El estanque de fuego (6 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: El estanque de fuego
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Fritz planteó una objeción:

—Se pueden comunicar entre sí y con la Ciudad por medio de rayos invisibles.

Julius sonrió.

—Esa cuestión también podemos arreglarla. Ahora habladnos de los Trípodes. Delante de vosotros tenéis papel y lápices. Dibujad bocetos de ellos. Además, dibujar os refrescará la memoria.

Estuvimos una semana en el castillo antes de desplazarnos al norte. Durante este tiempo supe, por Larguirucho y los demás, algo de los grandes pasos dados durante el año anterior para recuperar los conocimientos de los antiguos. Supuso un gran avance una expedición a las ruinas de una de las grandes ciudades, en donde se encontró una biblioteca que contenía miles y miles de libros que explicaban las maravillas de la época anterior a la llegada de los Trípodes. Esto brindó el acceso a todo un mundo de sabiduría. Ahora era posible, según me dijo Larguirucho, construir esos objetos que por medio de una energía llamada electricidad despedían una luz mucho más brillante y constante que la de las lámparas de petróleo y las velas a que estábamos acostumbrados. Era posible obtener calor mediante una determinada disposición de cables, construir un vehículo que se desplazaba no tirado por caballos, sino por medio de un pequeño motor interno. Cuando dijo esto, yo miré a Larguirucho.

—¿Entonces se podría hacer que el Shemand-Fer volviera a funcionar como antes?

—Muy fácilmente. Sabemos tratar los metales mecánicamente, construir la piedra artificial que los antiguos llamaban cemento. Podríamos erigir edificios muy altos, volver a crear grandes ciudades. Somos capaces de enviar mensajes por medio de los rayos invisibles que utilizan los Amos, ¡incluso enviar imágenes por el aire! Hay muchísimas cosas que podemos hacer o que podríamos aprender a hacer en poco tiempo. Pero sólo nos concentramos en las cosas que significan una ayuda directa e inmediata para derrotar al enemigo. Por ejemplo, en uno de nuestros laboratorios hemos construido una máquina que utiliza temperaturas muy elevadas para taladrar metales. La tenemos aguardándonos en el norte. «¿Laboratorios? ¿Qué sería aquello?», me pregunté. Muchas de las cosas que decía Larguirucho me dejaban confundido. Los dos habíamos aprendido mucho durante el tiempo que estuvimos separados, pero sus conocimientos eran muy superiores y mucho más prodigiosos que los míos. Parecía mucho mayor. Aquél ridículo artilugio de cristal que llevaba la primera vez que posamos la vista en él, en aquella taberna llena de humo, en un pueblo francés de pescadores, lo había sustituido por un aparato perfectamente simétrico que llevaba sobre el caballete de su nariz larga y afilada. Le daba un aire de madurez y autoridad. Me dijo que recibía el nombre de gafas y que las llevaban muchos otros científicos. Gafas, científicos… había muchas palabras que describían cosas que escapaban a mis conocimientos.

Creo que se dio cuenta de lo perdido que yo estaba. Me hizo preguntas sobre mis experiencias y yo le dije lo que pude. Lo escuchó todo atentamente, como si la normalidad de mis viajes fuera algo tan interesante e importante como las cosas fantásticas que él había aprendido y hecho. Se lo agradecí de corazón.

Establecimos el campamento en unas cuevas no muy alejadas del lugar previsto para la emboscada. La barca que íbamos a usar, un velero de pesca de cuarenta pies, estaba muy cerca, con las redes desplegadas, a fin de dar un aspecto de inocencia. (De hecho hicimos una buena captura, sobre todo de caballa; cogimos raciones para nosotros y el resto volvimos a tirarlo). Cierta mañana nos ocultamos bien, en tanto dos de los nuestros se alejaban y escondían tras unas rocas para ver pasar al Trípode. Los que nos quedamos en la cueva lo oímos de todos modos; lanzaba una de las llamadas cuyo significado desconocíamos, un horrísono gorjeo. Cuando se perdió a lo lejos, Julius dijo:

—Puntual, al minuto. Ahora empieza nuestro trabajo.

Trabajamos denodadamente en la preparación de la trampa. Nueve días no son tanto tiempo si hay que excavar la cantidad de tierra suficiente como para que quede un hoyo en el que quepa un objeto cuyas patas miden cincuenta pies, y además tender una trama que sustente el camuflaje. Haciendo un alto cuando cavaba, Larguirucho habló soñadoramente de algo denominado excavadora que era capaz de mover toneladas de piedras y tierra. Pero se trataba de otra cosa que no hubo tiempo suficiente de recrear.

En todo caso, ejecutamos la labor y nos sobró un día. Ese día se hizo más largo que los ocho anteriores. Estábamos sentados en la boca de la cueva mirando un mar frío, gris, en calma, salpicado de niebla. Por lo menos el viaje por mar no debiera ofrecer muchas dificultades. Es decir, después de haber atrapado al Trípode y de haber capturado a nuestro Amo.

A la mañana siguiente el tiempo continuó frío y seco. Ocupamos nuestras posiciones, —todos—, con más de media hora de antelación sobre la hora prevista para que pasara el Trípode. Fritz y yo estábamos juntos, Larguirucho con el hombre que manipulaba el emisor de interferencias. Éste era un aparato capaz de emitir unos rayos invisibles que bloqueaban los rayos que salían del Trípode o se dirigían hacia él, aislándolo momentáneamente de todo contacto con el exterior. Yo abrigaba muchas dudas al respecto, pero Larguirucho se mostraba muy confiado. Decía que estos rayos podían quedar interrumpidos por causas naturales, como las tormentas: los Amos pensarían que habría ocurrido algo así, hasta que fuera demasiado tarde para hacer nada.

Lentamente transcurrían los minutos y los segundos. Poco a poco mi concentración fue transformándose en una especie de aturdimiento. Volví bruscamente a la realidad cuando Fritz me tocó en el hombro. Miré y vi que el Trípode rodeaba la ladera de una colina, hacia el sur, dirigiéndose directamente hacia nosotros. Me puse inmediatamente en tensión, física y anímicamente, pensando en el papel que me correspondía. Se movía a velocidad normal. En menos de cinco minutos… Entonces, sin previo aviso, el Trípode se detuvo. Se paró con uno de los tres pies en alto; tenía el absurdo aspecto de un perro que mendiga un hueso. Siguió así por espacio de tres o cuatro segundos. El pie bajó. El Trípode prosiguió su avance; pero ya no se dirigía hacia nosotros. Había cambiado de dirección y pasó a dos millas de donde estábamos, por lo menos.

Totalmente asombrado lo vi proseguir su camino y desaparecer. De detrás de un grupo de árboles que había al otro lado de la trampa salió Andrè, nuestro jefe, haciendo señas. Fuimos a reunirnos con él, al igual que los demás.

Pronto se detectó el fallo. La vacilación del Trípode coincidió con la entrada en funcionamiento del emisor de interferencias. Se detuvo y después se escabulló. El hombre que manejaba el aparato dijo:

—Debería haber esperado hasta que estuviera encima de la trampa. No creí que reaccionara así.

Alguien preguntó:

—¿Ahora qué hacemos?

El sentimiento de decepción era evidente en todos nosotros. Todo el trabajo y la espera para nada. Hacía que todo nuestro proyecto de derrotar a los Amos pareciera algo desesperado, casi infantil.

Julius se acercó cojeando. Dijo:

—Esperar, por supuesto, —su calma era reconfortante—. Esperar hasta la próxima vez y entonces no usaremos el emisor de interferencias hasta el ultimísimo momento. Entretanto podemos ensanchar la trampa aún más.

De modo que el trabajo y la espera prosiguieron durante otros nueve días; la hora cero volvió a llegar. El Trípode hizo su aparición, igual que antes; bordeó la ladera de la colina y llegó al punto donde se paró la otra vez. En esta ocasión no se detuvo. Pero tampoco se dirigió hacia nosotros. Sin dudarlo siguió el mismo recorrido que la vez que se paró. Verlo partir totalmente fuera de nuestro alcance resultó algo más que una doble amargura.

Cuando celebramos el consejo de guerra teníamos el ánimo decaído. Pensé que hasta Julius se sentía desanimado, aunque hacía todo lo posible porque no se le notara. A mí me resultó completamente imposible ocultar la desesperación.

Julius dijo:

—Es fácil de entender. Ellos efectúan recorridos fijos cuando patrullan. Si por algún motivo se modifica la trayectoria, la variación se mantiene en los viajes sucesivos.

Un científico dijo:

—Seguramente tendrá relación con el piloto automático, —me pregunté qué sería aquello—. El curso está preestablecido y si uno se desvía se establece una nueva pauta que se convierte en permanente a menos que sea a su vez modificada. Me doy cuenta de en qué consiste el mecanismo.

Lo cual era más de lo que yo podía hacer. Hablar de las causas y del origen me parecía importante. La cuestión era: ¿Cómo atrapar al Trípode ahora?

Alguien sugirió excavar otra trampa en medio del nuevo recorrido. El comentario cayó en medio de un silencio que sólo Julius rompió.

—Podríamos hacer eso. Pero ahora pasa a más de dos millas de la orilla y el terreno intermedio es muy malo. No hay camino, ni siquiera un sendero. Creo que los tendríamos a nuestro alrededor antes de haber recorrido con nuestro prisionero la mitad de la distancia que hay hasta la orilla.

Volvió a hacerse el silencio, más prolongadamente. Después de unos segundos Andrè dijo:

—Supongo que podríamos aplazar esta operación momentáneamente. Podríamos encontrar otro recorrido cercano al mar y trabajar allí.

Otro dijo:

—Tardamos cuatro meses en encontrar éste. Encontrar otro podría llevarnos otro tanto o más.

Y todos los días contaban: no hacía falta que nos lo recordaran a ninguno. Volvió a hacerse el silencio. Intenté pensar algo, pero en mi cerebro sólo descubrí un vacío impotente. Hacía un viento cortante y el aire olía a nieve. La tierra y el mar estaban igualmente negras y desoladas, el cielo cada vez más bajo. Por fin habló Larguirucho. Dijo, con timidez debido a la presencia de los mayores.

—No parece que la interferencia de la semana pasada le haya hecho sospechar. Si así fuera no habría vuelto a acercarse tanto; o bien se habría acercado aún más para investigar. La modificación del recorrido es… bueno, más o menos un accidente.

Andrè asintió:

—Eso parece cierto. ¿Y de qué nos vale?

—Si pudiéramos volver a atraerlo hacia el antiguo recorrido…

—Excelente idea. El único problema es cómo. ¿Qué hay que pueda atraer a un Trípode? ¿Lo sabes? ¿Lo sabe alguien?

Larguirucho dijo:

—Estoy pensando en una cosa que me dijo Will, algo que él y Fritz vieron.

Les refirió brevemente la historia que le conté sobre la Cacería. Escucharon, pero cuando terminó uno de los científicos dijo:

—Tenemos conocimiento de eso. Ocurre también en otros lugares. Pero es una tradición fomentada tanto por los hombres que tienen Placa como por los Trípodes. ¿Sugieres que instauremos una tradición en el transcurso de los próximos nueve días?

Larguirucho empezó a decir algo, pero le interrumpieron. Todos teníamos los nervios a flor de piel y era fácil mostrarse impaciente. Sin embargo, Julius acabó con la interrupción.

—Sigue, Jean Paul.

A veces tartamudeaba un poco cuando estaba nervioso y así lo hizo ahora. Pero el impedimento desapareció, pues se animó con lo que iba diciendo.

—Estaba pensando… sabemos que sienten curiosidad por las cosas extrañas. Cuando Will y yo íbamos en balsa río abajo… uno de ellos se desvió de su camino y destrozó la balsa con el tentáculo. Si alguien consiguiera llamar su atención y acaso llevarlo hasta la trampa… Creo que podría resultar.

Podría resultar, cierto. Andrè objetó:

—Llamar la atención y después aguantar sin caer en sus garras el tiempo suficiente como para llevarlo hasta nosotros… me parece que es mucho pedir.

—A pie, —dijo Larguirucho—, sería imposible. Pero en la Cacería que vieron Will y Fritz los hombres iban a caballo. Uno aguantó bastante tiempo y recorrió una distancia tan grande como la que nos hace falta, si no mayor, antes de que lo atraparan.

Se hizo nuevamente una pausa mientras nosotros pensábamos en lo que había dicho. Julius dijo, reflexivamente:

—Pudiera resultar. ¿Pero podemos tener la seguridad absoluta de que va a tragarse el cebo? Como tú dices, sienten curiosidad por las cosas extrañas. Un hombre a caballo… Los ven todos los días a montones.

—Si el hombre llevara una vestimenta brillante… y tal vez el caballo pintado…

—De verde, —dijo Fritz—. Es su color, después de todo. Un hombre verde montado en un caballo verde. Creo que eso le llamaría la atención, seguro.

Hubo un murmullo de aprobación ante la idea. Julius dijo:

—Me gusta. Sí, podría servir. Ahora sólo nos hacen falta el caballo y el jinete.

Noté cómo la emoción se adueñaba de mí. Eran la mayoría científicos, no estaban acostumbrados a acciones físicas tan normales como montar a caballo. Obviamente los candidatos más cualificados éramos Fritz y yo. Además, «Crin» y yo estábamos acostumbrados el uno al otro y nos entendíamos muy bien después de viajar un año juntos.

Dije, captando la mirada de Julius:

—Señor, si se me permite sugerirlo…

Le aplicamos a «Crin» un tinte verde que después se podía lavar. Llevó bien la afrenta y sólo soltó unos pocos bufidos de protesta. Era un color esmeralda brillante, muy chillón. Yo llevaba una chaqueta y unos pantalones de aquel mismo tono. Cuando Larguirucho me acercó a la cara un trapo empapado de aquel tinte me negué, pero al confirmarlo Julius, accedí. Fritz que estaba mirando, estalló en carcajadas. No era muy dado a las risas, pero me imagino que entonces no debía de estar familiarizado con espectáculos tan cómicos.

Durante los nueve días anteriores ensayé una y otra vez el papel que me tocaba en los sucesos de aquella mañana. Tenía que llamar la atención del Trípode cuando rodeara la colina, y en cuanto hiciese un movimiento en dirección a mí, galopar a toda velocidad hacia la trampa. Habíamos dispuesto un estrecho pasadizo por encima, y esperábamos que pudiese con el peso de «Crin» y con el mío; lo señalizamos con unas marcas que debían ser suficientemente claras para mí y, sin embargo, no levantar sospechas entre los Amos que fueran en el Trípode. Esto último parecía el riesgo mayor, así que pecamos de cautelosos. El pasadizo que yo tenía que atravesar era endeble y estaba mal definido; en tres o cuatro ocasiones nos encontramos con que estábamos fuera del trazado y un tirón nos salvó en el último momento de caer al abismo.

Ahora, por fin, todo estaba dispuesto; los preparativos estaban hechos, sólo faltaba pasar a la acción. Revisé las cinchas de «Crin» por décima vez. Los demás me estrecharon la mano y se retiraron. Me sentí muy solo cuando los vi marchar. Ahora venía nuevamente la espera, a un tiempo familiar y desconocida. Esta vez era más crucial, y esta vez yo estaba solo.

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