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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (30 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Te hablo en nombre de los cuatro padres y en mi mano llevo la paz. Preguntaste a mis guerreros, a los que perdonaste, por qué nosotros habíamos levantado la mano contra vosotros. Os preguntaré yo a mi vez. ¿Se ve por ventura en vuestro cinto algún trofeo tomado en batalla a la gente de Moctezuma? ¿Penden de vuestras paredes adornos y objetos del enemigo? ¿No es cierto que habéis bebido pulque fraternalmente con ellos? Nosotros estábamos en el caso de creer que vosotros erais chacales, que se deslizaban con falsas palabras bajo nuestras murallas. Ahora que os habéis mostrado más fuertes que nosotros en la batalla, podemos ya decir que no sois chacales, ni traidoras hordas de lobos del desierto. Palabras viriles han llegado a los oídos de nuestros ancianos. Me envían hoy a preguntarte si deseas la paz entre nuestros pueblos y en tal caso nos recibas como amigos. Pero si perseveráis en ser nuestros enemigos, os desangraréis ahí bajo las murallas de Tlascala. A ti te lo pregunto, a ti que en la boca del pueblo te llamas Malinche… ¿Cuál es tu deseo?

Ambos estaban frente a frente. Cortés abrazó cordialmente al indio. Sobre el rostro de éste apareció una sonrisa y continuó su discurso:

—Moctezuma pudo enviar preciosos y costosos regalos que ha amasado con los botines de estos pueblos vencidos y arrollados. Yo sólo puedo hacer ostentación de lo que crece en nuestras montañas y de lo que dejan en nuestras manos los enemigos después de una lucha noble. Te traigo como presente oro mejicano. El oro es igual; pero la mano que te lo entrega no ha sido creada para el perjurio y la traición, sino para la guerra.

Los rayos del sol de septiembre caían oblicuamente y bañaban de dulce tibieza el campamento español, siempre en estado de defensa. Se notaba todavía el olor de la sangre de las recientes batallas. Cortés, en su tienda, comenzó por boca de la intérprete a anunciar la divina Verdad que los españoles traían como mensaje a este Nuevo Mundo.

El Cuartel General de Tlascala se convirtió como en un laboratorio brujo de la diplomacia india. Aquellos hombres de piel rojiza iban descubriendo los ocultos y supersticiosos secretos de odios heredados. La niebla se iba disipando poco a poco. Ahora, ante los ojos de Cortés, se descubría ya el contorno desnudo y dinámico de este reino inolvidablemente poderoso. Hasta entonces Cortés anduvo, como quien dice, con la cabeza tapada, guiándose principalmente por su instinto; ahora ya comenzaba a comprender el engranaje y combinación de las tribus y sus hendiduras. El que hasta entonces fuera mercader y conquistador, convirtióse ahora en pocos días en sabio estadista con la experiencia de jefe indio. Estableció el orden en su improvisada cancillería. Tomó a su servicio algunos soldados que sabían escribir; de ellos fue el primero Díaz, que sabía manejar diestramente la pluma. También Cortés tenía afición a la pluma y a menudo dictaba las conversaciones sostenidas durante el día entero y así trabajaban hasta muy avanzada la noche. Mientras se iban alineando las letras, y los pliegos de papel se llenaban de escritos, reunía los informes para elevar a su emperador; simultáneamente comenzaba a leer con seguridad en el interior del que con él estaba en negociaciones y ya sabía caminar por aquel jardín engañoso y florido de las instituciones indias, teñidas de venganzas sangrientas.

La Cancillería española trabajaba mientras el Consejo de Estado de Tlascala tomaba decisiones acerca del recibimiento que debía hacerse a los soldados españoles.

En el campo descansaban o hacían ejercicio los soldados. En el interior de la tienda crecía paulatinamente el informe dirigido al emperador Carlos; y en él, con minuciosidad, se reflejaba preciosa y exactamente el cuadro del Imperio mejicano, aparentemente indescriptible.

