El Druida (35 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Su ruta inicial los llevó a través de las tierras tribales de los rauricios, los tulingios y los latovicios, a los que persuadieron para que se les unieran. Incluso algunos miembros de la vasta tribu de los boios atraparon la fiebre migratoria y se incorporaron a la búsqueda de nuevos horizontes. Tal como se había predicho, la ruta elegida por aquel océano de gente se extendía a través de parte de la Provincia.

César estaba en Roma cuando los helvecios se pusieron en marcha, pero en cuanto tuvo noticias de la migración partió hacia la Galia libre con una legión a sus espaldas y el águila romana volando por encima de él. Testigos presenciales afirmaban que sus portaestandartes llevaban pieles de león. Águila y león: la simbología no me pasó desapercibida. Los depredadores habían llegado a la Galia.

Aquella noche comenté la situación con Tarvos. Puesto que cada noche acudía a mi alojamiento, había empezado a confiar en él para que alimentara a Lakutu. Ésta había sobrevivido gracias a Briga, pero se estaba recuperando muy lentamente y no tenía el menor apetito. Ni Damona ni yo conseguíamos hacerle comer, y sólo el Toro parecía tener algún éxito. Era un talento extraño en un guerrero, pero yo le estaba agradecido.

Así pues, mientras permanecía sentado al lado de Lakutu y se armaba de paciencia para darle de comer, yo le hablaba de las preocupaciones que llenaban mi mente. Hablar con Tarvos me ayudaba a aclarar mis propios pensamientos. El sonido es estructura y ésta es norma, pauta...

—Los helvecios enviaron mensajeros a César para asegurarle que sólo querían pasar por la Provincia y no pretendían hacerle daño alguno, pero él no les creyó —le dije a Tarvos.

Éste se había llevado a la boca un trozo de la carne cocinada por Damona, mascándola hasta convertirla en una pasta blanda que luego ofrecía a Lakutu con los dedos. Su paciencia me maravillaba.

Todavía con la boca llena de carne, Tarvos replicó:

—Yo tampoco les habría creído. César sabe que los helvecios vivían en gran medida de la tierra, y semejante cantidad de gente habría dejado vacío de alimentos cualquier lugar por donde pasara.

—Claro —asentí—, César lo comprendió. Dijo a los enviados que necesitaba tiempo para considerar su petición y empleó ese tiempo en traer refuerzos desde la Provincia. Cuando los emisarios regresaron a César, éste les dijo que su solicitud de paso había sido denegada. Los helvecios se enfurecieron e intentaron romper las defensas que César había levantado contra ellos, pero fueron repelidos y muchas mujeres y niños resultaron muertos. La única posibilidad que les quedaba era atravesar la tierra de los secuanos. No lograron acercarse a los límites de la Provincia.

»Me han dicho que se dirigieron a Dumnorix el eduo y, puesto que él había sido el causante original del problema, le pidieron que persuadiera a los secuanos para que les dejaran pasar. Su esposa es secuana, y así es como parece haber comenzado esta desafortunada situación. Cuando los suevos invadieron a los secuanos, Dumnorix se reunió con los jefes suevos y accedió a alquilarles mercenarios para apaciguarlos a fin de que no perjudicaran tanto al pueblo de su esposa.

Tarvos tendió los dedos y Lakutu chupó la pasta de carne adherida a ellos.

—El apaciguamiento hace más mal que bien —observó—. Te he oído decir eso, Ainvar.

—Ahora se ha demostrado la certeza de ese aserto.

—¿Qué hizo César después de rechazar a los helvecios?

—Con más rapidez de lo que uno habría creído posible, organizó más legiones del Lacio y ha empezado a traerlas a la Galia libre. Entretanto, parece ser que los emigrantes han cruzado las tierras de los secuanos, adentrándose en el territorio de los eduos, donde han iniciado un tremendo saqueo. Esta mañana me he enterado de que Diviciacus, el jefe eduo, ha enviado a César una urgente petición de ayuda.

El Toro usó la manga de su túnica para limpiar la barbilla de Lakutu, cuyos grandes ojos pardos estaban fijos en el rostro del guerrero.

—Eso es lo que esperabas, ¿no es cierto? Que invitaran a César a adentrarse más en la Galia. ¿Lo sabe Vercingetórix?

—Precisamente me he enterado por él. Sus mensajeros llegaron esta mañana. Como ves, me mantiene informado. Claro que su territorio es el más próximo al de los eduos y cuenta entre los boios con aliados que se lo dicen todo.

—Ah, sí, me encontré con los mensajeros cuando iba a hacer guardia. Pedí a un muchacho que se hiciera cargo de sus animales extenuados.

Tarvos ofreció un poco más de comida a Lakutu, la cual evidentemente no la quería, pero la aceptó para complacerle. Pensé que durante el día debía sentirse muy sola. Yo estaba demasiado ocupado y no disponía de tiempo para ella, ni siquiera para mí mismo. La poca vida personal del jefe druida de los carnutos se limitaba a breves atisbos ocasionales de Briga cuando acompañaba a Sulis. Cuando nos encontrábamos, Briga no me miraba.

