El dios de la lluvia llora sobre Méjico (15 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—¿Se te dejó libre?

—El cacique supo que habían venido hermanos. Así llegó a mis manos el escrito que nos habéis enviado…, aquí lo tengo, sobre el pecho… Lo conservé… por si luego nadie pudiera creer que yo era español… Lo he traído. y si queréis lo leeré en voz alta para que veáis que aún sé hacerlo. El cacique me dejó marchar; me dio canoa, provisiones y abrigo para el camino. Un buen hombre; no me hizo nada.

—¿Tienen oro?

—Poco… Lo traen desde el sur, del interior del país. Comerciantes. No lo tienen en gran estima; sólo lo usan como adorno. No les sirve de dinero; ellos no tienen dinero. Cambian con almendras de cacao y mantas. Lo que más estiman es la piedra azul…, una especie de zafiro,
calkiulli
lo llaman… El oro está al sur…, muy lejos.

—¿Qué significa esta palabra que siempre tienen en los labios: Cholula…, Cholula…?

—Es su ciudad sagrada. No sé nada más de ello. Yo era un criado, un pobre y sencillo sirviente, y conmigo no hablaba nadie apenas, así que poco sé de sus cosas importantes.

—Deben de tener un gran monarca… ¿Manda éste sobre todo un país, como hacen nuestros reyes?

—No sé. Hablaban, sí, a menudo, de un poderoso monarca que vive lejos, muy lejos.

—Yo vi en pinturas cómo arrancan los corazones en vivo…

—Sí, los arrancan. De vez en cuando lo vi desde lejos. Después de verlo recé siempre un Padrenuestro por la salvación de aquellos desgraciados que gritaban y se embriagaban.

—¿Habéis vivido en aldeas?

—Existen tribus. Cada tribu tiene su jefe por elección. En muchos casos la dignidad se hereda. Tienen grandes campos que cultivan en comunidad. Todo hombre, después de los veinte años, se casa y se le entrega tierra para su cultivo, pero su propiedad es solamente de los grandes jefes. Tienen propiedad también los sacerdotes y los templos.

—¿Pagan contribución a alguien?

—Sí, vienen recaudadores y los intérpretes explican lo que hay que entregar. Tejidos, frutos, cacao, pieles, objetos de oro, a veces polvo de oro, vainilla, especias y a veces también hombres cuando los dioses tienen sed.

—Hombres… ¿por propia decisión?

—Los dioses tienen siempre sed. El diablo vive en sus fauces. Belcebú.

—¿Tienen armas?

—Son buenos tiradores de flecha y aciertan a un pájaro en pleno vuelo, pero no tienen hierro; solamente cobre y un poco de oro y de plata. Y nada más; el cobre es muy poco abundante. Hacen las puntas de las flechas de
ichtzli
, que es como pedernal; también hacen sables de madera que fijan al mango con savia de un árbol…; cazan con honda y piedras. Tienen también lanzas y escudos y pequeños venablos, pero carecen de hierro.

—¿Qué comíais?

—Nosotros, los criados, comíamos pan de maíz y fruta; a veces un poco de carne de ganso. Los señores comen y beben mucho.

—Y escribir…, ¿saben?

—Algunos sí; dibujan en hojas de agave y leen esos dibujos.

—¿Tienen mucha diversidad de lenguajes?

—Sí; tienen muchos. El usual aquí se llama maya, que significa estrecho, es decir, pobre, no rico en palabras o cosa semejante.

—¿Cuidabas ganado? Pues no veo aquí vacas, ovejas, ni cabras.

—No tienen reses mayores, sólo cerdos y perros que ladran siempre, pero no lo tienen eso aquí. Son animales pequeños y gordos; los ceban y los comen. Son aquí desconocidos los animales de carga. Nosotros, los criados, debíamos llevarlo todo a cuestas. Poco a poco el habla se le hacía más fácil y sus palabras se alineaban ya con menos dificultad para formar las frases. Los que le habían acompañado le miraban perplejos cuando hablaba con los jefes de cara pálida y observaban admirados los vestidos que le habían puesto.

