El diamante de Jerusalén (33 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

BOOK: El diamante de Jerusalén
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—A la cima —respondió Harry.

—No es posible, señor. Esta es una zona de seguridad militar. Está prohibido el paso a los civiles.

—¿Hay nieve ahí arriba?

—Sólo en las oquedades, donde el sol no puede fundirla.

—¿Hay algún socavón cerca de aquí, donde se nos permita pasar?

—En aquella dirección.

—Todah.

El soldado miró a su compañero y sonrió. Los dos se quedaron mirando al loco norteamericano que se alejaba con la chica.

—¿Qué es lo que no quieren que veamos? —le preguntó Harry a ella.

—Supongo que el equipo electrónico de vigilancia, pero también nos están protegiendo. Líbano y Siria tienen tropas en esta montaña. Los musulmanes y los cristianos están luchando a pocos kilómetros de aquí.

Llegaron a una oquedad. No había nieve, pero cerca de la base húmeda crecía una única flor azul. Harry trepó y la cogió para ella.

Tamar apenas la miró.

—No voy a abandonar Israel.

Emprendieron el camino de regreso a Neve Ativ.

—Creo que Estados Unidos te encantaría.

—¿Sabes cómo llamamos a los israelíes que se marchan?
Yordim
. La palabra significa aquellos que comienzan un declive espiritual. Eso es lo que representaría para mí.

—No tendríamos que vivir en Nueva York. Podríamos viajar durante un tiempo y hacer planes. Podríamos ir a China, como te dije esta mañana.

—¿Lo dijiste? —Lo miró fijamente, desconcertada.

Él le habló del Palacio del Museo de Pekín, de las colecciones de gemas imperiales.

—Podrías estudiar el arte chino y escribir sobre el tema.

Ella sacudió la cabeza.

—Tú no me conoces, no quiero escribir nada. Hemos sido como dos chiquillos que se enamoran por primera vez. No nos hemos molestado en pensar si podemos vivir juntos.

Buscó la victoria en el fracaso.

—¿Estás realmente enamorada de mí?

Ella no respondió. El viento empezaba a soplar otra vez y sacudía sus ropas. Él la rodeó con sus brazos.

—Claro que te amo —dijo ella con voz temblorosa. Se aferró a él—. ¡Te amo, Harry! —Él percibió una terrible alegría en la voz de ella, y una especie de sorpresa.

Como no podían subir por la montaña, bajaron en coche hasta una población llamada Majdal Shams. Se detuvieron en una granja cuyo propietario era el anciano más guapo que Harry había visto jamás, un druso de ojos azules, nariz recta y rostro cincelado. Tenía una abundante cabellera blanca que cubría con un fez rojo, y un bigote con forma de manillar.

Había un huerto con dos tipos de manzanas, unas rojas y otras amarillas, un viñedo y algunos pistacheros. Las manzanas eran raras, más redondas y más blandas que las Macoun, las MacIntosh y las Deliciosas que crecían en la casa de Westchester. Probó una y le pareció que era de muy buena calidad. Era el principio de la temporada, demasiado pronto para que hubiera manzanas excelentes.

—¿Éstas como se llaman?


Hmer
.

—¿Y éstas?


Sfer
.

Tamar sonrío.


Hmer
significa rojo —dijo serenamente—. Y
sfer

—¿Amarillo?

—Sí.

En el almacén de las manzanas se veía clavado un círculo de hojalata en el que había pintada una manzana de excepcional belleza, como si de un modelo de Modigliani se tratara, extremadamente larga y estrecha, de color amarillo mantequilla con un arrebol carmesí.


Turkiyyi
—dijo el granjero.

Los condujo hasta la parte de atrás del huerto, donde había tres manzanos turcos cargados; aún faltaba un mes para que la fruta madurara, pero ya se notaba claramente su forma alargada. Harry arrancó una, dura como una porcelana verde. Compró un cesto de las otras, las
Hmer
y las
sfer
y un buen racimo de uvas, de las que el druso sólo cultivaba blancas.

Subieron la montaña con el cesto hasta llegar a Neve Ativ. La habitación de la posada resultó ser limpia pero sin adornos, y las paredes y el suelo aún olían débilmente a madera nueva. Harry puso la manzana turca de color verde y la piedra roja de Levi en el alféizar de la ventana; formaban una agradable composición. Se tendieron en la cama y disfrutaron de la naturaleza muerta.

—¿Podrías vivir aquí? —preguntó Tamar.

—No lo sé.

Ella levantó su pequeño pie izquierdo, y él puso su pie derecho debajo.

—¿Qué estás haciendo?

—Te sirvo de sustento.

—Puedo sustentarme sola.

Ella apartó el pie, pero él lo siguió con el suyo.

—Me proporciona placer servirte de sustento. —La punta de su pie se anticipó, acariciándole apenas la planta—. Podríamos vivir seis meses aquí y seis meses allí.

—Para eso hace falta mucho dinero. ¿Tienes más de lo que necesitas?

—Sí. ¿Te molesta?

