ALGUACILES.—¡Hombre más honrado.…! ¡Alma más noble! Quedaos con Dios, señor.… Adiós, señor Polichinela.
POLICHINELA.—Buenas noches.
ALGUACILES.—Quedaos con Dios, señor.… Adiós, señor Polichinela.
POLICHINELA.—Servidor.
ALGUACILES.—Quedaos con Dios, señor.… Adiós, señor.
POLICHINELA.—Hasta la vista.
(Los ALGUACILES bailan, haciendo sonar el dinero.)
FIN DEL PRIMER INTERMEDIO
ANTONIA Y CLEONTE
ANTONIA.—¿Qué desea el señor?
CLEONTE.—¿Lo que deseo?
ANTONIA.—¡Ah, sois vos…! ¡Qué sorpresa! ¿Qué venís a hacer aquí?
CLEONTE.—A saber cuál es mi destino; a hablar con Angélica; a consultar los sentimientos de su corazón y conocer su propósito sobre ese matrimonio fatal de que me ha advertido.
ANTONIA.—Sí; pero no es tan fácil hablar con la señorita. Es preciso idear una treta, porque ya sabéis la estrecha vigilancia en que vive, sin que se le permita salir, ni hablar con nadie. Sólo en obsequio a una anciana tía se le concedió aquella vez ir al teatro, donde la conocisteis; y Dios nos libre de hablar de esa aventura.
CLEONTE.—Por eso mismo no he querido venir aquí como Cleonte, sino como amigo del maestro de música de Angélica, al que he podido convencer de que me ceda su puesto.
ANTONIA.—Aquí llega el padre. Retiraos a un lado, que voy a anunciarle la visita.
ARGANTE, ANTONIA Y CLEONTE
ARGANTE
(Consigo mismo, muy perplejo).&mdash
; El médico me ha ordenado que pasee todas las mañanas, aquí mismo, en mi alcoba, de acá para allá, doce veces a un lado y doce al otro; pero se me olvidó preguntarle si los paseos deben ser a lo largo o a lo ancho de la habitación.
ANTONIA.—Señor… Ahí está…
ARGANTE.—¡Habla bajo, pécora! Me aturdes el cerebro, sin tener en cuenta que a los enfermos no se les puede gritar.
ANTONIA.—Quería advertiros de que…
ARGANTE.—¡Que hables bajo, te digo!
ANTONIA.—Señor…
(Gesticula como si hablara.)
ARGANTE.—¿Qué?
ANTONIA.—Os decía…
(Hace como si hablara.)
ARGANTE.—Pero ¿qué es lo que dices?
ANTONIA
(Alto)
.Digo que hay ahí un hombre que quiere hablar con el señor.
ARGANTE.—Que pase.
(ANTONIA hace señas a CLEONTE para que se acerque.)
CLEONTE.—Señor…
ANTONIA
(Burlona)
.—No habléis tan alto, que le retiemblan los sesos al señor.
CLEONTE.—Celebro el encontraros levantado y ver que estáis mejor.
ANTONIA
(Fingiendo indignación)
.—¿Quién os ha dicho que está mejor? No es cierto: el señor sigue mal.
CLEONTE.—He oído decir que el señor estaba más aliviado, y a juzgar por el semblante…
ANTONIA.—¿Qué queréis decir con eso del semblante? El señor tiene muy mala cara, y es una impertinencia decir que está mejor. Nunca estuvo tan mal como ahora.
ARGANTE.—Tiene razón.
ANTONIA.—Anda, duerme, come y bebe como todo el mundo; pero, a pesar de eso, está muy mal.
ARGANTE.—Es verdad.
CLEONTE.—Lo lamento, señor… Yo venía de parte del maestro de música de vuestra hija, que se ha visto precisado a marchar al campo por unos días; y, como tenemos una gran amistad, me ha rogado que continuase las lecciones, temeroso de que, al interrumpirlas, pueda olvidar vuestra hija lo que ya ha aprendido.
ARGANTE.—Perfectamente. Llama a Angélica.
ANTONIA.—Será mejor que el señor vaya a buscarla a su alcoba.
