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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (26 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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Intenté que no se me notara el asco que sentía.

—¡Ese Claude! ¡Es un infantil! —exclamé con una sonrisa feroz. En la vida me había hecho nada menos gracia—. Alcide, creo que Jannalynn ha gastado una gran broma a mi costa. Creo que Amelia debería callarse mis cosas y creo que Claude sólo quería ver lo que pasaría. Así es él. ¡Además, tú siempre estás rodeado de lobas macizas que están como un tren, hombretón de la manada! —Le di unos golpecitos en el hombro (más o menos en broma) y noté que se sobresaltaba un poco. A lo mejor había ganado fuerza rodeada de mi familia feérica.

—Entonces, volveré a Shreveport —dijo Alcide—, pero inclúyeme en tu agenda social, Sookie. Aún anhelo una oportunidad contigo. —Sonrió mostrando una dentadura inmaculada.

—¿Todavía no has encontrado chamán nuevo para la manada?

Se estaba abrochando el cinturón y sus dedos se quedaron petrificados.

—¿Crees que te quiero por eso?

—Creo que podría tener algo que ver —aventuré, con la voz seca. La figura del chamán de manada había decaído en los tiempos modernos, pero el Colmillo Largo seguía buscando uno. Alcide me había inducido a tomar una de las drogas que utilizan los chamanes para potenciar sus visiones, y había sido una experiencia tan escalofriante como intensa. No deseaba volver a pasar por ella. Me había gustado demasiado.

—Es verdad que necesitamos un chamán —admitió Alcide—. E hiciste un gran trabajo aquella noche. Está claro que tienes lo que hace falta para el trabajo. —Ingenuidad y escaso juicio eran requisitos indispensables —. Pero te equivocas si crees que es la única razón por la que deseo una relación.

—Me alegra oírlo, porque de lo contrario no tendría una gran opinión de ti —dije. Esa conversación dio un portazo definitivo a mi parte bondadosa—. Volvamos a destacar que no me ha gustado un pelo la forma en que has abordado esto y que tu cambio desde que te has convertido en líder de manada deja mucho que desear.

Alcide estaba genuinamente sorprendido.

—No he tenido más remedio que cambiar —apuntó—. No estoy muy seguro de lo que insinúas.

—Te has acostumbrado demasiado a ser el rey de todos —argumenté—. Pero no estoy aquí para decirte que deberías cambiar porque no es más que una opinión. Sabe Dios que yo misma he atravesado muchos cambios, y estoy segura de que algunos de ellos no le han hecho ningún bien a mi carácter.

—Ni siquiera te gusto. —Sonaba casi consternado, pero con un toque de incredulidad que reforzaba mi perspectiva.

—Ya no tanto.

—Entonces sólo he hecho el ridículo. — Ahora estaba un poco enfadado. Pues bienvenido al club.

—Una emboscada no es la mejor forma de llegar a mi corazón. O a cualquier otra parte de mí.

Alcide se fue sin decir más. No escuchó hasta que le dije lo mismo de varias formas distintas. ¿Sería ésa la clave? ¿Decir las cosas tres veces?

Observé la marcha de su ranchera para asegurarme de que se iba. Volví a mirar el reloj. Aún no eran ni las nueve y media. Cambié las sábanas de la cama a toda prisa, metí la ropa sucia en la lavadora y la puse en marcha (no quería imaginar cuál sería la reacción de Eric si se metiese en mi cama y detectase el olor de Alcide Herveaux). Aproveché el tiempo que me quedaba hasta la llegada de Mustafá Khan para limpiar un poco la casa en vez de despertar a Amelia y a Claude para echarles nada en cara. Estaba cepillándome el pelo y recogiéndomelo en una coleta cuando escuché una moto en el exterior.

Mustafá Khan, lobo solitario, pero puntual. Llevaba un pequeño pasajero detrás. Miré por la ventana delantera cómo descendía de la Harley y se encaminaba hacia la puerta para llamar. Su acompañante se quedó en la moto.