—Muy poco. Disfrutaría gastando dinero. Sólo que…

—¿Qué?

—Siempre compras demasiado de todo —dijo ella con perspicacia—. Demasiado vino, demasiado queso, demasiadas uvas, demasiadas manzanas.

—No son demasiadas manzanas. —Se levantó y llevó el cesto a la cama. Le abrió las piernas y empezó a colocar manzanas a su alrededor, contorneando su cuerpo con
Hmer
y
sfer
.

Puso las uvas blancas sobre su pelo oscuro, como un adorno.

—Tienen la misma forma que tus pechos y tu
takhat
. Me gustaría tener algunas peras, son las más eróticas. ¿Existe alguna palabra hebrea que designe a alguien que tiene una indigestión de peras?

—Le llamamos
pri
, una fruta —respondió ella. Su risa estalló junto a la boca de él. Lo besó apasionadamente, y él protegió las uvas.

Ambos se pusieron serios y se concentraron. Ella lo acarició con ternura, como si buscara a tientas alguna herida. Los músculos de sus muslos empezaron a tensarse, sus pezones adoptaron la apariencia del Hermon, y sus ojos se convirtieron en una estrecha abertura.


Akhshav
—dijo ella, pero la palabra hebrea pasó inadvertida y él prosiguió su tarea.

Ella lo cogió con fuerza.

—Dejemos que mi amado entre en el jardín.

No estaba mal; una parte de él logró pensar con admiración: juego sexual bíblico.

—Subiré a la palmera —dijo, y sus ojos quedaron fijos en los ojos cálidos del rostro moreno.

Ambos vacilaron y quedaron inmóviles. Luego, una a una, las manzanas fueron cayendo de la cama. Toc. Toc. Toc–toc. Toc. Y rodaron, formando un dibujo espontáneo en el suelo.

Más tarde se ofrecieron uvas mutuamente, y
él
cogió una manzana roja y ella una amarilla. La habitación olía a Tamar, a fruta y a madera nueva de pino.

—Tengo que quedarme aquí, en este país —dijo ella.

—¿Israel fracasará sin ti?

—Podría ser.

—Tendrás que explicármelo. Estoy perdiendo el sentido del humor.

—Israel puede ser como esas codornices que llegan a la playa de el–Arish. El esfuerzo puede agotarlo, dejarlo indefenso.

—Por lo que he visto, Israel no está indefenso —comentó él en tono áspero.

—Las malas viviendas y los harapos pueden hacer lo que las balas no logran, Harry. Es más la gente que huye que la que viene.

Empezaba a oscurecer. El se incorporó y encendió la lámpara, y ella se levantó y bajó la persiana. Se puso el albornoz y regresó junto a Harry. Él había sudado mientras hacían el amor, pero ya se había enfriado. Le abrió el albornoz y se apretó contra ella, pero no había tela suficiente para cubrir a los dos.

Notó en el cuello de Tamar un débil latido en el que antes no había reparado.

—Vive aquí conmigo —dijo ella. Se miraron fijamente—. No digas nada, piénsalo simplemente —añadió Tamar—. La vida sería muy dura en Israel —aclaró—. Si vives aquí, en Estados Unidos algunos te llamarán opresor.

—Eso me importa un bledo.

—Es algo difícil de soportar. El mundo entero sabía que los primeros pobladores eran héroes porque ellos también lo sabían. Eso les daba coraje para luchar, incluso a los ancianos y a los niños. El padre de Ze’ev, que era huérfano, vino aquí cuando tenía doce años, y a esa edad ya luchaba.

—¿Por qué estás siempre hablando de Ze’ev?

—No hablo siempre de él.

—Hazme un favor, ¿quieres? No me interesa hablar de Ze’ev Kagan. Ni de sus aficiones, ni de sus esperanzas y ambiciones políticas, ni de su padre.

—Hazme un favor tú a mí. Vete a la porra. O vete a Nueva York. —Cerró los ojos, y guardaron silencio.

Ella le calentaba la parte delantera del cuerpo; el albornoz sólo le cubría un costado y tenía carne de gallina en la espalda.

—Voy a ducharme —dijo él por fin. De los dos grifos del cuarto de baño salía agua fría. Se quedó debajo de la ducha, temblando, hasta que el agua se llevó cualquier sensación placentera.

Cuando salió, ella estaba arrodillada en el suelo, recogiendo las manzanas.

—Déjalas donde están.

—Son comida.

Él la ayudó a recogerlas.

—No vamos a desperdiciarlas. —Tardó unos minutos en darse cuenta de que ella estaba llorando.

—Tamar.

Ella lo miró.

—¿Por qué tenías que enredarte conmigo? —dijo en tono amargo.

Durante la noche él se despertó y se sintió sobrecogido por un sentimiento de amor tan intenso que quedó desconcertado. Era distinto a lo que sentía por ella; hacía tiempo que había admitido que la amaba.

Israel.

¿Por qué no?

Aún era joven. Podía llegar a formar parte de esto.