ARGANTE.—No, dile que venga.
ANTONIA.—Les conviene cierto recogimiento para dar la lección.
ARGANTE.—No.
ANTONIA.—Además, que os van a aturdir, y en el estado en que estáis, lo peor es que os carguen la cabeza.
ARGANTE.—Te digo que no. La música me deleita y me encontraré muy a gusto… Aquí viene ella. Ve a ver si mi mujer se ha levantado.
ARGANTE, ANGÉLICA Y CLEONTE
ARGANTE.—Ven acá, hija mía. Tu maestro de música ha tenido que ausentarse y envía a este amigo en su lugar.
ANGÉLICA.—¡Cielos!
ARGANTE.—¿Qué es eso? ¿De qué te sorprendes?
ANGÉLICA.—Es que…
ARGANTE.—¿Qué?
ANGÉLICA.—Una extraña coincidencia.
ARGANTE.—¿Cuál?
ANGÉLICA.—Esta misma noche, soñando, me encontraba en el trance más arriesgado, y, de improviso, apareció un caballero enteramente idéntico a este señor. Yo le pedí socorro y él, acudiendo en mi ayuda, me libertó del peligro. Figuraos mi sorpresa al encontrar ahora aquí a la persona con quien he estado soñando toda la noche.
CLEONTE.—Feliz ocurrencia la de ocupar vuestro pensamiento, ya en sueños ya en vigilia; pero mi dicha sería mucho mayor si al encontraros en verdadero trance me juzgarais digno de socorreros. No habría peligro al que no me arriesgara…
ANTONIA, CLEONTE, ANGÉLICA Y ARGANTE
ANTONIA
(Entrando y con burla)
.—Señor, me vuelvo atrás de todo lo que os dije ayer y me pongo de vuestra parte. Ahí están el señor Diafoirus y su hijo, que vienen a saludaros. ¡Que buen yerno tendréis! No hay joven más lucido ni más inteligente en el mundo. No ha dicho más que dos palabras que me han maravillado; vuestra hija va a quedar encantada.
ARGANTE
(A Cleonte, que hace intención de salir)
.—No os marchéis. Caso a mi hija, y he aquí que le traen a su futuro esposo, al que aún no conoce.
CLEONTE.—Me honráis demasiado, señor, haciéndome testigo de esta escena.
ARGANTE.—Él es hijo de un médico afamado. Espero que dentro de cuatro días celebraremos la boda.
CLEONTE.—Muy bien.
ARGANTE.—Avisad a vuestro amigo, el maestro de música, para que no falte a la ceremonia.
CLEONTE.—No faltará.
ARGANTE.—Y a vos también os ruego que asistáis.
CLEONTE.—Honradísimo.
ANTONIA.—Preparaos, que ya están aquí.
DICHOS, DIAFOIRUS y TOMÁS DIAFOIRUS
ARGANTE
(Llevándose la mano al gorro, pero sin quitárselo)
.— Perdonad, pero tengo prohibido descubrirme. Vos, que sois del oficio, conoceréis las razones.
DIAFOIRUS.—Nuestra presencia debe proporcionar alivio y no incomodidad al enfermo.
ARGANTE —Acepto…
(Hablan los dos a un tiempo, interrumpiéndose el uno al otro a cada palabra, lo que ocasiona un verdadero galimatías.)
DIAFOIRUS.—Venimos…
ARGANTE.—Con regocijo…
DIAFOIRUS.—Mi hijo Tomás y yo…
ARGANTE.—El honor que me hacéis…
DIAFOIRUS.—A testimoniaros…
ARGANTE.—Y hubiera deseado…
DIAFOIRUS.—El regocijo que experimentamos…
ARGANTE.—Ir a visitaros…
DIAFOIRUS.—Por la merced que nos habéis hecho…
ARGANTE.—Para expresaros mi reconocimiento…
DIAFOIRUS.—Accediendo a recibirnos…
ARGANTE.—Pero ya sabéis vos…
DIAFOIRUS.—Y honrándonos…
ARGANTE.—Lo que es un pobre enfermo…
DIAFOIRUS.—Con esta unión…
ARGANTE.—Y que ha de conformarse…
DIAFOIRUS.—Queremos hacer constar de igual modo…
ARGANTE.—Con deciros ahora…
DIAFOIRUS.—Que en aquello que dependa de nuestro oficio…
ARGANTE.—Que no perderá ocasión…
DIAFOIRUS.—Como en todo momento…
ARGANTE.—De daros a conocer…
DIAFOIRUS.—Estaremos solícitos…
ARGANTE.—Su adhesión…
DIAFOIRUS.—A expresaros nuestro celo.