Por la noche, el padre Olmedo lo llevó a su tienda.

—Hermano Jerónimo. Hoy pasarás la noche en mi tienda y mientras arda la lamparilla quiero leerte en voz alta algunas cosas de la Sagrada Escritura. Mañana, en la misa, tomaré tu caso como texto y diré con las mismas palabras de la Escritura: "No te dejes dominar por el mal, sino domina tú el mal con el bien."

4

Era una noche serena. Las luces de posición oscilaban en los mástiles. Enfrente oíase el rumor de las aguas del río Tabasco que se vertían en el mar. A las primeras luces de la aurora comenzaron a redoblar los tambores en la orilla. Después el viento trajo el sonido prolongado y quejumbroso de otros instrumentos, luego se oyeron las notas más graves de los cuernos. Era un presagio intranquilizador y desagradable; sin embargo, el desembarco estaba decidido para el amanecer. Los objetos destinados a los trueques fueron subidos a cubierta en grandes sacos; después fue arriada la chalupa grande y un pequeño pelotón se adelantó. Cortés hizo que los botes se alejasen a reino; en ellos iban los mosqueteros o ballesteros. El iba a la cabeza de todos, con su arnés completo; en su mano llevaba un fuerte escudo. La corriente los había arrastrado y al desembarcar pusieron pie en un terreno extremadamente fangoso. Pudieron ver entonces que los indígenas se aproximaban con sus caras pintadas, agitando pequeñas banderas, Estaban aún demasiado alejados para que sus flechas pudieran alcanzar a los españoles; si bien caía ya una granizada de ellas en el agua de la bahía. Los ballesteros se inclinaron, Sus fuertes dedos retorcieron lentamente la cuerda sobre el arco de acero; colocaron después las flechas con punta de hierro, que acertaban mejor en el blanco que el plomo de los mosquetes débilmente cargados. Detrás de los escudos extendieron hacia adelante el arma. Sus dedos descansaban va sobre le gatillo cuando Cortés hizo una señal: todavía no. Antes debía venir el notario real… Este, el patizambo Godoy, echó temblando una mirada por encima de la borda.

—Aquí es casi imposible, señor…

Hizo que trajeran dos escudos y detrás de ellos, cubierto hasta el cuello, su voz se oyó insegura y en tono de falsete, recitando la fórmula latina que para tales casos ordenaba el Consejo de las Indias.

—"En nombre del excelso señor de todos los españoles y católicos, Don Carlos, os apercibo habitantes de este país a no usar armas contra nosotros. Nosotros, los españoles, hacemos uso del derecho que nos confiere la autorización de Su Santidad. Venimos con intenciones pacíficas y os traemos la gracia de Nuestro Señor para que le honréis. Si, empero, levantáis vuestras armas después de estas palabras, todos entonces seréis considerados como rebeldes y ninguna gracia especial podrá salvaron de la pena de muerte, así como de ser sometidos a la esclavitud todos vuestros familiares. Dejadnos libre el paso y rendidnos homenaje como pueblo emperador, "

Llegó volando una piedra, acertóle en la frente, abollando su ligero casquete de hierro. Godoy se tambaleó, mas no por eso dejó de terminar su frase, como correspondía a un auténtico burócrata. Y así dijo con voz de moribundo:

—Os hablo en nombre de Su Majestad Imperial.