Lughnasa, la celebración de la cosecha, llegó casi antes de que estuviéramos preparados. La estación del sol había sido buena para nosotros, las cosechas fueron abundantes y las nuevas esposas tenían los vientres hinchados. Mientras nos preparábamos para la festividad de agradecimiento al sol y conclusión de la época de crecimiento, seguía ávidamente las noticias de la campaña helvecia de César por medio de una corriente continua de mensajeros, visitantes y rumores gritados y transportados por el viento.

César había traído al norte una oleada tras otra de guerreros para que defendieran a los eduos —por lo menos a los leales a su aliado Diviciacus— de los emigrantes saqueadores. Los helvecios también eran buenos guerreros, y si hubieran decidido quedarse en su tierra natal y luchar, muy bien podrían haber derrotado a los suevos, pero su codicia de nuevas tierras les había traicionado. Ahora estaban atrapados sin una tierra propia, y los ejércitos de César estaban por doquier. Luchaban con heroísmo, pero al final no podrían superar al poderío romano.

No me sorprendí cuando oí los gritos río arriba: «¡Los helvecios han sido vencidos! ¡Huyen llenos de pánico!». Fui a ver a Sulis.

—Necesito tu opinión profesional, curandera. Si algo le ocurriera a Tasgetius, ¿es posible que Nantorus recuperase el trono? ¿Hasta qué punto su incapacidad es permanente?

Ella pareció dubitativa.

—Creo que su incapacidad es casi total, pero, si lo deseas, puedo ir a verle y determinar lo que puede hacerse.

—Sí, hazlo así, emplea todas tus habilidades y llévate a los demás curanderos que puedas reunir.

—Somos escasos, como todos los druidas...

—¡Ya lo sé! —repliqué bruscamente—. Haz lo que puedas por Nantorus. No quiero que la tribu se enfrente a lo que se avecina bajo el mando de un hombre como Tasgetius.

—Si he de llevar conmigo a otros curanderos, ¿te parece bien que incluya a Briga? —me preguntó inocentemente, pero percibí la burla oculta en su tono.

—Que se quede conmigo. Es hora de ampliar su adiestramiento a campos distintos al de las hierbas y pociones. Es preciso instruirla en todos los aspectos de la Orden, pues de lo contrario nunca nos comprenderá del todo y no podrá superar su temor.

—Y tú, claro, eres la persona más indicada para instruirla —dijo Sulis.

Esta vez el tono oculto era de sarcasmo, pero hice caso omiso.

—Naturalmente, soy el jefe druida.

—Es posible que eso no le parezca a ella suficiente razón para sentarse a tus pies, Ainvar.

—Entonces debes convencerla, recordarle que ha ido demasiado lejos para retroceder ahora.

—No es probable que ese argumento tenga éxito con una mujer —dijo Sulis arrastrando las palabras—. Nuestra mente es más flexible que la de los hombres —añadió con presunción.

—¡Entonces dile que quieres que sirva como curandera aquí en el fuerte durante tu ausencia! Es capaz de tratar las enfermedades o lesiones corrientes, ¿no es cierto?

—Sí, lo es. He trabajado con ella durante todo el verano y soy una maestra excelente.

—Muy bien. Una vez haya aceptado la idea de ser nuestra curandera suplente, recuérdale que esa tarea requiere trabajar estrechamente con el jefe druida.

Sulis hizo un mohín malicioso.

—¿Cómo podría negarse si se lo planteo de esa manera? Se sentirá muy halagada de servir en mi lugar. Nuestra pequeña Briga es orgullosa, Ainvar.

—Lo sé.

El día siguiente, tras la partida de Sulis hacia Cenabum y Nantorus, Briga vino a verme después de que hubiera entonado la canción al sol. Acababa de concluir el cántico cuando me di cuenta de que ella estaba en pie casi en mi sombra, con la expresión inescrutable y los pensamientos velados.

—Sulis me dijo que viniera.

Su tono era muy formal, como si aquél fuera nuestro primer encuentro.

En un tono similar, repliqué:

—Puedo enseñarte cosas que te harán una mejor curandera.

—Si tienes que hacerlo... —se limitó a decir ella en aquella vocecita ronca que me parecía tan curiosamente atractiva.

Ambos sabíamos que estaba atrapada. Su propia situación le había hecho formar parte de la red druídica. Si ella no podía apreciar la ironía, yo sí.

Las reacciones de Briga eran imprevistas, por lo que debía planear mi estrategia con tanta inteligencia como César planeaba siempre sus campañas.

Por aquel entonces, el estratega romano se estaba reagrupando tras una campaña decisiva contra los helvecios cerca de Bibracte, que había dejado reducido el océano de emigrantes a sólo ciento treinta mil supervivientes. Con la sangre todavía húmeda en sus armas, estaba volviendo su atención hacia el suevo Ariovisto.

César no tenía intención de retirarse de la Galia libre tras ganar una sola guerra. Ni siquiera había esquilmado todavía la prosperidad de las tribus celtas en sus ricas y fértiles tierras.