(Se vuelve a su hijo y le dice.)
Avanza tú ahora, Tomás, y presenta tus homenajes.
TOMÁS
(Es un grandísimo necio, patarroso, que lo hace todo a destiempo.)
.—¿No es por el padre por quien debo empezar?
DIAFOIRUS.— Sí.
TOMÁS.—Señor: Aquí llego a saludar, reconocer, amar y reverenciar a un segundo padre. Pero a un segundo padre al cual, me atrevo a declararlo, soy más deudor que al primero. El primero me ha engendrado; vos me habéis elegido. Aquél me acogió por obligación; vos me adoptáis graciosamente. Lo que recibí del primero fué obra de la materia; lo que de vos recibo es acto de la voluntad; y tanto más las facultades espirituales son superiores a las materiales, tanto más os debo y tanto más aprecio esta futura unión, por la cual vengo ahora a expresaros anticipadamente mis más humildes y rendidos respetos.
ANTONIA.—¡Bendito sea el colegio de donde salen estos hombres!
TOMÁS.—¿He estado bien, padre?
DIAFOIRUS.—¡Optimo!
ARGANTE
(A ANGÉLICA.)
.—Vamos, saluda al señor.
TOMÁS
(A DIAFOIRUS.)
.—¿Debo besarle la mano?
DIAFOIRUS.—Sí, Sí.
TOMÁS
(A ANGÉLICA.)
.—Señora: Con justicia os ha concedido el cielo el título de madre, puesto que…
ARGANTE.—Esa no es mi mujer, es mi hija.
TOMÁS.—Pues ¿dónde está?
ARGANTE.—Vendrá ahora.
TOMÁS
(A DIAFOIRUS.)
.—¿Aguardo a que venga?
DIAFOIRUS.—Saluda a la hija.
TOMÁS.—Señorita: Así como de la estatua de Memnón salían sonidos armoniosos al ser iluminada por los rayos del sol, de igual manera me siento yo animado de un dulce transporte al recibir los resplandores de vuestra belleza. Y del mismo modo que, según observan los naturalistas, la flor llamada heliotropo gira sin cesar hacia el astro del día, así mi corazón desde ahora girará de continuo atraído por el fulgor de vuestros ojos adorables, que son mi único polo… Permitid, señorita, que deposite en el altar de vuestros encantos la ofrenda de este corazón, que ni alienta ni ambiciona otra gloria que la de ser mientras viva, vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor y marido.
ANTONIA
(En chanza)
.—¡Bien vale la pena quemarse las pestañas estudiando para poder decir luego cosas tan lindas!
ARGANTE
(A CLEONTE)
.—¿ Qué decís vos de esto?
CLEONTE.—Que estoy maravillado de oír al señor, y que si es tan buen médico como orador notable, dará gusto enfermar para ser asistido por él.
ANTONIA.—Seguramente. Si sus curaciones son como sus discursos, será cosa de pasmo.
ARGANTE.—Vaya, acérquenme mi butaca, y sentémonos todos. Tú aquí, hija mía.
(A DIAFOIRUS.)
Os doy la enhorabuena por tener tal hijo; ya veis cómo todos le admiran.
