueva Orleans después de que Jefferson concretara la compra de la Luisiana. Allí, él había creado una familia de vampiros tan bulliciosa y simpática como él entre los ciudadanos más jóvenes y menos responsables de la ciudad. La prole de Marcus —que incluía un número alarmante de jugadores y truhanes— se arriesgaba a ser descubierta por los humanos cada vez que salía después del anochecer. Marcus recordaba que los brujos y brujas de Nueva Orleans habían manifestado claramente que deseaban echarlos de la ciudad.
Entonces apareció Matthew, sin ser invitado ni anunciado, con una hermosa vampira mulata: Juliette Durand. Matthew y Juliette hicieron campaña para poner orden en la familia de Marcus. En pocos días formaron una alianza para nada santa con un joven y vanidoso vampiro francés en el Garden District que tenía el pelo de un inverosímil color dorado y una veta de crueldad tan ancha como el Misisipi. Y ahí comenzaron los verdaderos problemas.
Al final de los primeros quince días, la nueva familia de Marcus se había vuelto considerable y misteriosamente más pequeña. Cuando el número de las muertes y las desapariciones aumentó, Matthew alzó las manos y murmuró algo acerca de los peligros de Nueva Orleans. Juliette, a la que Marcus había llegado a detestar a los pocos días de haberla conocido, sonrió discretamente y susurró palabras alentadoras en los oídos de su padre. Era la criatura más manipuladora que Marcus había conocido jamás, y se sintió más que encantado cuando ella y su padre se separaron.
Bajo presión de los hijos que le quedaban, Marcus prometió portarse bien, aunque sólo si Matthew y Juliette se iban.
Matthew estuvo de acuerdo, después de establecer con detalles precisos lo que se esperaba de los miembros de la familia De Clermont.
—Si estás decidido a convertirme en abuelo —le recomendó su padre durante una sumamente desagradable entrevista que tuvo lugar en presencia de varios de los vampiros más ancianos y más poderosos de la ciudad—, ten más cuidado. —El recuerdo de la escena todavía hacía palidecer a Marcus.
Quién o qué les daba a Matthew y a Juliette autoridad para actuar como lo hicieron siguió siendo un misterio. La fuerza de su padre, la astucia de Juliette y el brillo del nombre de los De Clermont pudieron haberlos ayudado a conseguir el apoyo de los vampiros. Pero hubo algo más que eso. Todas las criaturas de Nueva Orleans —incluso las brujas— habían tratado a su padre como si fuera de la realeza.
Marcus se preguntaba si su padre habría sido en alguna época remota miembro de la Congregación. Eso explicaría muchas cosas.
La voz de Matthew hizo que los recuerdos de su hijo se desvanecieran.
—Diana puede ser valiente, Marcus, pero no tiene por qué saberlo todo ahora. —Soltó a Marcus y se alejó.
—¿Entonces sabe algo de nuestra familia? ¿De tus otros hijos? —«¿Conoce la historia de tu padre?». Esto último Marcus no lo pronunció en voz alta.
De todas formas, Matthew sabía lo que estaba pensando.
—No ando contando las historias de otros vampiros.
—Cometes un error —insistió Marcus, sacudiendo la cabeza—. Diana no te va a agradecer que le ocultes cosas.
—Eso es lo que tú y Hamish decís. Cuando esté preparada, le contaré todo…, pero no antes. —La voz de su padre era firme—. Mi única preocupación en este momento es hacer que Diana salga de Oxford.
—¿La llevarás a Escocia? Seguramente allí estará fuera del alcance de cualquiera. —Marcus pensó de inmediato en la lejana propiedad de Hamish—. ¿O la vas a dejar en Woodstock antes de irte?
—¿Antes de irme adónde? —En el rostro de Matthew se dibujó la perplejidad.
—Me pediste que te trajera el pasaporte. —En ese momento fue Marcus quien se mostró perplejo. Eso era lo que su padre solía hacer: se enfadaba y se retiraba en soledad hasta recuperar el autocontrol.
—No tengo ninguna intención de dejar a Diana —replicó Matthew con frialdad—. La voy a llevar a Sept-Tours.
—¡No puedes instalarla bajo el mismo techo que Ysabeau! —La voz sorprendida de Marcus resonó en la pequeña habitación.