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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (62 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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CAPÍTULO XXV
Continuación de la misma materia

La verdad que la navegación ha aumentado en Europa considerablemente desde hace un par de siglos; esto le ha hecho ganar habitantes y se los ha hecho perder. De Holanda salen todos los años para las Indias muchos marineros y sólo vuelven dos terceras partes; los restantes perecen o se establecen en aquellos países; poco más o menos, debe suceder lo mismo a las otras naciones comerciales
[96]
.

No hay que juzgar de Europa como de un Estado particular que tuviera él solo una gran navegación. En ese Estado particular no menguaría la población; al contrario, crecería, porque de todas las naciones vecinas acudirían marineros para tomar parte en la navegación. Europa, aislada del mundo por los mares y por la religión
[97]
, no puede compensar sus pérdidas de este modo.

CAPÍTULO XXVI
Consecuencias

De lo dicho se deduce que Europa tiene todavia necesidad de leyes que favorezcan la multiplicación de la familia humana; por lo mismo, asi como los políticos griegos hablan siempre del excesivo número de ciudadanos que pesaban sobre la República, los políticos modernos hablan de los medios conducentes a aumentar la población.

CAPÍTULO XXVII
De la ley hecha en Francia para favorecer la propagación de la especie

Luis XIV concedió pensiones para los que tuvieran diez hijos, y otras mayores para los que tuvieran doce o más
[98]
; pero lo importante no era dar premios a los prodigios. Lo que hubiera convenido para formar cierto espiritu general que inclinase a la propagación de la especie, era establecer, a ejemplo de los Romanos, premios y penas generales.

CAPÍTULO XXVIII
De cómo puede remediarse la despoblación

Cuando un Estado se despuebla por accidentes particulares, como guerras, pestes, hambres, hay remedio para el mal. Los hombres que quedan pueden conservar el espíritu de trabajo y de industria; pueden buscar remedio a los daños padecidos y llegar a ser más industriosos que antes por efecto de la misma calamidad que sufrieron. El mal no es incurable sino cuando la despoblación ha sido lenta, cuando viene de muy atrás, por ser resultado de algún vicio interno o de una gobernación desastrosa. En este caso, los hombres han perecido por una dolencia insensible y habitual: nacidos en la flojedad y la miseria, víctimas de las violencias y preocupaciones del gobierno, se van aniquilando sin comprender la causa de su destrucción. Los países asolados por el despotismo o por los privilegios desmedidos que se otorgan al clero con perjuicio de los laicos, son dos grandes ejemplos de lo que decimos.

Para repoblar un país que de esta manera se hubiese despoblado, en vano se esperaría lograrlo por los nacimientos. Habría pasado la oportunidad y los hombres en sus desiertos no tendrían ánimos, ni actividad, ni industria. Con tierras bastantes para alimentar a un pueblo, apenas las habría para alimentar a una familia, para criar a los niños que nacieran. En semejantes países, el pueblo bajo no tiene parte ni aun en su miseria, es decir, en los yermos que los cubren. No hay más que eriales donde el clero, los príncipes, las ciudades y algunos individuos se han hecho insensiblemente dueños de todos los campos: estos quedan incultos y los trabajadores nada tienen. Las familias destruídas no han dejado más que pastos, y aun éstos son utilizados solamente por los poderosos.

En tal situación, habría que hacer en toda la extensión del imperio lo que hacían los Romanos en una parte del suyo: repartir las tierras entre las familias que no tienen nada, dándoles medios de desmontarlas y sembrarlas. Este reparto debería hacerse a medida que hubiese un hombre a quien entregar su parte, de modo que no hubiera un solo momento perdido para el trabajo.

CAPÍTULO XXIX
Asilos y hospitales

Un hombre no es pobre por no tener nada, sino por carecer de trabajo. El que trabaja, aunque nada posea, es tan rico o más que quien sin trabajar tenga una renta de un centenar de escudos. El que nada tiene, pero sabe un oficio, no es más pobre que el dueño de una tierra que él ha de labrar para poder vivir. El artesano que deja su arte por toda herencia a sus hijos, les deja un caudal multiplicado por el número de ellos. No le sucede lo mismo al que les deja unas fanegas de tierra, pues se han de dividir en vez de multiplicarse por el número de hijos.

En los países comerciales, donde muchos individuos no tienen más que su arte, se ve a menudo el Estado en la obligación de proveer a las necesidades de los ancianos, de los inválidos y de los huérfanos. Un Estado bien organizado encuentra en las artes mismas los medios de cumplir ese deber; a los unos les da el trabajo de que sean capaces, a los otros les enseña a trabajar, que también es un trabajo.

