El difunto filántropo (17 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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¡Intentaba parecer arrogante! Pero cada vez que parecía que Maigret iba a moverse retrocedía con rapidez. ¡Si el comisario hubiese alzado la mano, sin duda se hubiera tirado al suelo!

—Tenga en cuenta que si su esposa necesita algo, estoy dispuesto, en la medida que me sea posible, a socorrerla.

¡Sabía que había vencido el plazo prescrito por la ley! ¡A pesar de ello, no se sentía a salvo! Hubiera dado cualquier cosa para que el policía le dirigiese una palabra amable. Maigret parecía jugar con él al ratón y al gato.

—Él mismo arregló este asunto.

—Sí, lo leí en los periódicos. ¡Dejó un seguro de trescientos mil francos! Es extraordinario.

Maigret no pudo contenerse.

—Extraordinario, ¿verdad? ¡Este hombre pasó su infancia sin disponer de un céntimo para sus pequeños gastos! Usted conoce los colegios. El de Bourges cuenta entre sus alumnos a la mayoría de grandes señores de la provincia. ¡Gentes de apellido ilustre! De apellido tan antiguo y brillante como el suyo, con la sola diferencia de que él llevaba un nombre tan ridículo como el de Tiburcio.

»Tiene derecho a la pensión y a los estudios, pero no puede comprarse una barrita de chocolate, un pito o unos bolos.

»Durante el recreo se queda solo en un rincón. Tal vez los vigilantes del colegio, tan pobres casi como él, sintiesen piedad.

»¡Sale del colegio! Vende libros en casa de un librero. Arrastra sin esperanza su nombre interminable, su chaqueta y su enfermedad de hígado.

»¡No tiene dinero que depositar en la Caja de Ahorros! Pero tiene el apellido, y, un buen día, alguien le ofrece comprárselo.

»¡Sigue en la miseria a pesar de todo! Pero con el apellido Gallet alcanza una posición más clara en la sociedad; entra en la clase media. Tiene lo suficiente para comer.

»El único inconveniente es que su nueva familia lo trata como a un perro sarnoso.

»Tiene mujer e hijo. Ambos le reprochan su incapacidad para labrarse un porvenir, su falta de iniciativa para ganar dinero o para llegar a ser consejero general como su cuñado.

»El nombre que vendió por treinta mil francos vale de repente más de un millón. ¡La única cosa que poseía! ¡Precisamente la que le había reportado más miserias y humillaciones! ¡Aquella de la que se desprendió en cuanto pudo!

»Y el que había sido Emilio Gallet, un bromista alegre y despreocupado, le da limosna de vez en cuando.

»¡Extraordinario, tal como usted dijo! ¡Nunca le salió nada bien! ¡Se pasó la vida envenenándose la sangre! Nadie, en ningún momento, le tendió la mano.

»Su hijo no quiso conformarse y se fue de su casa tan pronto como pudo para volar con sus propias alas, dejando al viejo en su mediocridad.

»¡Tan sólo su mujer supo resignarse! ¡No digo que le ayudase! ¡Ni tan sólo digo que le consolara!

»Simplemente, se resignó, porque se dio cuenta de que no podría sacar nada. ¡Era un pobre hombre que estaba a régimen!

»¡Pero le dejó trescientos mil francos! Más de lo que ella había tenido durante toda su vida. Trescientos mil francos que fueron suficientes para que sus hermanas acudieran junto a ella y para comprar las amables sonrisas del consejero general.

»¡Hacía cinco años que se arrastraba de este modo! ¡Los ataques de hígado menudeaban! ¡Los legitimistas no dan más de lo que podría obtenerse mendigando! Aquí, consigue que de vez en cuando le dé usted un billete de mil.

»Pero un tal señor Jacob se le lleva la mayor parte de lo que consigue ir pillando por este procedimiento.

»¡Extraordinario, sí, Gallet-San Hilario! Porque, a costa de frenar sus pequeños gastos particulares, va ganando el seguro de vida, en el que invierte más de veinte mil francos anuales.

»Presiente que se acerca el momento en que le hundirá el desánimo, a menos que el corazón no se apresure a detenerse por sí mismo.

»Era un pobre hombre, completamente solo, que iba y venía sin reposo y que nunca tuvo un hogar.

»Sólo se sentía feliz cuando pescaba con caña y no veía absolutamente a nadie.

»Nació en mal momento, en una familia acabada, que por añadidura cometió la torpeza de consagrar los escasos miles de francos que habían podido conservar penosamente a solventar los estudios del muchacho.

»Vendió su apellido cuando no debía.

»Y también cuando no debía, trabajó para la causa legitimista, precisamente en el momento en que el legitimismo agonizaba.

»Se casó a despropósito. ¡Su propio hijo comparte las ideas de sus cuñadas y cuñados!

»Muchos mueren cada día sin desearlo porque son felices y están bien de salud.

»Y, a despropósito, él sigue viviendo. ¡Y el seguro no pagará si se suicida!

»Se distrae desmontando relojes. Sabe muy bien que se acerca el momento en que no podrá ir más lejos.

