El Emperador (17 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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—¿Señas? —preguntó Hanley.

—Era bajita, de un metro sesenta. Más bien rolliza, con buenas curvas en todo caso. Cabellos negros y rizados. Reidora. Pechugona. El cartero recordaba que, cuando echaba un doble de cerveza con aquellas bombas que se empleaban entonces, era algo digno de verse. Pero Larkin se puso furioso cuando se enteró. Entró en el bar y se la llevó a casa. Y ella le abandonó, o desapareció, poco después.

Hanley se levantó y se estiró. Era casi medianoche. Dio una palmada en el hombro del joven detective.

—Es tarde. Váyase a casa. Escriba todo esto por la mañana.

El último visitante de Hanley, aquella noche, fue su inspector jefe, el que investigaba en el lugar del crimen.

—Todo está limpio —dijo a Hanley—. Se ha quitado hasta el último ladrillo, y no ha aparecido nada más que pueda ayudarnos.

—Entonces, tendrá que ser el cuerpo de la pobre mujer quien nos diga lo que nos falta por saber —dijo Hanley—. O el propio Larkin.

—¿Ha hablado ya? —preguntó el inspector jefe.

—Todavía no —contestó Hanley—, pero lo hará. Todos acaban por hablar.

El inspector jefe se marchó a su casa. Hanley telefoneó a su esposa y le dijo que pasaría la noche en la Comisaría. Poco después de medianoche, bajó a las celdas. El viejo estaba despierto, sentado en el borde de su camastro, contemplando la pared. Hanley hizo una señal con la cabeza al agente que estaba con él, y los tres pasaron a la sala de interrogatorios. El agente se sentó en un rincón, con la libreta de notas preparada. Hanley se enfrentó al viejo y pronunció la fórmula ritual:

—Herbert James Larkin, no está usted obligado a declarar. Pero todo lo que diga será anotado y podrá ser empleado como prueba contra usted.

Después, se sentó frente al viejo.

—Quince años, Mrs. Larkin. Es mucho tiempo para vivir en compañía de un cadáver. Fue en agosto de 1963, ¿verdad? Los vecinos lo recuerdan; el cura lo recuerda; incluso el cartero lo recuerda. Y ahora, ¿no quiere contármelo todo?

El viejo levantó los ojos, sostuvo la mirada de Hanley durante unos segundos y, después, volvió a bajarlos y se quedó mirando la mesa. No dijo nada. Hanley aguantó hasta casi el amanecer. Larkin no parecía fatigado, mientras que el policía del rincón bostezó repetidas veces. Larkin había sido vigilante nocturno durante años, recordó Hanley. Probablemente, estaba más despierto de noche que durante el día.

Cuando al fin se levantó Hanley, una luz gris se filtraba por el cristal mate de la ventana.

—Haga lo que quiera —dijo—. Puede guardar silencio, pero su Violet hablará. Extraño, ¿no? Hablará desde su tumba detrás de la pared, después de quince años. Pero le hablará al patólogo oficial dentro de pocas horas. Le dirá, en su laboratorio, lo que sucedió, cuándo sucedió y quizás, incluso, por qué sucedió. Entonces volveré y le acusaré.

Aunque le costaba enfadarse, el silencio del viejo empezaba a irritarle. No era que hablase poco, sino que no decía absolutamente nada. Se limitaba a mirar a Hanley, con aquella extraña expresión en los ojos. ¿Qué significaba aquella mirada?, se preguntó Hanley. ¿Nerviosismo? ¿Miedo de él, de Hanley? ¿Remordimiento? ¿Burla? No, no era burla. Esto no correspondía a su carácter.

Hanley pasó su manaza por la barbilla sin afeitar y volvió a su despacho. Larkin fue llevado de nuevo a su celda.