Después limpióse la sangre que manchaba su frente y se acurrucó entre los soldados. En la costa se apaciguó la cosa. Los salvajes callaron y después pareció que celebraban consejo. Era como si desde el bote se les hubiera hecho un extraño sortilegio… Los soldados cambiaron miradas; estaban a punto de creer en un milagro; en una victoria de la Ley española, sin necesidad de golpes de espada. Pero de pronto llegó desde la costa un terrible vocerío; aquellas gentes gritaban y daban voces; imitaban con asombrosa fidelidad las voces de los animales, parecía como si se hubiera conmovido toda la selva. Se oían rugir miles de panteras, reír las hienas, aullar los lobos y ladrar los perros. Entretanto hacían entrechocar los escudos y el agudo sonar de una caracola desgarraba los aires. De nuevo silbaron las flechas, chispas blancas que surcaban el aire, arpones y venablos con punta de hueso chocaban contra los escudos y se hincaban en la borda de las chalupas. Los mosquetes fueron disparados; silbaron las ballestas; las trompetas de Ortiz dominaron con sus notas el aullido de las caracolas. La canoa de Cortés llegó la primera y su roda se hundió en el blando fango. Centenares de indígenas arrojaban sus venablos de tal manera que casi no daban lugar a protegerse el rostro con los escudos y empuñar en la otra mano la espada o lanza. Llovían las piedras contra el bote. Fue un momento raro, peligroso y, sin embargo, asombrosamente extraño; un montón de salvajes desnudos contra los barcos españoles, entonces lo más selecto de la creación. El pie de Cortés quedó medio hundido en el fango. Braceaba para sostener el equilibrio mientras trepaba por la costa dando trompicones. Su espada silbó sobre las espaldas de un indio que se le había aproximado en demasía y que se desplomó sin exhalar un suspiro. Otro le arrojó su lazo; pero él cortó el cordel con su guantelete; a un tercero le arrancó el venablo de las manos y con él pególe sobre la cabeza.

Finalmente alcanzaron la prominencia rocosa; un extraño espectáculo se les ofreció entonces. Como altos tallos de hierba que se balanceaban a la vez, como pájaros que planean en el viento, así se movían a compás y orden de batalla las compañías y batallones; todos con los mismos toques de caracola se movían disciplinadamente. Los jefes llevaban plumas más altas y de otro color; iban ricamente ataviados y sus armas estaban guarnecidas de oro y colores brillantes.

—Me parece, don Pedro, que aquí se va a librar la primera batalla regular del Nuevo Mundo.

—Con cincuenta hombres, sin caballos ni cañones, no parece aconsejable…

Se hizo el silencio. Veinte o treinta muertos yacían en el trecho de terreno que mediaba entre el desembarcadero y los peñascales de la costa. Los españoles vendaban sus heridas. El aire se hacía como nebuloso; en los trópicos el sol se pone, llevándose con él la luz rápidamente. De la aglomeración de hombres armados se destacaron dos indios. Aproximáronse sin armas a los españoles con el propósito de retirar sus muertos. Aguilar entonces les habló de paz, de buenas intenciones, de terribles castigos…, pero ellos sacudieron la cabeza y contestaron con algunas palabras breves y burlonas. Los españoles enviaron los botes a los buques para traer más hombres. Ahora había ya unos doscientos soldados detrás de los parapetos levantados precipitadamente. Alvarado tomó el camino de la aldea. Echaba precisamente por el sendero que conducía a los establecimientos cuando vio los vestidos a la española de Melchorejo, el intérprete, colgados de una rama. Siguió adelante, pero encontró solamente casas vacías, abiertos cobertizos, corrales abandonados. Al principio sólo percibía el silbido del viento; pero pronto éste le trajo el resonar de trompetas y cuernos. Detrás de ellos estaba el cenagal; delante barricadas hechas con árboles tumbados y, tras ellas, una multitud que se agitaba y bramaba. Los españoles apretaron sus filas, retrocedieron paso a paso, hasta llegar de nuevo al campamento ya someramente fortificado.

—El indio Melchorejo ha huido.

Aquella camisa del intérprete era un mal presagio. Conocía éste la fuerza en hombre y caballos que los españoles tenían y sabía cuán escasos eran en número. La noche llegó. Todos adivinaban que detrás de las hogueras encendidas por los nativos se reunía una masa considerable de indios y los españoles podían prepararse para una muerte heroica aquel día víspera de la Anunciación de Nuestra Señora.