»¡Finalmente, el señor Jacob le exige veinte mil francos!

»¡No los tiene! ¡Nadie va a dárselos! ¡Tiene en el bolsillo el dispositivo automático! Para tranquilizarse la conciencia llama a la puerta del que ganó mi millón en su lugar.

»No tiene esperanzas. ¡Pero insiste una vez más! Anteriormente, ya había pedido la habitación que daba al patio porque no confía en el mecanismo y prefiere usar el procedimiento del pozo que es más sencillo.

»Ha vivido una vida infortunada y ridícula.

»¡Para colmo, la alcoba que da al patio no está libre! ¡No le queda otro remedio que encaramarse al muro!

»¡Dos de las tres balas no van a dispararse! Lo observó usted con certeza. «Su mejilla derecha se había puesto completamente encarnada. Empezó a correr la sangre. Gallet seguía en pie mirando fijamente al mismo punto, como si estuviese esperando algo.

»¿Acaso no pasó toda su vida esperando algo? ¡Aunque sólo fuese un poco de suerte! ¡Una pequeña alegría que se presenta en cualquier momento y que apenas se percibe!

»Pero tuvo que esperar aún las dos balas que no llegaron.

»Se vio obligado a zanjar el asunto por sí mismo.

La boquilla de la pipa que Maigret tenía entre los dientes se partió en dos, porque, cuando terminó de hablar, apretó de repente las mandíbulas.

Su interlocutor, desviando la mirada y con voz dificultosa, dijo:

—¡Esto no impide que fuese un estafador!

Maigret le miró durante un minuto sin moverse.

Tenía los ojos brillantes. Levantó la mano. Sintió que el propietario del
Castillo Pequeño
se llenaba de angustia. Dejó la mano en el aire como si quisiese prolongar este pánico y, finalmente, le golpeó en el hombro.

—¡Tiene usted razón! ¡Era un estafador! En cuanto a usted, ha pasado el tiempo prescrito por la ley, ¿verdad?

—Usted debe conocer la ley mejor que yo, pero me parece…

—¡Desde luego! ¡Desde luego! ¡El tiempo ha vencido! Además, la ley prevé que no hay delito ni crimen cuando un hijo trata de apoderarse por medios fraudulentos de los bienes paternales. De modo que Enrique Gallet, igual que usted, no tiene nada que temer. Ha conseguido reunir hasta hoy cien mil francos. Con los cincuenta de su amante, suman ciento cincuenta. ¡Y le hacen falta quinientos mil para poder ir a vivir al campo como le aconsejan los médicos!

»¡Usted mismo lo ha dicho, señor San Hilario! ¡Extraordinario! ¡No ha habido crimen! ¡No hay asesino ni culpable! Nadie puede ir a la cárcel.

»O, mejor dicho, al único que podría encarcelar sería al difunto Gallet, si no fuese porque tuvo la buena idea de ponerse a salvo de la justicia bajo una losa no muy cara, pero de buen gusto y distinguida, en el cementerio de Saint-Fargeau.

»¡Deme usted fuego! ¡Oh! No tema usted hacerlo con la mano izquierda ahora.

»E incluso no existe ningún motivo para que resista usted la tentación de crear en Sancerre una peña de fútbol. Usted puede ser su presidente honorífico.

Con el rostro ensombrecido, dijo de repente Maigret:

—¡Largo!

—Pero…

—¡Largo!

Una vez más San Hilario quedó desconcertado, tardó algunos instantes en reponerse.

—Creo que exagera usted, comisario. Si le parece…

—¡No salga por la puerta! ¡Por la ventana! Ya conoce el camino, ¿no? ¡Tenga! Se olvida la llave.

—Cuando esté usted más tranquilo ya le…

—¡Exactamente! Usted me mandará una caja de vino espumoso del que me dio a probar el otro día.

San Hilario no sabía si debía atemorizarse o sonreír. Veía adelantarse hacia él la pesada silueta de Maigret y retrocedía instintivamente hacia la ventana.

—No me ha dado usted su dirección.

—Se la mandaré en una postal. ¡Hop! ¡Todavía es usted ágil, teniendo en cuenta sus años!

Cerró la ventana con brusquedad y se encontró solo en la alcoba que una bombilla inundaba de luz.

La cama estaba tal como la había encontrado Emilio Gallet al entrar en la alcoba. El traje negro, demasiado viejo para seguir en uso, colgaba del perchero completamente lacio.

Maigret tomó nerviosamente el retrato que estaba encima de la chimenea, lo deslizó en un sobre amarillo que llevaba el membrete de la Identidad Judicial y escribió la dirección de la señora Gallet.

Eran algo más de las diez. Algunos parisinos, que habían llegado en coche, armaban un gran ruido en la terraza, donde habían puesto en marcha un tocadiscos de pilas.

Pretendían bailar mientras el señor Tardivon, con el espíritu repartido entre el respeto que le inspiraba el coche de lujo y las reclamaciones de sus clientes ya acostados, hablaba con ellos e intentaba introducirles en una de las salas.