Hanley durmió tres horas en su sillón, con la cabeza echada hacia atrás, estirados los pies, roncando fuertemente. A las ocho se incorporó, fue al lavabo, se afeitó y se lavó. Dos admirados y jóvenes policías le sorprendieron allí a las ocho y media, al entrar de servicio como dos ratoncillos con zapatillas de felpa. A las nueve, había desayunado y estaba revolviendo una montaña de papeles acumulados. A las nueve y media, el capataz del contratista de la obra de Mayo Road llamó por teléfono. Hanley consideró su petición.

—Está bien —dijo al fin—, puede vallar el lugar y echar el cemento.

Veinte minutos más tarde, llamó el profesor McCarthy.

—Hemos estirado los miembros —dijo alegremente—. Y la piel es lo bastante blanda para aceptar el bisturí. Ahora lo estamos secando. Empezaré dentro de una hora.

—¿Cuándo podrá darme un informe? —preguntó Hanley.

—Depende de lo que quiera usted decir —respondió por teléfono la voz—. Para el dictamen oficial, necesitaré dos o tres días. Oficiosamente, podré decirle algo después de la hora del almuerzo. Al menos la causa de la muerte. Hemos averiguado lo de la ligadura alrededor del cuello. Era una media, como sospeché ayer.

El patólogo se avino a ir al despacho de Hanley al salir del depósito de cadáveres de Store Street, distante una milla, a las dos y media.

Nadie más le interrumpió aquella mañana, salvo el comandante Dawkins, que le telefoneó al mediodía.

—Ha habido suertecilla —dijo—. Encontré a un viejo amigo en el archivo del Ministerio de la Guerra. Me dio prioridad.

—Gracias, comandante —dijo Hanley—. Voy a tomar nota. ¡Adelante!

—No es gran cosa, pero confirma lo que pensamos.

«Lo que pensaste tú —dijo Hanley para sus adentros—. ¡Esa concienzuda cortesía inglesa…!»

—El soldado Herbert James Larkin llegó en el ferry de Dublín a Liverpool en octubre de 1940 y se inscribió como voluntario en el Ejercito. Recibió instrucción básica en el campamento de Catterick, Yorkshire. Destinado a la Guardia de Dragones del Rey. Enviado en un barco de transporte de tropas en marzo de 1941, para incorporarse a su regimiento en Egipto. Y ahora llegamos a la razón de que nunca ascendiese a cabo.

—¿Y fue?

—Le capturaron. Fue hecho prisionero por los alemanes durante la ofensiva de Rommel en otoño de aquel año. Pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros de Silesia, en el extremo oriental del Tercer Reich. Liberado por los rusos en octubre de 1944. Repatriado en abril de 1945, a tiempo de presenciar la terminación de la guerra en Europa, en mayo.

—¿Algo acerca de su matrimonio? —preguntó Hanley.

—Se casó cuando era todavía soldado, y por esto consta el dato en el archivo del Ejército. Se casó en la iglesia católica de St. Mary Saviour, Edmonton, North London, el 14 de noviembre de 1945. La esposa, Violet Mary Smith, trabajaba de camarera en un hotel. Tenía a la sazón diecisiete años. Como usted sabe, él fue licenciado con honores en enero de 1946, y se quedó en Edmonton, trabajando como guardián de un almacén hasta 1954. Es la última dirección que consta de él en los archivos del Ejército.

Hanley dio las más expresivas gracias a Dawkins y colgó el teléfono. Larkin tenía treinta y cuatro años, casi treinta y cinco, cuando se había casado con una joven de diecisiete. Ella debía tener veintiséis cuando vinieron a vivir a Mayo Road, y él cuarenta y tres, menos airosos que los de ella. Cuando ella murió, en agosto de 1963, tendría treinta y cinco y seguiría siendo muy atractiva y, probablemente, un poco sexy, mientras que él estaría en los poco interesantes cincuenta y dos. Sí; esto debió ocasionar problemas. Esperó con impaciencia la visita del patólogo.

El patólogo era hombre de palabra y, a las dos y media, se sentó en el sillón frente a Hanley. Sacó su pipa del bolsillo y empezó a llenarla tranquilamente.