Por muchas limosnas que en la vía pública se le den a un pobre, no quedan cumplidas las obligaciones que con él tiene el Estado, el cual le debe al pobre la alimentación, la existencia asegurada, la ropa conveniente y un género de vida que no comprometa su salud.

Aureng-Zeb, a quien se le preguntó por qué no edificaba asilos, respondió
[99]
:
Enriqueceré tanto mi imperio, que no harán falta
. Mejor hubiera dicho:
Empezaré por hacer rico mi imperio y luego construiré los hospitales
.

Riqueza de un Estado supone gran industria. Siendo muchos los ramos de comercio, no es posible que todos estén siempre en la prosperidad, por consiguiente los trabajadores de alguno de ellos pasarán a veces por privaciones, aunque sean momentáneas.

Entonces llega la ocasión de que el Estado acuda pronto al remedio, sea para impedir que el pueblo sufra, sea para evitar que se revuelva; es entonces cuando hacen falta hospicios, o medidas adecuadas para precaver las consecuencias posibles de un estado de miseria.

Pero cuando la nación es pobre, la pobreza particular se deriva de la general; es, por decirlo así, una parte de la miseria común. En este caso, no bastan a remediarla todos los hospitales del mundo; al contrario, estimulando la pereza, aumentan la pobreza general y consiguientemente la particular.

Enrique VIII, cuando quiso reformar y morigerar la Iglesia en Inglaterra, lo primero que hizo fue suprimir los frailes, gente perezosa que mantenía la pereza de todo el mundo, no sólo con su ejemplo, sino porque practicaba la hospitalidad; infinidad de vagos y de ociosos, lo mismo de la nobleza que de la burguesía, pasaban la vida de convento en convento y comían sin trabajar. El mismo rey de Inglaterra suprimió también los hospitales y asilos, donde el pueblo bajo hallaba manutención y albergue como los otros en los monasterios. Desde aquellos cambios empezó a desarrollarse en Inglaterra el espíritu comercial e industrial
[100]
.

En Roma, gracias a los hospicios, todo el mundo lo pasa bastante bien menos los que trabajan, menos los que tienen alguna industria, menos los cultivadores de las artes, menos los que labran la tierra o se dedican al comercio.

He dicho que las naciones ricas necesitan hospitales, porque en ellas está expuesta a mil accidentes la suerte de cada uno; pero se comprende que los socorros pasajeros serían preferidos a los establecimientos perpetuos. Donde el mal es momentáneo, el socorro debe ser lo mismo: aplicable al accidente particular y sin ningún carácter permanente.

LIBRO XXIV
De las leyes con relación a la religión establecida en cada país, considerada en sus prácticas y en sí misma.
CAPÍTULO I
De las religiones en general

Como entre tinieblas se puede juzgar cuáles son menos espesas y entre abismos cuáles son menos profundos, así también entre las falsas religiones puede apreciarse cuáles sean las más conformes al bien de la sociedad, las que, si no llevan a los hombres a la bienaventuranza en la otra vida, contribuyen en ésta a su felicidad.

No examinemos, pues, las diversas religiones sino en cuanto al bien que se saca de ellas en el orden civil, lo mismo si hablamos de la que tiene su origen en el cielo que si nos referimos a las que tienen su raíz en la tierra.

Como no soy teólogo sino escritor político, podrá haber en esta obra cosas que no sean enteramente verdaderas más que en el sentido humano, en la manera humana de pensar, pues no he necesitado considerarlas con relación a verdades más sublimes.

Respecto a la verdadera religión, será bastante un poco de equidad para comprender que no he pretendido posponer sus intereses a los políticos, sino armonizar los unos con los otros; para lo cual es preciso conocerlos.

La religión cristiana, al ordenar que los hombres se amen entre sí, quiere sin duda que cada pueblo tenga las mejores leyes políticas y las mejores leyes civiles, por ser éstas, después de la religión, el mayor bien que los hombres pueden dar y recibir.

CAPÍTULO II
Paradoja de Bayle

El señor Bayle ha pretendido probar
[1]
que más vale ser ateo que idólatra, o, en otros términos, que es menos malo no tener religión que tener una religión falsa.
Preferiría
, dice,
que se negara mi existencia, a que se me tuviera por un hombre malo
. Esto no es más que un sofisma: para la humanidad no importa nada que se crea o se niegue la existencia de cierto hombre, pero es muy útil que se crea en la existencia de Dios. De la idea de que no lo hay se deduce la de nuestra independencia; y si esta idea es inconcebible, se concibe a lo menos la de nuestra rebelión. Decir que la religión no es un freno porque no enfrena siempre, es como si se dijera que las leyes civiles tampoco son represivas por no haberlo sido en algún caso. Es mala manera de razonar contra la religión el reunir en un volumen el largo repertorio de los males que ha causado, omitiendo los bienes que ha producido. Si yo me propusiera enumerar todos los males que han ocasionado en el mundo las leyes civiles, la monarquía, la República, diría cosas tremendas. Aunque fuera inútil que los súbditos profesaran una religión, no lo sería que los príncipes creyeran en alguna, la cual sería el único freno que atascara a los que no temen las leyes de los hombres.

