Catalina lo recibió acongojada. Sentía profunda angustia. El patio estaba negro de hormigas. Continuamente había que enfadarse con las criadas indias. Cada mañana había que hacer quitar la mala hierba que invadía el jardín. Cortés afirmaba distraídamente con la cabeza y su mirada se perdía en la lejanía. La esposa se retiró a la alcoba, arrojóse de bruces sobre los mullidos cojines y lloró envuelta en aquel aroma pesado y penetrante de los lirios tropicales. Oía a su esposo que iba y venía. Ya adormecida oyó el apagado ruido de sus pisadas cuando entraba en la habitación. Le oyó suspirar hondamente, viole cómo juntaba las manos sobre el pecho, procurando apagar todo ruido que pudiera despertar a la esposa. Doña Catalina sonrió. Después de todo, don Hernando no era un mal marido, pensó…, y cerró los ojos.
Las noticias se extendían por la isla con la velocidad del viento. A los tres días sabíase en todas las Antillas que Hernán Cortés había hecho bordar sobre su estandarte de terciopelo negro el mismo lema del emperador Constantino. Sus reclutadores pasaban por todo el país metiendo ruido con sus trompetas. A los hidalgos mandóles Cortés su invitación escrita por medio de correos a caballo. Tres veces todos los días, en el barrio del puerto, oíanse las voces de los reclutadores prometiendo soldadas y botín, empleos y bienes, esclavos, etc.
El dinero se fundió fácilmente. Los doblones de Cortés, los préstamos de los amigos, todo estaba ya gastado; pero disponía ya de trescientos hombres alistados bajo su bandera. Al principio no hicieron gran caso los nobles del llamamiento que Cortés les dirigiera; pero pronto se ablandaron y, aunque sin entusiasmo, acudieron para no perder la parte que pudiera corresponderles. Pasaron dos meses de febriles preparativos. Cortés estaba sentado día tras día en su despacho; lucía ya su uniforme de general recamado de oro. Allí dictaba cartas, sostenía conferencias con sus oficiales, recibía comunicaciones. Salía luego para probar armas y cañones. De la noche a la mañana la vida se había vuelto hermosa, rica en emoción, llena de significado; parecíale a Cortés que le habían nacido mil manos. También su voluntad diríase que había crecido proporcionalmente.
La flotilla debía hacerse a la mar apenas terminara la estación de las lluvias. Cortés informaba al gobernador acerca de todas las comunicaciones recibidas o expedidas y discutía con él los planes minuciosamente, punto por punto. Un día sorprendió una sonrisa irónica en la comisura de los labios del gobernador. Había aprendido con los años el saber leer en los rasgos fisonómicos. Trató de explorar al augusto señor; pero no logró la menor explicación. Debía Cortés obrar conforme a lo mandado. Sintió algo de frío.
Comenzó por vigilar la charla de los que rodeaban al gobernador. Por todas partes risas burlonas y algo que parecía alegría de mal ajeno. Gentes que pocas semanas antes lo habían envidiado por su suerte, espoleaban ahora su celo con exagerada familiaridad. Se olfateaba el peligro en el aire. En España, la rueda de la Fortuna giraba por aquel tiempo con rapidez.
El domingo, al ir a la iglesia, un bufón de la Corte de Velázquez estalló de pronto en una carcajada; puso su sombrero adornado de plumas en el extremo de su sable de madera y gritó a Velázquez:
“..viejo compadre Velázquez… has sabido elegir al hombre que necesitabas… en Medellín crecen bizarros mozos… se hacen a la vela rápidamente, y sus velas desaparecen pronto de la vista… Excelencia… de Medellín sopla un viento fuerte…" Quebróse la conversación; los caballeros cambiaron miradas de inteligencia.
¿Quién había puesto tales palabras en la boca de aquel bufón? Los domingos por la tarde cesaba la propaganda de alistamiento. Un silencio mortal flotaba sobre las proximidades de la costa. Duero golpeó en la ventana de la hacienda.