Seguía Cortés los ejemplos históricos que conocía y, de la mano de ellos, probaba que Tenochtitlán había sido construida en medio de un lago misterioso y que, cual la Roma de la Antigüedad, se había ido extendiendo a todo su alrededor agrupando provincias del Nuevo Mundo. En el altar del culto sangriento de sus dioses hambrientos de corazones, había ido sojuzgando a los más débiles, así habían llegado hasta la costa y establecido allí una alianza con las dos ciudades rivales: la maravillosa Tezcuco y la menor, pero inexpugnable, Tlacopan. Sobre este imperio formado por tres Estados reinaba el rey-sacerdote, emperador de todo este mundo. Moctezuma, que había sido coronado hacía trece años, había llegado ya con sus ejércitos hasta los límites del mundo conocido. De la misma manera que Cortés conocía a los indios, éstos le conocían a él. Su nombre era llevado por la fama en todas las direcciones del viento; se oía repetido en los ecos de la costa; lo susurraba el viento en los bosques y hasta los pueblos sojuzgados en las costas del Pacífico lo pronunciaban. Malinche, decía, el señor de Malinalli, y a Cortés le agradaba recibir tal nombre. Cuando llegaba la noche y estaba fatigado, con la garganta reseca de hablar y los dedos agarrotados de escribir, se echaba en su lecho y llamaba a Marina, que saliendo de la oscuridad acudía hasta él, se estrechaba contra la cobertura de piel de jaguar y le hablaba con su voz extraña y tibia, mientras le acariciaba la cara: "Malinche…, eres el amo de Marina, el amo para siempre, el amo de ella y del hijo que ha de nacer… "

Pensaba a veces en la otra mujer que en Cuba llevaba su nombre. Aquella no se sacrificaba por él; no le ayudaba, no le comprendía. Su rostro soñador tomaba una expresión adormecidamente lánguida cuando conversaba con los hombres. Nunca había sentido la atracción que arrebataba a su esposo hacia ese maravilloso mundo. Marina le había encendido el cuerpo, como si lo llenase de veneno en las primeras semanas y él cada vez lo había deseado más. Ahora estaba ya tranquilo y la amaba de otra manera. Cuando estaba a su lado, se tranquilizaba con la certeza supersticiosa de que con ella a su lado nada malo había de pasarle. Cortés se daba cuenta de que el trabajo de intérprete de Marina constituía a menudo una verdadera obra de arte político. Poco a poco, los soldados se habían ido acostumbrando a quitarse el sombrero cuando ella pasaba. La consideraban ya como un hombre y no como la amante de su general. Algunos llevaban todavía las hilas que ella misma había hecho con pedazos de su propio vestido y no olvidaban que, en medio del fragor del combate, aquella mujer les había acercado el jarro de agua sujeto al extremo de una lanza. Reían con ella, le hacían bromas. Fanfarroneaban con sus sortijas adornadas con escudos de armas y le echaban en cara su estado de esclava. Entonces ella se enfadaba y hablaba orgullosamente de sus antepasados que habían sido poderosos jefes de tribus y les enseñaba su joya de esmeralda que era una herencia que pasaba de padres a hijos y que Puerta Florida, a falta de un hijo, aquella noche de la separación le había colgado alrededor del cuello.

Una mañana el ejército se puso en marcha; hubiera sido una ofensa el demorar más la entrada amistosa de las tropas en Tlascala. El camino se extendía a través de gigantescas plantaciones de cacao, regadas por canales, como en Andalucía en tiempos de los moros, según decían los viejos. Cortés cabalgaba delante con los ojos brillantes por entre aquel paraíso de maizales, huertos y plantaciones de tabaco. No quedaba un pie de terreno sin cultivar. No había animales allí que necesitaran prados, y cuando el ejército pasaba por los caseríos, la juventud de Tlascala los recibía magníficamente con flores.

Infinidad de magníficas flores, que eran el principal adorno de este pueblo. Por eso donde iban corría algún muchacho o alguna joven ya crecidita a su lado, poniéndose en la misma fila; buscaba con la vista uno de los soldados y le pasaba una guirnalda de flores alrededor del cuello. Cuando aquella tropa se paraba, parecían levantarse de ella nubes de aroma, como si sus alientos salieran de una rosaleda.