Maigret recorrió los pasillos y atravesó el café, donde un carretero jugaba al billar con el maestro; alcanzó la terraza, en la que una pareja que bailaba paró de repente.

—¿Qué dice?

—Que los demás clientes están acostados. No quiere que hagamos tanto ruido.

Se veían las dos luces del puente y algún reflejo en el río.

—¿No podemos bailar?

—Tendrá que ser en el interior.

—¡Tan romántico que sería en la terraza!

El señor Tardivon, que asistía circunspecto a este diálogo y que miraba suspirando el coche de sus clientes circunstanciales, vio a Maigret.

—¡He ordenado que le sirviesen la cena en el salón, comisario! ¿Hay alguna novedad?

El tocadiscos seguía girando. Una mujer con camisón festoneado miraba a los intrusos desde el primer piso, y gritó a su marido que debía de estar acostado:

—¿No vas a bajar? ¡Diles que se callen! No habrá manera de dormir con tanto ruido.

En cambio, una pareja formada por un vendedor y una secretaria conversaba con los automovilistas con la esperanza de trabar amistad para pasar una noche algo más divertida que de costumbre.

—¡No voy a cenar! —dijo Maigret—. ¿Quiere usted hacer llevar mis maletas a la estación?

—¿Para tomar el tren de las 11:32? ¿Se va usted?

—Me voy.

—Pero. Tome algo antes de marcharse. ¿Tiene la tarjeta de la casa?

El señor Tardivon sacó de su bolsillo una tarjeta hecha unos doce años antes a juzgar por la mala calidad de la reproducción que había en ella y por los vestidos de las mujeres.

La imagen representaba la fachada del
Hotel del Loira
con una bandera izada en el primer piso y la terraza llena de gente.

El señor Tardivon sonreía de pie en el umbral, y las sirvientas, con los platos en la mano, se habían quedado inmóviles delante del objetivo.

—Muchas gracias.

Maigret se puso la tarjeta en el bolsillo mientras lanzaba una última mirada al camino de las ortigas.

En el
Castillo Pequeño
una ventana acababa de iluminarse, y Maigret hubiese jurado que Tiburcio de San Hilario estaba a punto de desnudarse murmurando, para tranquilizarse, algunas frases como:

—De todos modos ha tenido que entrar en razón. Además, hay el vencimiento. Se ha dado cuenta de que conocía mis derechos mejor que él. ¡Y Gallet! ¡No era más que un estafador! Veamos, ¿se me puede reprochar algo?

Pero, ¿no miraría con cierto temor los rincones oscuros de su habitación?

En Saint-Fargeau, las luces debían de estar apagadas, y la señora Gallet, con el pelo lleno de horquillas, intentaría olvidar su dignidad acariciando las sábanas de la cama vacía, y, tal vez, sollozaría suavemente antes de dormirse.

¿Acaso no quedaban para consolarla sus hermanas y sus cuñados, uno de los cuales era consejero general, y que volvían a admitirla en el círculo reconfortante de la familia?

Maigret había apretado ligeramente la mano del señor Tardivon, siguiendo con la mirada a los automovilistas, dispuestos a cenar y a bailar en el interior.

El puente colgante resonó a su paso. Se oía un suave murmullo de agua en torno a los bancos de arena.

Maigret se sorprendió imaginando en este mismo lugar a un Enrique algo más viejo que ahora, de color más macilento, de boca más alargada en la que se habría acentuado la delgadez de los labios, acompañado de Eleonora, cuyos rasgos se habrían endurecido con el tiempo y cuya silueta, poco a poco, se iría poniendo ridícula.

¿Discutirían? ¡Por cualquier motivo! ¡Especialmente por los quinientos mil francos!

¡Porque sin duda conseguirían obtenerlos!

—No sé de qué hablas. Tu padre era un…

—Te prohíbo que hables de mi padre. ¿Qué eras tú cuando te encontré?

—¡Y tú! Sabías muy bien que…

Estuvo durmiendo con sueño pesado hasta que llegó a París; vio en sueños unas siluetas mal definidas que se movían confusamente, produciéndole una sensación de mareo.

Cuando quiso pagar el café que había tomado en la estación de Lyon, sacó del bolsillo la tarjeta del
Hotel del Loira
.

A su lado, una modistilla comía un
croissant
, que mojaba de vez en cuando en una taza de chocolate.

Dejó la tarjeta en la barra. Una vez en el exterior, volvió la cabeza hacia el bar y observó que la joven miraba con expresión soñadora el extremo del puente y los árboles que enmarcaban el hotel del señor Tardivon.

—Quién sabe si será ella quien ocupará la alcoba —se dijo Maigret.

San Hilario, con su traje de caza de tono verdoso, tal vez la invitaría a beber el vino espumoso de su propiedad.

—¡Parece que vengas de un entierro! —observó la señora Maigret cuando el comisario entró en su apartamento del boulevard Richard-Lenoir—. ¿Habrás comido algo, al menos?

—Tienes razón —se dijo a sí mismo mientras contemplaba complacido la estancia familiar—. Puesto que está enterrado.

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