Abrí la puerta y tuve que alzar la vista. Khan medía alrededor de uno ochenta y tres, llevaba el pelo rapado, reducido a un manto que recordaba los pinchos de un erizo. Llevaba unas gafas de sol que le conferían un aspecto a lo
Blade
, pensé. Su tez era marrón dorada, como el tono de las galletas de chocolate. Al quitarse las gafas, comprobé que el color de sus ojos equivalía al corazón de chocolate de la galleta. Y ésa era la única cosa remotamente dulce de su aspecto. Inspiré con fuerza y capté el olor de algo salvaje. Noté que mi familia feérica descendía las escaleras a mi espalda.

—¿Señor Khan? —dije educadamente—. Pase, por favor. Me llamo Sookie Stackhouse y ellos son Claude y Dermot. —Por la expresión ávida de Claude, no era la única que había pensado en las galletas de chocolate. Dermot sólo parecía cansado.

Mustafá Khan les echó una ojeada y los descartó, lo cual demostraba que no era tan avispado como hubiera podido esperarse, o sencillamente que no los consideró parte de su encargo.

—He venido a por el coche de Eric —dijo.

—¿Querría pasar un momento? He hecho café.

—Oh, bien —murmuró Dermot, saliendo disparado hacia la cocina. Lo oí hablando con alguien, así que deduje que Amelia o Bob ya estaban en circulación. Bien. Quería tener unas palabras con mi amiga Amelia.

—No bebo café —declaró Mustafá—. No tomo estimulantes de ningún tipo.

—Entonces ¿querría un vaso de agua?

—No. Querría volver a Shreveport. Tengo una larga lista de tareas pendientes para el señor Cadáver Altivo Todopoderoso.

—¿Cómo es que aceptó el trabajo si tiene una opinión tan pobre de Eric?

—No es mal tipo para ser un vampiro —gruñó Mustafá—. Bubba también es un tío legal. ¿El resto? —Escupió. Sutil, pero capté la idea.

—¿Quién le acompaña? —pregunté, inclinando la cabeza hacia la Harley.

—Es usted muy curiosa —dijo.

—Ajá. —Volví a mirarlo directamente, sin dar un paso atrás.

—Ven aquí un momento, Warren —llamó Mustafá, y el pequeño hombre descendió de la moto y se nos acercó.

Warren mediría uno setenta y cuatro, era pálido, pecoso y le faltaban algunos dientes. Pero cuando se quitó las gafas de motorista, resultó que sus ojos eran claros y serenos y no vi ninguna marca de colmillos en su cuello.

—Señorita —dijo con educación.

Volví a presentarme. Era interesante que Mustafá tuviera un amigo de verdad, un amigo del que no quería que nadie (bueno, yo) supiera nada. Mientras Warren y yo intercambiábamos comentarios sobre el tiempo, el musculoso licántropo pasó un mal rato intentando contener su impaciencia. Claude desapareció, aburrido por Warren, perdida la esperanza de interesar a Mustafá.

—¿Cuánto tiempo llevas en Shreveport, Warren?

—Oh, Dios mío, he vivido allí toda la vida —respondió Warren—. Salvo cuando estuve en el ejército. Pasé allí quince años.

No había costado nada sacar información de Warren, pero Eric quería que comprobase a Mustafá. Pero hasta ahora el aspirante a
Blade
no estaba colaborando. La puerta no era el mejor lugar para mantener una conversación relajada. En fin.

—¿Mustafá y tú os conocéis desde hace mucho tiempo?

—Pocos meses —explicó Warren, echando una mirada al hombre más alto.

—¿Qué es esto? ¿El juego de las veinte preguntas?

Le toqué el brazo, que era como tocar una rama de roble.

—KeShawn Johnson —dije pensativa tras hurgar un poco en su mente—. ¿Por qué te cambiaste el nombre?

Se puso rígido y tensó la boca.