Afilaron sus armas, cargaron sus bocas de fuego y se arrodillaron por turno ante el padre Olmedo; con sus botas de hierro la rodilla resistía a doblarse. El bosque se tragó todos los pecados. Los heridos se quejaban. No tenían hilas ni bálsamo. El cirujano, hombre que había viajado mucho y visto muchas cosas, hizo traer el cadáver de un indio y echarle al fuego que chirrió y silbó; la grasa caliente y derretida fue recogida gota a gota en una escudilla. Untó el cirujano con ella las heridas y lugares doloridos y después las vendó; gemía el herido por la quemadura de aquella grasa hirviendo, pero después se sentía aliviado.

Mientras Cortés, siguiendo su costumbre, hacía la ronda por los puestos de vigilancia, pasaban por su memoria los años transcurridos y preparaba su alma para la confesión del día siguiente, en que todos recibirían la absolución. En medio del campamento, el ilustre vástago del conde de Puertocarrero ajustábase una venda alrededor de la cabeza. Junto a él estaban atados a estacas, con expresión de conformidad ante la muerte, los prisioneros indios. Colocóse Cortés en compañía de Aguilar frente a ellos y preguntó por boca de su intérprete:

—¿Atacaréis mañana?

—El hombre que entre nosotros no tiene nombre y que vino con vosotros de las casas flotantes está ahora sentado en el Consejo de nuestros ancianos. Dice que será fácil reconciliarnos con los dioses por medio de vosotros.

—¿Por qué queréis hacer la guerra?

—Los de Campoche mataron a los espíritus blancos que han desembarcado delante de vosotros. Nos insultaron llamándonos mujeres. Nosotros hicimos voto delante de la casa de la tribu de que no encontraríais mercaderes sino hombres. Tan pronto sonaron los cuernos, llegaron los guerreros con sus armas.

—¿Sois muchos en número?

—¿Quién cuenta las estrellas del cielo?

Se hizo el silencio que duró largo tiempo hasta que Cortés habló de nuevo:

—Te dejo libre. Ve a los ancianos. Diles que venimos con el poder del más poderoso señor. Quien nos oponga resistencia, debe morir. Y con él morirán sus mujeres e hijos; su casa será devorada por las llamas. Traedme la contestación por la mañana muy temprano.

Alboreaba. El padre Olmedo comenzó la misa. Todo estaba silencioso en el amanecer gris. Los pensamientos de todos daban vueltas alrededor de la vida y de la muerte. No se oía ni un ruido, salvo el tañido triste y temeroso de la campanita.

Después de la comunión, comieron. Los capitanes aproximaban sus cabezas por encima de la mesa; ante ellos tenían la primera batalla en regla. No era, sin embargo, demasiado tarde para abandonarlo todo y regresar a bordo en las chalupas. Cortés denegaba con la cabeza.

—El honor de Castilla exige otra cosa, señores.

Hablaba bajo; sus órdenes eran breves y precisas. Todos comprendían que estaban ante el bautismo de fuego en manos de un caudillo de nacimiento.

—Detrás del campamento se extiende un terreno pantanoso y cenagoso; si somos barridos hasta allí, estamos perdidos; por eso debemos iniciar nosotros el ataque; hay que emplazar las bocas de fuego allá arriba en la colina, protegidas por Mesa. Ordaz mandará los infantes. Nosotros, los jinetes, daremos un rodeo por las plantaciones de maíz para caer por la retaguardia de los indios. Hoy no escatimaremos la pólvora. Dios nos ayude. Estaba ante Ordaz, que, vestido de negro, miraba la lejanía. Ambos se estrecharon la mano; después pasó ante las filas de sus soldados. Aquella masa de hombres, destinados tal vez a la muerte, se conmovió y se agitó; al pasar Cortés se elevaban aclamaciones entusiastas, ruidos de yelmos entrechocados, golpes acompasados de lanzas.
Ataque
, esa era la divisa aquella mañana en la llanura de Tabasco.

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