En el último trecho del camino, ya inmediato a la ciudad, aparecieron los ancianos. A su llegada precedió un silencio mortal. Un correo muy ceremonioso anunció que los cuatro ancianos de la ciudad estaban ya en camino. Los embajadores mejicanos se envolvieron silenciosos y orgullosos en sus capas; pusieron pequeñas flores en su cinto, lo cual, según las leyes de Anahuac, significaba paz y amistad.

El primero que bajó de su silla de manos fue el viejo Xicotencatl. Su cuerpo huesudo dejaba adivinar al guerrero robusto que aquel hombre había sido un día. Su rostro estaba orlado de una suave barba y su escaso cabello, blanco como la nieve, rodeaba su cráneo poderoso, como si fuera una corona. Se apoyaba en un cayado y al descender le ayudaron dos de sus familiares. No veía ya. Levantó sus ojos hacia la luz como sedientos de claridad. Era eso el único encanto que le había quedado de las impresiones recibidas durante casi un siglo entero. Cuando la distancia entre ambos grupos fue poco mayor de un paso, Cortés se quitó ceremoniosamente el sombrero en un amplio y profundo movimiento. Lo que siguió fue sencillamente doloroso. El viejo ciego extendió su mano en la dirección de aquella mancha oscura que se interponía entre él y la luz y donde suponía debía de hallarse Cortés. Su voz sonó potente y firme cuando dijo:

—Aproxímate, deja que te toque.

Y extendiendo sus manos las dejó resbalar por el rostro del otro. Se detuvieron un momento sobre los ojos, corrieron por la linde de la nariz, se deslizaron por la sedosa y tupida barba, donde parecieron vacilar. Después siguieron hasta llegar donde la curva de la barbilla se une con el cuello.

—Ahora ya te veo. Tú eres un hombre y un amigo nuestro. Ya sé, Malinche, cómo eres.

Los otros tres príncipes esperaron hasta que Xicotencatl hubo acabado el misterioso ceremonial. Después atrajo hacia sí sucesivamente al padre Olmedo y al esbelto Alvarado, en cuya exuberante y rojiza cabellera se hundieron sus dedos con amoroso cuidado. Finalmente se puso ante él Marina. Según la costumbre india, se postró y, tomándole una mano, la apretó contra su frente. Ese era el saludo debido solamente a un padre.

Entraron en un gran salón o pabellón. A su alrededor estaba la ciudad. Propiamente hablando había cuatro ciudades; cada una de ellas gobernada por uno de los ancianos. Cada una de esas partes seguía su propia vida, estando unida a las demás solamente por los fraternales lazos de una paz inalterable.

Se dirigieron al edificio del Consejo, sin armas, conforme estaba ordenado. Cortés meditaba acerca de la unión de los cuatro consejeros con los caciques para formar un Senado. Los consejeros se sentaron en unos banquillos bajos y ricamente decorados. Los asientos estaban colocados en forma de herradura. Frente a ellos se colocaban los gobernadores elegidos y algunos escribientes, mejor dicho, algunos dibujantes que debían trazar los jeroglíficos correspondientes a las decisiones que allí se tomaran. Hasta entonces nunca había entrada en la Sala de los Consejos ninguna mujer. Ahora, empero, estaba allí Marina traduciendo con su clara voz las palabras de su señor y asno. La sesión se desarrolló así:

Cortés
: Os es conocido sin duda el hecho de que he llegado hasta vosotros por encargo de un rey de Oriente infinitamente poderoso.

Mase Escasi
: En nuestros libros está escrito que una vez en la antigüedad de los tiempos, reinó en Anahuac un dios blanco, pálido. Entonces vivía aún una raza de gigantes cuyos huesos puedes tú mismo ver en el muro interior de este edificio. Eran los chichimecos. Además Quetzacoatl, que se le representa en tantas imágenes distintas, fue también blanco.

Cortés
: Nuestro señor y rey tiene las noticias de vosotros. Extiende su protección sobre todo aquel que le ofrece su amistad y me manda dar la bienvenida en su nombre al que tal haga.