—Me he reinventado —contestó—. No soy un esclavo de las malas costumbres llamado KeShawn. Soy Mustafá Khan, y soy dueño de mí mismo. Me pertenezco sólo a mí.

—Muy bien —acepté, esforzándome para parecer agradable—. Encantada de conocerte, Mustafá. Que Warren y tú tengáis un buen viaje de vuelta a Shreveport.

Había averiguado todo lo posible por ese día. Si Mustafá iba a rondar a Eric durante un tiempo, ya iría captando retazos de su mente para unirlos más tarde y hacerme una imagen completa. Por extraño que pareciera, me sentí mejor con Mustafá después de conocer a Warren. Estaba convencida de que Warren lo debía de haber pasado muy mal y debía de haber cometido actos reprobables, pero también pensaba que, en esencia, era un tipo de fiar. Sospeché que lo mismo podría decirse de Mustafá.

Tenía ganas de esperar y ver.

A Bubba le caía bien, pero eso no tenía por qué bastar. A fin de cuentas, Bubba bebía sangre de gato.

Me alejé de la puerta, afianzándome para afrontar mi siguiente tanda de problemas. Encontré a Claude y a Dermot cocinando. Dermot había encontrado en la nevera un tarro cilíndrico de galletas Pillsbury. Había abierto el bote y había echado las galletas sobre la bandeja del horno. También había precalentado el horno. Claude estaba preparando unos huevos, lo cual no dejó de asombrarme. Amelia estaba sacando los platos y Bob estaba sentado a la mesa.

Odiaba interrumpir una escena tan doméstica.

—Amelia —dije. Se había estado concentrando sospechosamente en los platos. Alzó la cabeza a toda prisa, como si hubiese oído el disparo de una escopeta. Crucé la mirada con ella. Culpable, culpable, culpable—. Claude —proseguí con más sequedad en el tono, y me miró por encima del hombro y sonrió. Ahí no había culpabilidad. Dermot y Bob simplemente parecían resignados—. Amelia, le has contado mis cosas a un licántropo —remarqué—. No a cualquiera, sino al líder de la manada de Shreveport.

Y estoy segura de que lo hiciste adrede.

Amelia se ruborizó.

—Sookie, pensé que con el vínculo roto, quizá querrías que alguien más estuviese al tanto, y hablaste de Alcide, así que cuando lo vi, pensé que…

—Fuiste allí a propósito para asegurarte de que lo supiera —continué de forma implacable—. Si no, ¿por qué escoger ese bar de entre todos los que hay? —Bob parecía a punto de decir algo, pero alcé mi dedo índice y lo señalé. Desistió—. Me dijiste que iríais al cine en Clarice. No a un bar de licántropos en la dirección contraria. —Tras acabar con Amelia, me dirigí al otro culpable—. Claude —repetí, y su espalda se puso tiesa, si bien no dejó de cocinar los huevos—. Has dejado entrar a alguien en casa, en mi casa, sin estar yo, y no contento con eso, le has permitido meterse en mi cama. Eso es imperdonable. ¿Por qué me has hecho algo así?

Claude apartó cuidadosamente la sartén del fuego y lo apagó.

—Me parecía un tipo agradable —contestó—. Y pensé que, por una vez, te apetecería hacer el amor con alguien que aún conserve el pulso.

Sentí que algo saltaba en mi interior.

—Vale —dije con voz muy controlada—. Escuchadme. Me voy a mi habitación. Comed el desayuno que estáis preparando, haced vuestras maletas y marchaos. Todos. — Amelia se puso a llorar, pero no pensaba ablandar mi postura. Estaba sumamente enfadada. Miré el reloj de la pared —. Quiero esta casa vacía en cuarenta y cinco minutos.