—En el laboratorio no puedo fumar —se disculpó—. Y a fin de cuentas, el humo del tabaco disimula el olor a formol. Creo que usted'lo preferirá asi.

Y chupó la pipa, con satisfacción.

—Tengo lo que usted quería —dijo, sin más preámbulos, el profesor McCarthy—. Asesinato, sin género de duda. Estrangulación manual, con empleo de una media, y subsiguiente asfixia, además del shuck. El hueso hioides —y señaló un punto entre el mentón y la nuez— aparece fracturado en tres sitios. Antes de la muerte, sufrió un golpe en el cráneo, que produjo una contusión, pero no la muerte. Probablemente lo bastante fuerte para aturdir a la víctima y facilitar la estrangulación.

Hanley se echó atrás en su sillón.

—Magnífico —dijo—. ¿Puede decir algo sobre el año de la muerte?

—¡Oh! —exclamó el profesor, agarrando su cartera de documentos—. Tengo un regalito para usted.

Hurgó en la cartera y sacó una pequeña funda de politeno que contenía lo que parecía ser un trozo amarillento de periódico, de 15 x 10 cm.

—La herida del cráneo debió sangrar un poco. Para no manchar la alfombra, el asesino debió cubrir la zona lesionada del cráneo con un pedazo de periódico diario, en el que todavía se distingue la fecha.

Hanley tomó la funda de politeno y, con ayuda de la lámpara y de la lupa, estudió el fragmento impreso, a través del material transparente. Después, se incorporó vivamente.

—Desde luego —dijo—, es un trozo de periódico muy viejo.

—Efectivamente —convino McCarthy.

—Era un número atrasado, ya muy antiguo, cuando se empleó para cubrir la herida de la cabeza —insistió Hanley.

McCarthy se encogió de hombros.

—Puede que tenga razón —asintió—. Con un cadáver momificado como este, no se puede precisar con exactitud la fecha de la muerte. Pero sí con cierta aproximación.

Hanley se relajó.

—Es lo que quiero decir —declaró, aliviado—. Larkin debió coger una hoja de periódico que forraba un cajón o una alacena, y que debía llevar años allí. Por esto la fecha del periódico se remonta al 13 de marzo de 1943.

—Y también el cadáver —dijo McCarthy—. Yo calculo que la muerte se produjo entre 1941 y 1945. Probablemente poco después de la fecha que consta en el trozo de periódico.

Hanley le dirigió una larga y dura mirada.

—Mrs. Violet Mary Larkin murió en agosto de 1963 —dijo.

McCarthy le observó fijamente, aguantando la mirada del otro mientras volvía a encender su pipa.

—Creo —dijo amablemente— que no nos entendemos.

—Yo me refiero al cadáver que está en el depósito —repuso Hanley.

—También yo —asintió McCarthy.

—Larkin y su esposa llegaron de Londres en 1954 —dijo pausadamente Hanley—. Compraron la casa número 38 de Mayo Road, después de la muerte de su anterior propietario y ocupante. Se dijo que Mrs. Larkin se había fugado, abandonando a su marido, en agosto de 1963. Ayer encontramos su cuerpo en una cavidad, detrás de una pared falsa, mientras la casa era demolida.

—Usted no me dijo el tiempo que los Larkin habían vivido en aquella casa —observó, razonablemente, McCarthy—. Me pidió que hiciese un examen patológico de un cuerpo virtualmente momificado. Y ha sido lo que he hecho.

—Pero estaba momificado —insistió Hanley—. Seguramente, en estas condiciones, debe haber un margen de posibilidades muy amplio en lo tocante al año de la muerte.

—Pero no de veinte años —repuso serenamente McCarthy—. Es imposible que este cuerpo estuviese vivo después de 1954. Los análisis de los órganos internos dejan poco lugar a dudas. La media puede analizarse, desde luego. Y también el trozo de periódico. Como usted ha dicho, podían tener veinte años de antigüedad cuando fueron utilizados. Pero no así los cabellos, ni las uñas, ni los órganos. Es imposible.