Xicotencatl
: Sois fuertes y audaces. Puede que descendáis de dioses; sin embargo, aquí sois también hombres. Vuestro brazo es poderoso y vuestro corazón está limpio de miedo. Os prestamos acatamiento y homenaje y os rogamos permanezcáis entre nosotros. Vosotros nos instruiréis en todo lo que sabéis y nosotros os animaremos con nuestros consejos y os diremos todo lo que sabemos. Os rogamos, puesto que sois hombre sin esposas, que os caséis con nuestras hijas y compartáis el lecho con ellas. Y que una multitud de descendientes vuestros pueble este país y entonces podremos derribar nuestras murallas, pues no habrá en todo el Anahuac ningún pueblo que pueda vencernos.

Cortés
: Tu discurso es digno de un sabio que, como tú, ha visto pasar interminable número de años. Sin embargo, por mucho que nos agrade el permanecer entre vosotros, no podemos quedar aquí para siempre. Mí señor, que vive allende los mares, no me permite deponer las armas en tanto no haya recibido y logrado el homenaje y sumisión de todas las provincias del Terrible Señor. Ya sé que eso no es tarea fácil de lograr con tan escaso número de hombres como somos; pero contamos con vuestra ayuda, que mi señor no dejará ciertamente sin recompensar. Tomaríamos como esposas con corazón fiel a vuestras hijas. Pero sabéis que a nosotros nos hace estremecer la visión de vuestros sacrificios sangrientos. A nuestro Dios misericordioso le produce dolor vuestra falsa creencia. ¿Cómo podríamos tomar por esposas a mujeres que pueden contemplar con tranquilidad y aun alegría el sacrificio de los corazones palpitantes arrancados en vida?

Xicotencatl
: La mujer sigue la fe de su esposo. Esa es una ley antiquísima.

Padre Olmedo
: Nuestro Dios es invisible; pero es el Señor de la Tierra y de los Cielos. Le encolerizan tales sacrificios y castiga a todo el que sin lucha noble levanta su mano contra los semejantes. Soy vasallo del Dios eterno. Entre vosotros hubo muchos que han combatido contra nosotros. Estos pudieron ver cómo yo no tenía miedo y que estaba entre heridos, moribundos… Pero ¿pudo alguno ver que en mi mano brillara un cuchillo y que con él abriera yo el pecho de los prisioneros? Yo usé mi cuchillo ciertamente; pero fue para desgarrar mis vestidos y hacer vendas para curar a nuestros guerreros heridos y también a los vuestros, sin distinción. ¿Por qué hubiera hecho yo tal cosa si no hubiera sido porque así lo manda hacer mi Dios? Nobles jefes: conocéis las leyes de la vida, ¿no os estremecéis cuando observáis que un poder milagroso lucha de nuestra parte? Y ahora os suplico os dejéis informar por una hija de vuestra raza de cómo le ha ido entre nosotros, desde que ha abrazado nuestra fe.

Mase Escasi
: Por primera vez habla una mujer en esta casa. ¡La escucharemos!

Marina
: Vuestra sierva fue como una raíz arrancada por la tempestad. Fue mi padre un jefe, Puerta Florida, y yo, su hija, fui elegida para ser sacrificada y que mi corazón, como una piedra preciosa viva, sirviera para empedrar el camino del Terrible Señor. Mi padre me confió a su criado, quien me vendió a los mercaderes. Llegué a parar en casa de un jefe de una región alejada en la que nunca se ha oído hablar de vosotros. Allí aparecieron esos caballeros de rostro pálido que castigaron fuertemente a aquella gente porque osaron levantar la mano contra ellos. Nadie les puede oponer resistencia; ellos también, como vosotros, acabaron por comprenderlo; y así yo fui entregada como presente junto con otras veinte doncellas a Malinche. Este hombre santo que os acaba de hablar no hirió mi cuerpo con el cuchillo, sino que hizo correr agua por mi cabeza. Su mano tocó mi frente y me arrancó la oscura venda que hasta entonces habíame ocultado la verdad y dio a mi lengua la posibilidad de hablar su idioma. Nunca vi entre esta gente ningún sacrificio humano ni tampoco animal. Me basta cerrar los ojos y veo a la Madre ante mí que tiene al Hijo en sus brazos… y todo nuestro sacrificio se reduce a mirarla con ternura y sonreírle.

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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