Diviciacus le estimulaba. De acuerdo con los espías boios de Rix, el vergobret eduo se quejó a César de que pronto las tribus germánicas expulsarían de sus tierras natales a todos los galos libres, acusó a Ariovisto de ser un tirano cruel y arrogante, una palabra griega que sin duda había aprendido en sus estudios druídicos. Los eduos estaban totalmente divididos entre los que seguían a Dumnorix y los que estaban de acuerdo con Diviciacus. De esta manera, una tribu que en otro tiempo fue poderosa quedaba partida por la mitad y debilitada.

Si yo permitía que mi oposición a Tasgetius fuese de dominio público, lo mismo podría sucederles a los carnutos. La tribu tal vez sería desgarrada entre el rey y los druidas. Así pues, personalmente debía guardar silencio, confiando en que mi labor siguiera adelante en la oscuridad, como las raíces que se extienden en el subsuelo, hasta que Tasgetius fuese sustituido por un rey en el que pudiéramos confiar. Los terribles peligros de la división se estaban haciendo más evidentes.

Varios reyes galos formaron una delegación para visitar personalmente a César y felicitarle por su victoria sobre los helvecios. Me sentí disgustado, pero contento al saber que Rix no era uno de ellos, aunque yo no había esperado de él que hiciera tal cosa. Tasgetius fue, por supuesto.

Aquel otoño llevé a Briga a los bosques y empecé a enseñarle, como Menua me enseñó en el pasado, para que percibiera la belleza que subyacía bajo la aspereza de la existencia.

Sulis le había enseñado las habilidades básicas. Podía preparar emplastos de salvado y alquitrán para las articulaciones inflamadas y hacer cocciones de raíz de perejil y semillas para ayudar a la expulsión de los cálculos de vejiga. Sabía qué enfermedades estaban provocadas por la hinchazón de la luna y a cuáles paliaba su encogimiento. La vi con mis propios ojos extraer un riñón de oveja de su membrana de modo que esta cobertura quedase intacta, para humedecerla luego con crema y saliva y aplicarla a la úlcera supurante en la pierna de un anciano. La úlcera se curó y me sentí orgulloso de Briga.

Le enseñé otras cosas. La recuerdo sentada con las piernas cruzadas en el bosque, mordiéndose las uñas mientras un rayo de sol perdido arrancaba destellos de su pelo dorado. Yo había encontrado una semilla ya dormida, en espera de la lejana primavera. Sosteniéndola en la palma, le dije a Briga que mirase. Entonces cerré los ojos y me concentré.

Cuando el sudor empezó a correrme por la frente, Briga exhaló un grito ahogado. Abrí los ojos y vi que la semilla se había abierto, revelando en su interior un minúsculo y pálido brote. Se desplegó tan lentamente que apenas pudimos ver movimiento alguno, pero la semilla abierta siguió ensanchándose hasta que el pequeño ser que contenía quedó expuesto a la luz.

Briga me miró con unos ojos enormes.

—¿Cómo has hecho eso? —me preguntó en un susurro lleno de temor reverencial.

Sonreí. Como había previsto, la magia había atravesado su propio caparazón de reserva.

—También tú podrías hacerlo —le aseguré—. Hay vida en ti y vida en la simiente. Cuando una llama con fuerza a la otra, tiene que haber una respuesta. ¿Quieres que te enseñe cómo?

Ella aplaudió como una criatura.

—¡Sí!

Pasamos el día allá. Quería enseñarle todo a la vez: cómo oír a los arcos iris, ver música y oler los colores.

Quería deslizar las manos a través de su cabello aromatizado por el sol.

Pero un jefe druida debe refrenarse, y así, me entregué a una instrucción que también tenía mucho de seducción. Mi objetivo era seducir al espíritu de Briga, y a tal fin le mostré las habilidades druídicas más sutiles y brillantes. Hice que el agua cantara para ella y llamé a mariposas que estaban fuera de temporada para que se posaran en sus manos.

Briga se reía conmigo. Le recitaba acertijos, secretos ocultos dentro de otros secretos como las curvaturas de una espiral, y ella me demostraba su comprensión enseñándome las mismas espirales en las yemas de sus dedos.

No la tocaba jamás. Sin embargo, entrábamos en contacto en algún nivel de conciencia en el que conversábamos sin palabras en un lenguaje que nadie más conocía. No, nunca la tocaba. La próxima vez ella debería buscarme. Tenía que haber un equilibrio. Pero a veces resistir el deseo era demasiado difícil.

Briga sólo era mía durante el día, e incluso entonces otros empezaban a rivalizar por mi atención. Tener un jefe druida joven y vigoroso estimulaba una nueva vida en la Orden. Una vez más, los padres comenzaban a llevar al bosque a sus hijos dotados y me pedían que los pusiera a prueba y les enseñara.

—¡Volveremos a ganarnos sus voluntades con briosas y nuevas canciones! —me jacté ante Tarvos—. Incluso es posible que devolvamos a la Orden su tamaño original, como cuando Menua era joven.

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