DIAFOIRUS.—Señor: No es porque sea mi hijo, pero tengo motivos sobrados para estar orgulloso. Todo el que le conoce habla de él como de un joven que no tiene pero. Nunca tuvo la imaginación viva, ni esa fogosidad que se echa de ver en algunos; pero por eso mismo auguré siempre que sería juicioso, cualidad indispensable para el ejercicio de nuestra profesión. De pequeño, jamás se le tuvo por un muchacho listo y despejado, como suele decirse: de carácter dulce, apacible y taciturno, no se le vio nunca entretenido en esas múltiples distracciones que se llaman juegos infantiles. A los nueve años aun no conocía las letras, y costó Dios y ayuda enseñarle a leer… «¡Bien! —me decía yo— los árboles tardíos son los que dan mejores frutos. Por costar más trabajo grabar en el mármol que escribir en la arena, son más duraderos los caracteres. Esta lentitud de comprensión, esta escasez imaginativa son síntomas de buen juicio en el porvenir.» Sus primeros años de colegio fueron muy duros; pero su obstinación supo vencer todas las dificultades, haciéndose lenguas sus profesores en elogio de su constancia y asiduidad en el trabajo… Al fin, a fuerza de batir en el yunque, ganó brillantemente su licenciatura; y puedo decir, sin envanecerme, que en las controversias suscitadas en nuestro colegio, desde hace dos años, ninguno armó tanto ruido como él. Es un discutidor formidable, que no deja pasar proposición sin llevar la contraria; y conservando sufrialdad en la disputa, aferrado como un turco a sus principios, no cede jamás en sus opiniones y lleva el razonamiento hasta los límites más recónditos de la lógica. Pero sobre todas sus cualidades la que más me agrada es que, guiándose de mi ejemplo, sigue ciegamente los principios de la escuela antigua, sin que haya querido discutir ni prestar atención a esos pretendidos adelantos y experiencias de nuestro siglo, tales como la circulación de la sangre y otras divagaciones de igual calibre.
TOMÁS
(Sacando un enorme mamotreto que ofrece a ANGÉLICA.)
.—He aquí la tesis sostenida por mí contra los partidarios de la circulación. Con la venia de vuestro padre, os la ofrezco como primicia de mi ingenio.
ANGÉLICA.—¿Para qué quiero yo eso si no entiendo jota?
ANTONIA.—Dádmelo, dádmelo a mí, que recortaré la orla y la pondré en mi cuarto.
TOMÁS.—Igualmente con permiso de vuestro padre, os invito a que asistáis uno de estos días a la disección de una mujer. Es un espectáculo muy entretenido y en el que tengo que actuar.
ANTONIA.—Debe ser divertidísimo. Hay quien lleva al teatro a su dama; pero invitarla a una disección es mucho más galante.
DIAFOIRUS.—Por lo demás, en lo que respecta a las cualidades que se requieren para el matrimonio y la propagación de la especie, puedo aseguraros que, según las reglas del arte, está a pedir de boca; posee en un grado loable la virtud prolífica, y su temperamento es justamente el que se requiere para engendrar y procrear hijos fuertes.
ARGANTE.—¿Y no entra en vuestros cálculos el irlo introduciendo en la corte y obtenerle una plaza de medico?
DIAFOIRUS.—Si he de deciros la verdad, nuestra profesión al lado de esa gente grande es muy desairada. Yo he preferido siempre vivir del público. Es más cómodo, más independiente y de menos responsabilidad, porque nadie viene a pedirnos cuentas; y con tal que se observen las reglas del arte, no hay que inquietarse por los resultados. En cambio, asistiendo a esos señorones, siempre se está en vilo, porque apenas caen enfermos quieren decididamente que el médico los cure.
ANTONIA.—¡Vaya una gracia! ¡Se necesita ser impertinente para pretender que lo cure el médico! Los médicos no son para eso; los médicos no tienen más misión que la de recetar y cobrar; el curarse o no, es cuenta del enfermo.
DIAFOIRUS.—¡Claro está! Uno no tiene más obligación que la de seguir el formulario.
ARGANTE
(A CLEONTE)
.—Haced un poco de música para que los señores oigan a mi hija.
CLEONTE.—Aguardaba vuestro mandato; pero ya había yo pensado, para hacer más agradable esta reunión, que cantáramos algunos pasajes de una obra nueva, recientísima.
(Dando unos papeles a ANGÉLICA.)
Tomad vuestro papel.