—Don Hernando, debéis creerme. Quiero vuestro bien y estoy en cuidado por vos. He hablado con Lares, el contador. El gobernador le preguntó por la situación del reclutamiento. Indicó luego que el ritmo le parecía demasiado lento y que ya se arrepentía de no haber dado el mando a un hidalgo más viejo y de mayor experiencia. Aparentemente, esas fueron sus palabras, sólo irían cuatro vagabundos. Preguntó si no sería aconsejable que algunos buenos amigos vuestros os convencieran de la conveniencia de renunciar a la empresa. De la recompensa podríais estar seguro; el Erario no sería mezquino suponiendo que todo marchara bien. Piensa nombraros notario real el año próximo. Es un cargo muy remunerador… Lares pidió mi consejo acerca de qué debía contestar y por quién había de decidirse.
—El hombre me estruja como si yo fuera un limón y cree que después de haber extraído el jugo, me puede arrojar a un lado.
—No puedo hacer nada más que protestar. El poder de los Padres en La Española tiene tanta fuerza como una ley, por tanto sed capitán general. Si Velázquez quiere transferir el mando a otro, entonces tendrá que ser alterada la sentencia de los Padres. Puede volverles a escribir y solicitar su opinión que es, en verdad, de mucho peso… Sin embargo, ¿queréis escuchar el consejo de un buen amigo?
Sabéis, don Andrés, que mi corazón os pertenece y que en vos tengo mi confianza completa.
—En vuestro lugar no me daría yo por enterado de nada. Redoblaría mi celo para ir llevándolo todo a bordo y obraría como si tuviese tiempo sobrado. Una hermosa mañana, cuando todo esté ya listo, tocaría la corneta. Tenéis todavía amplios poderes en el bolsillo que valen lo mismo que antes.
—Y si levo anclas… ¿qué pasa después?
—Una de dos: o el plan tiene buen éxito y entonces no estaréis ciertamente solo, pues quien en el mundo tiene dinero y gloria siempre tiene razón, o por el contrario, no resulta bien lo proyectado, y entonces os ha de ser indiferente cuál sea el motivo de que hayáis caído en desgracia. Queréis ir a El Dorado y estáis en el umbral. ¿Titubearon por venturas vuestros héroes antes de pasar el Rubicón?
Disimuló durante varios días. La galleta estaba demasiado cocida; así lo comunicó por escrito al gobernador. Las provisiones del molino de pólvora habían desaparecido; se apresuró a ir a referirlo al Palacio. Invitó al gobernador a la primera revista. Dentro de tres días debían mostrar sus gentes cuán bien los había instruido en el arte de la guerra de la Infantería española entonces invencible. Velázquez sonreía satisfecho. Todos alababan a Cortés. "Bien…, muy bien". Por la noche se reunieron los capitanes. La sobria y mansa subordinación se había disipado como llevada por el viento. Se limitó a dar sus órdenes para el día próximo, para la noche. Todos eran veteranos lacónicos, secos, los que se habían reunido alrededor de Cortés, gentes que aborrecían la tranquilidad y la paz, incorregibles jugadores del azar dispuestos siempre a jugarse de nuevo su suerte.
Por la noche llegó a la casa una mujer vieja. Deseaba hablar con él, y para ello había hecho el viaje desde Jamaica a Cuba.