El príncipe que ama la religión y que la teme, es un león que se amansa ante la mano que lo acaricia o la voz que aplaca su fiereza; el que la teme sin amarla, y más si la aborrece, es como una fiera encadenada mordiendo la cadena que le impide arrojarse sobre los transeúntes; el que ni la teme ni la ama porque no tiene religión ninguna, es como el animal dañino que no se siente libre sino cuando embiste, despedaza y devora.

La cuestión no está en saber si es preferible que un hombre o un pueblo carezcan de religión o que abusen de ella, sino en saber si es mejor abusar algunas veces de la religión o que no exista ninguna.

Para atenuar el horror del ateísmo se pinta la idolatría con colores demasiado negros. No es cierto que los antiguos si erigían altares a algún vicio, demostraran con ello que lo amaban; al contrario, era señal de que lo aborrecían. Cuando los Lacedemonios alzaron un templo al Miedo, esto no quería decir que aquella nación valiente le pidiera al dios Pan que llevara el pánico al corazón de sus guerreros. Había divinidades a las que pedían que les inspirasen tal o cual sentimiento, y otras a las que rogaban que los libraran de él.

CAPÍTULO III
El gobierno moderado conviene más a la religión cristiana y el despótico a la mahometana

La religión cristiana se aviene mal con el despotismo puro; la dulzura recomendada por el Evangélio es opuesta a la cólera despótica del soberano, a las crueldades de un déspota.

Como la religión cristiana ha prohibido la pluralidad de mujeres, los príncipes no viven recluídos en sus palacios, están más en contacto con sus súbditos, son más hombres; se hallan más dispuestos a limitar sus facultades y a comprender que no lo pueden todo.

Mientras los príncipes mahometanos dan sin cesar la muerte o la reciben, la religión hace más tímidos o menos crueles a los príncipes cristianos.

El príncipe cristiano cuenta con sus súbditos, y a su vez los súbditos cuentan con su príncipe. La religión cristiana, que al parecer no tiene más objeto que la felicidad en la otra vida, nos hace felices además en ésta.

La religión cristiana, a pesar de la extensión del imperio y del vicio del clima, ha impedido que el despotismo se establezca en Etiopía, llevando a esa parte de Africa las leyes y las costumbres de Europa.

Como cristiano, el príncipe heredero de Etiopía da a los demás súbditos ejemplo de amor, de obediencia, de fidelidad. Bien cerca de allí se ve cómo el mahometismo encierra a los hijos del rey de Senar y que, cuando éste muere, el Consejo los manda degollar en honra y servicio del que sube al trono
[2]
.

Si consideramos los continuos asesinatos y matanzas de los reyes y caudillos griegos y romanos; si recordamos también las ciudades que destruyeron; si no echamos en olvido cómo asolaron el Asia Tamerlán y Gengiskán, veremos que somos deudores al cristianismo de cierto derecho político en el gobierno y de cierto derecho de gentes en la guerra, que la humanidad nunca le agradecerá bastante.

Ese derecho de gentes es el que hace que la victoria, cuando no se ciega en la embriaguez de la sangre deje a los pueblos vencidos lo que más le interesa: la vida, la libertad, las leyes, los bienes, y siempre la religión.

Puede decirse que los pueblos de Europa no están hoy más desunidos que lo estaban los pueblos y los ejércitos, o unos ejércitos de otros, en el imperio romano, cuando éste degeneró en despótico y militar: se recompensaba entonces a los combatientes dejándoles entrar a saco en las ciudades, se despojaba a los vencidos de sus posesiones, se confiscaba las tierras y se repartían entre los vencedores.

CAPÍTULO IV
Consecuencias del carácter de la religión cristiana y del de la mahometana

Visto el carácter de la religión cristiana y el de la mahometana, se debe sin más examen abrazar la una y rechazar la otra; porque es para nosotros mucho más evidente que una religión debe suavizar las costumbres de los hombres, que no el que sea verdadera. Es triste para la humanidad que la religión sea dada por un conquistador. La mahometana, que no habla de otra cosa sino de la violencia, obra siempre en los humanos con el destructor espíritu que la fundó.

La historia de Sabacón, uno de los reyes pastores
[3]
, es admirable. El dios de Tebas se le apareció en sueños y le ordenó matar a todos los sacerdotes de Egipto. Sabacón juzgó que no reinaba a gusto de los dioses, puesto que le mandaban hacer cosas opuestas a su voluntad, y se retiró a Etiopía
[4]
.

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