Vio su vida como si se tratara de una diapositiva proyectada en el oscuro techo. Se ganaría la vida de alguna manera en el mercado de diamantes de Ramat Gan. Tal vez consiguieran un trozo de tierra cerca de allí, desde donde él podría ver el monte Hermon y cultivar manzanas turcas.

El latido del cuello de Tamar se acentuó cuando él lo rozó con sus labios, y ella se movió.

—Duerme —le susurró en hebreo.

23
E
L POZO DE
G
HAJAR

Por la mañana se despertaron con el sonido de un bombardeo en el Líbano. Se marcharon temprano de Neve Ativ y bajaron en coche hasta Ghajar, donde desayunaron en un café al aire libre y contemplaron lo que parecía ser toda la población. Algunas personas les devolvían la mirada, pero la mayoría observaba atentamente el pozo de la población, al que había bajado un hombre.

El propietario del café les explicó que el trabajador estaba limpiando el cieno acumulado en el fondo, para que el pozo pudiera contener la mayor cantidad posible de agua de la inundación de la primavera siguiente. Cuando ellos empezaban a tomar el café, desde el fondo del pozo subían cubos llenos de agua turbia, en lugar de lodo. Todos los presentes sonreían y asentían aprobadoramente.

—Son alawíes, una gente encantadora —comentó Tamar.

—¿Musulmanes?

—Una ramificación. Adoran a Alí, el yerno de Mahoma.

—Le explicó algunos de los dogmas de la religión.

—¿Qué es lo que miras con tanta atención?

—Creerás que soy una tonta —repuso.

—Aprende a confiar en mí.

Tamar sonrió.

—Muy bien. Mira ese niño.

Cada vez que vaciaban el cubo utilizado para limpiar el pozo, un niño construía montículos de tierra. No todos los cubos de agua turbia golpeaban sus pilas, pero como él las levantaba donde aquéllos se vaciaban, de vez en cuando, para deleite suyo, un pequeño diluvio destruía uno de sus montículos.

—Supongamos que hace mucho tiempo quedó erosionada la más pequeña de las dos colinas que excava David Leslau.

—Allí todavía hay dos colinas, no una —le recordó él.

—Este país está lleno de
tels
. Colinas artificiales que se elevan como generaciones sucesivas, construidas sobre los escombros del pueblo que había vivido antes allí. La excavación de David está exactamente al este del manantial, donde habría sido natural que tuviera lugar ese tipo de asentamiento. Supongamos que la colina que menciona el manuscrito ha sido erosionada y que él ha estado cavando cerca de un
tel
que creció cerca de allí. —Le brillaban los ojos—. ¿Qué opinas?

—No creo que seas una tonta. Pero…

Ella se sirvió más café mientras los que estaban junto al pozo subían al joven cubierto de barro, que parecía feliz de volver al mundo.

—Me llevarás a Ein Gedi, ¿verdad? —preguntó Tamar—. Quiero hablar con David Leslau.

—No.

—Si me llevas, después te haré muy feliz —dijo en tono travieso—. Lo que tú quieras. Sandías. Granadas. Dos tipos de cítricos…

—El humor israelí es muy divertido.

—Harry…

—No puedo. Mi entusiasmo de aficionado ya le ha costado tiempo y un montón de dinero a David. De todas formas, después me harás muy feliz porque yo te haré muy feliz.

Él le cogió la mano, pero ella se apartó.

—A los alawíes no les gusta que una mujer sea acariciada en público.

—Es una lástima.

—Me llevarás a Ein Gedi. —Le sonrió suavemente, hermosa y saludable bajo el sol de la mañana—. Me llevarás porque me amas —concluyó.

De la excavación quedaba muy poco. La tienda de campaña de Leslau seguía en pie, pero las otras dos ya no estaban. El arqueólogo les dijo que había enviado a los dos hombres de regreso a Jerusalén con el camión que transportaba la mayor parte del equipo.

Los ayudantes que le quedaban, un estudiante inglés de una escuela para graduados y dos peones árabes, echaban paladas de tierra mezclada con rocas en las zanjas que habían sido excavadas al pie de la colina más pequeña.

—Dejadlo tal como lo encontrasteis, ¿de acuerdo? —dijo Leslau.

—David —lo saludó Tamar.

Él la escuchó atentamente, dando chupadas a la pipa, mientras ella le explicaba por qué habían ido a verlo.

—Ésta no es una maldita montaña, te lo aseguro —dijo él mirando la más pequeña de las dos colinas—. ¿Pero por qué íbamos a suponer que es un
tel
?

—Sería fácil averiguarlo, ¿verdad, David? —preguntó ella.

—Mi querida Tamar, no sería terriblemente difícil. Pero reconozco que esta decepción me ha provocado una falta de entusiasmo por las conjeturas hechas al azar —suspiró—. Bueno, ya no importa, seamos tontos una vez más.

Lo siguieron por el terreno abierto. Harry estaba empapado en sudor y furioso por haber permitido que ella lo convenciera.

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