—Noble señor —dijo—. La noticia de vuestro viaje ha llegado hasta nosotros. Hace diez años hice un viaje desde Darién hasta Jamaica, en compañía de mi hijo, joven licenciado. Se llama jerónimo de Aguilar… Cerca de la costa de Yucatán nos sorprendió una tempestad… Hubo que arriar los botes salvavidas; en uno se colocaron las mujeres; y en otro los hombres… Pude ver a mi hijo por última vez cuando el oleaje arrojaba la embarcación hacia la costa… Parecía que le arrancaban de mí… A nosotros el furor de las olas nos llevó más adentro y sólo por la intercesión de la Reina de los Cielos pudimos salvarnos. Mi hijo, sin embargo, debió desembarcar en la costa aquella donde no había puesto todavía el pie ningún cristiano. Por eso he venido a veros… Mi hijo no estaba solo, con él había otros hombres: diez o doce que iban en el mismo bote… Si vais a aquellas costas, señor, buscad su paradero. Dios sabe hacer milagros y conserva la vida a aquellos que honran su nombre divino…
Despidióla Cortés con algunas palabras de consuelo y elevó seguidamente sus ojos al Cielo. ¿Debía buscar en aquel lejano y extraño país a un teólogo desaparecido…? Pero aquella mujer tenía un no sé qué que le recordaba a su madre Catalina Pizarro de Cortés. ¡Qué hermosa y fuerte estaba todavía, con sus ojos claros y sus cabellos negros, cuando se despidió de ella, al partir de Medellín! Cortés pensó entonces que no había de regresar jamás a su tierra con las manos vacías…; y quedó meditabundo bajo aquel cielo azul oscuro, adornado de estrellas, que se extendía sobre su cabeza. Dentro, en las habitaciones, la discusión de los planes había degenerado en calurosa disputa. Oficiales, pilotos, capitanes, todos argumentaban con calor, apasionadamente. Cortés apareció en el umbral; se hizo el silencio.
—Caballeros: ya he trazado mi plan. No vuelvo atrás. El Derecho está de mi parte, lo afirman así los Padres de San Jerónimo. Quien empezó el desafuero no fui yo, sino el señor de Velázquez. Mañana nos haremos a la mar. Cada uno de vosotros cuide de advertir a su compañía que el capitán desea hacer unos ejercicios o maniobras nocturnas. Mañana reuniréis a vuestra gente y embarcarán todos. Al romper el día levaremos anclas y saldremos a alta mar y sólo desde allí enviaremos al gobernador nuestros saludos y nuestra despedida. Es mi palabra de hombre, señores míos. Yo soy vuestro caudillo. ¡Jurad que no traicionaréis jamás mi consigna!
La época de las lluvias dio sus últimos coletazos y una tormenta espantosa, típicamente tropical, descargó sobre la isla. Los truenos hacían retemblar la casa y en ella, a la luz parpadeante de los relámpagos, aquellos soldados y aventureros, pálidos y cubiertos de heroicas cicatrices, alrededor de la mesa, rezaron una oración.
Malinalli
El octavo mes comenzaba bajo el signo de la diosa Xilon. Primeramente se repartían las tortas de miel entre los ancianos, cuya danza no pasaba ya de ser solamente un tembloroso tambaleo. Los jóvenes tenían en la mano una larga cuerda de algodón, adornada de flores; a la derecha estaban los muchachos; a la izquierda, las muchachas; y en medio se colocaba a la mujer que aquel día había de morir. El mes de Luna comenzaba con la aurora. Hasta el mediodía se embriagaban todos con aguardientes fermentados. Los más viejos se sentaban en círculo a la sombra de algún copudo árbol y allí mordisqueaban tortas de maíz. Esos alimentos eran pagados por los ricos, pues en esos meses del año no quedaba a los pobres a lo sumo más que algunos puñados de harina de maíz. Iban las mujeres en este día ricamente vestidas de blanco, con bordados en las orlas y adornos de plumas. Su cabello iba peinado hacia atrás, lisamente, sin adorno alguno, pues así lo exigía el ceremonial de la fiesta. La danza tenía carácter solemne y religioso y comenzaba a la puesta del sol. Llevaban antorchas que hacían oscilar formando corro alrededor del fuego del templo en que se quemaba aromático copal. Los muchachos y las jóvenes se asían de las manos y por turno iban abrazando a la que había sido destinada a morir. Durante todo el día y toda la noche la habían rodeado de