Me fui a mi habitación, cerrando la puerta con exquisita suavidad. Me tumbé en la cama e intenté leer un poco. Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta. Lo ignoré. Tenía que mostrarme resuelta. Las personas que vivían en mi casa me habían hecho cosas que sabían condenadamente bien que no debían, y tenían que saber que no iba a tolerar tales intromisiones, por muy bienintencionadas (Amelia) o picaras (Claude) que fuesen. Hundí la cara entre las manos. No era fácil mantener el nivel de indignación, sobre todo habida cuenta de que no estaba acostumbrada, pero sabía que ceder a mi impulso de abrir la puerta y dejar que se quedasen no traería nada bueno.

Al tratar de imaginarme haciéndolo, me sentí tan mal que supe que su marcha era lo que más genuinamente deseaba.

Había sido tan feliz de ver a Amelia, tan complacida por su disposición a venir tan rápidamente desde Nueva Orleans para reforzar las protecciones mágicas de mi casa.

Y también tan perpleja al ver que había dado con un modo de romper el vínculo, hasta el punto de prestarme a aplicarlo sin pensármelo demasiado. Debí haber llamado a Eric primero para advertirle. No tenía ninguna excusa por haber tomado una decisión tan abrupta, salvo que, con toda probabilidad, habría intentado disuadirme. Era un argumento tan pobre como haberme dejado convencer de tomar las drogas del chamán en la reunión de la manada de Alcide.

Ambas decisiones eran culpa mía. Eran errores que yo había cometido.

Pero ese impulso de Amelia de intentar manipular mi vida sentimental era algo imperdonable. Era una mujer adulta y me había ganado el derecho a tomar mis propias decisiones sobre con quién compartir mi vida. Hubiese deseado conservar su amistad para siempre, pero no si iba a manipular los acontecimientos para transformar mi vida en algo que le satisficiese más.

Y Claude había gastado una de sus bromas, un truco de los más artero y travieso. Eso tampoco me había gustado. No, debía marcharse.

Cuando transcurrieron los tres cuartos de hora y salí de la habitación, me sorprendió un poco comprobar que me habían hecho caso. Mis huéspedes habían desaparecido… con la salvedad de Dermot.

Mi tío abuelo estaba sentado en las escaleras de atrás, junto a su abultada bolsa de deportes. No intentó llamar la atención sobre sí mismo de ninguna manera, y supongo que se habría quedado allí sentado hasta que abriese la puerta para irme al trabajo. Pero lo hice antes para sacar las sábanas de la lavadora y meterlas en la secadora.

—¿Qué haces aquí? —pregunté con la voz más neutral que pude articular.

—Lo siento —dijo. Eran palabras que habían faltado amargamente hasta entonces.

Si bien una parte de mí se relajó al oír esas palabras mágicas, aún estaba en mis trece.

—¿Por qué dejaste que Claude hiciese eso? —pregunté. Mantenía la puerta abierta, obligándolo a volverse para hablar conmigo. Se levantó y me encaró.

—No estaba de acuerdo con lo que hacía. No creía que fueses a preferir a Alcide cuando estás tan colada por un vampiro, y no pensaba que el desenlace sería bueno, ni para ti ni para los demás. Pero Claude es voluntarioso y terco. No tuve la energía necesaria para discutir con él.

—¿Por qué no? — A mí me parecía algo bastante obvio, pero cogió a Dermot por sorpresa. Apartó la mirada hacia las flores, los arbustos y el césped.

Tras una pensativa pausa, mi tío abuelo dijo:

—Nada me ha importado gran cosa desde que Niall me hechizó. Bueno, desde que Claude y tú rompisteis el hechizo, para ser más preciso. Es como si no pudiera dar con ningún propósito, como si no tuviese ni idea de lo que quiero hacer el resto de mi vida. Claude sí tiene uno. Y creo que seguiría tan satisfecho aunque no lo tuviese. Claude puede llegar a ser muy humano. —Y entonces pareció atónito, como si se diese cuenta de que, en mi estado radical actual, pudiese considerar sus ideas como un argumento perfecto para mandarlo a paseo junto con los demás.

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