Hanley sintió como si estuviera viviendo una pesadilla en estado de vigilia. Arremetía hacia la línea de meta, empleando toda su fuerza para abrirse paso entre los defensas ingleses en aquella última final de la Triple Corona en 1951. Estaba a punto de llegar cuando el balón empezó a resbalar entre sus manos. Por más que se esforzara, no podía sujetarlo…

Regresó a la realidad.

—Dejando aparte lo del tiempo, ¿qué más hay? —preguntó—. ¿Era una mujer baja, de un metro sesenta aproximadamente?

McCarthy meneó la cabeza.

—Lo siento, pero la longitud de los huesos no sufre alteración, ni siquiera después de estar treinta y cinco años detrás de una pared de ladrillos. Medía metro setenta y cinco, y era huesuda y angulosa.

—¿Tenía los cabellos negros y rizados? —preguntó Hanley.

—Completamente lisos y de color castaño oscuro. Todavía conserva algunos en la cabeza.

—¿Tenía unos treinta y cinco años cuando murió?

—No —contestó McCarthy—. Tenía más de cincuenta; había tenido hijos, dos, diría yo, y le practicaron una operación quirúrgica reparadora después del segundo parto.

—¿Quiere usted decir —preguntó Hanley— que, desde 1954, los dos, hasta que Violet se fugó, y Larkin solo, durante los últimos quince años, se sentaron en su cuarto de estar a dos metros de un cadáver emparedado?

—Así debió ser —dijo McCarthy—. Un cuerpo en estado de momificación, que debió producirse en poco tiempo en un medio tan caluroso, no emite olor. En 1954, presumiendo que fuese asesinada, como creo, en 1943, el cuerpo debía hallarse desde hacía tiempo en el mismo estado en que fue encontrado ayer. A propósito, ¿dónde estaba ese Larkin en 1943?

—En un campo de prisioneros de guerra, en Silesia —contestó Hanley.

—Entonces —dijo el profesor, levantándose—, él no mató y emparedó a esa mujer detrás de la chimenea. Y, siendo así, ¿quién lo hizo? Hanley cogió el teléfono interior y llamó a la sala de detectives. El joven sargento se puso al aparato.

—¿Quién —preguntó deliberadamente Hanley— era el hombre que poseyó y ocupó la casa de Mayo Road antes de 1954 y que murió aquel año?

—No lo sé, señor —dijo el joven.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—No tomé nota de esto, señor. Pero recuerdo que el anterior ocupante había vivido allí treinta años. Era viudo.

—Vaya si lo era —gruñó Hanley—. ¿Cómo se llamaba?

Hubo una pausa.

—No se me ocurrió preguntarlo, señor.

El viejo fue puesto en libertad dos horas más tarde, por la puerta de atrás, no fuera caso de que alguien de la Prensa estuviese rondando la entrada principal. Esta vez, no hubo coche de Policía ni escolta. El hombre llevaba en el bolsillo la dirección de un albergue municipal. Sin decir palabra, echó a andar y se introdujo en las callejas del Diamond.

En Mayo Road, se había instalado el trozo de verja que faltaba, y toda la zona de aparcamiento había quedado cerrada. Dentro de ella, en el sitio donde habían estado la casa y el jardín, una capa de cemento acababa de secarse. En la creciente penumbra del crepúsculo, el capataz y sus dos obreros pateaban el cemento.

De vez en cuando, el capataz golpeaba la superficie con el tacón herrado de una bota.

—Sin duda está lo bastante seco —dijo—. El jefe quiere que esto quede terminado y alquitranado esta noche.

Al otro lado de la calle, en el campo de cascotes, ardía lo último que quedaba del montón de barandas, peldaños, riostras, vigas, alacenas, marcos de puertas y ventanas, restos de la valla de tablas y del retrete exterior y del gallinero.

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