cantos y la habían ataviado ricamente y adornado, como novia que aquella noche había de unirse con la diosa Xilon. Las muchachas danzaban a su alrededor y entonaban alabanzas al rico esposo, que había de tomarla por la noche; y para recibirle adornaban su cuerpo con oro y plumas de hermosos pájaros. Así se preparaba el sacrificio. El sacerdote de la diosa derramaba harina de maíz sobre la sagrada escalera y allí esperaba y vigilaba durante toda la noche. Al clarear el día alzábase y colocábase delante de la escalera. Extendía el brazo y su mano hacía un signo mientras decía: "Ahí está…" En ese momento entraban en juego los instrumentos de música. En primer lugar largas trompetas de arcilla cocida cuidaban de despertar a los invitados que estaban sumidos todavía en un dulce sueño; después mugían a coro las caracolas y a ellas se unían los golpes rítmicos y acompasados de los tambores, formados por una piel delgada fuertemente tensa sobre un tronco ahuecado. Todo ese concierto era acompañado de un coro de muchachas que con los ojos piadosamente bajos marchaban hacia el templo para lavar la piedra del altar de la diosa donde debía ser inmolada la víctima. Así, cantando, subían lentamente la escalinata, cuyos peldaños eran tan estrechos y tan altos que para llegar arriba debían tener la ligereza y firmeza de pie de las gamuzas, tanto más que al subir ejecutaban una danza alrededor de la novia que nada podía ver de todo eso. Alcanzaban la plataforma superior donde terminaba la escalinata y entonces los sacerdotes, con el rostro vuelto en dirección al sol, colocábanse alrededor de la gran piedra. Cuando aparecía la novia rodeada de las muchachas, cuatro negros brazos se extendían hacia ella. El coro entornaba entonces una melodía victoriosa; oíase el ruido de vestiduras que se desgarraban y un grito reprimido. En las manos del sumo sacerdote brillaba un cuchillo hecho de lava vidriosa y un momento después en su mano extendida había un corazón que se estremecía aún y que era mostrado a la multitud ebria de alegría y jolgorio. Con este sacrificio terminaba la fiesta y entonces todos podían encaminarse a su propio hogar para celebrar su fiesta íntima. Era el mes de la diosa Xilon, cuando se abren los capullos; y en este día eran consagradas las muchachas, en quienes se abría por primera vez la roja flor de la vida. Habían ayunado desde el amanecer y durante el día habían tejido guirnaldas para su cabeza, pues por la noche debían volver a las danzas y era preciso para entonces ir adornadas con blancas flores. Todos se dirigían a ellas con alegría; pero debían permanecer calladas, pues así lo exigía la costumbre. Ellas sabían que tal día era su propia fiesta. Antes del mediodía llegaban de visita sus amigas y ninguna de ellas venía con las manos vacías; todas llevaban pequeños obsequios y regalos como cintos de plumas de colibrí, broches de turquesas, cuentas de vidrio… Permanecían de pie ante la muchacha y decían: "Hoy se ha de celebrar una fiesta en vuestra casa."
La muchacha hacía exposición de los objetos de su pertenencia, como agujas de hueso, cuchillos de piedra, bastidores de bordar. Aparte estaban los hilos de algodón de variados colores, las fibras de palma y las plumas con las que Malinalli había bordado cuidadosamente su vestidura de consagración, adornándola de hermosas flores de caprichosos colores. Los invitados iban mirando por turno la capita de delicados pliegues. Después alzaban en su mano la vasija llena de vino de miel y bebían un sorbo. La muchacha permanecía recogida sin levantar los ojos hacia sus padres. Debía esperar hasta el mediodía cuando los criados colocaban sobre la baja mesa cubierta de un tapiz blanco el plato de la fiesta, que era un pavo adornado de flores. Exigía la costumbre que sólo entonces y no antes pudiera la muchacha por primera vez levantar la vista. Entonces todos los miembros de la familia se inclinaban ceremoniosamente ante la muchacha que había quedado ya así en disposición de contraer matrimonio. Y llegado a este punto, el padre, lentamente, dirigía a la hija el siguiente discurso, consagrado por el uso: