Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
De repente, Marie siente que una inmensa rabia le abrasa el pecho. Intenta contenerla, pero no puede.
—Soy demócrata y protestante. Tengo una cuenta en el Bangor Bank y compro en los almacenes de esos sinvergüenzas de Wal-Mart. Ah, se me olvidaba, fumo Old Brown, estoy a favor del aborto, perdí la virginidad a los dieciséis años y desde entonces follo con todos los tíos que encuentro. Y con las chicas también. Me encantan las chicas guapas. Me encanta el tacto de su piel y el sabor de su sexo en mis labios. Y sobre todo, me llamo Marie. Marie Megan Parks. ¿Te enteras, asqueroso devorador de cadáveres? ¡Me llamo Marie Megan Parks y me cago en ti!
—Ave María.
Marie se ha sobresaltado tanto que siente crujir sus articulaciones contra la madera de la cruz. El dolor vibra en sus tendones y en sus huesos. El contacto se ha establecido. Es preciso mantenerlo a toda costa.
—Se lo suplico, siga hablándome.
Caleb la mira. Sus brazos están levantados en señal de adoración. Su carne brilla en la oscuridad. Marie siente cómo se extiende el entumecimiento por sus miembros. Las náuseas retuercen su vientre. Está vaciándose. Otro chisporroteo en el auricular. La voz de Bannerman desciende por su conducto auditivo.
—Marie, estamos aquí…, ¿me oyes?
Bannerman, maldito pedazo de idiota… El FBI está ahí. Las últimas palabras del sheriff arrancan lágrimas de felicidad a Marie.
La voz de Caleb retumba de nuevo en la oscuridad. Se diría que busca las palabras. Se diría que juega con ellas. Que le fascinan. No…, otras voces hablan a través de él. Decenas de voces que se acercan como los ladridos de una jauría de perros en la lejanía. «Dios mío, está hablando pero sus labios no se mueven».
Las voces se unen y estallan. Surgen de la boca abierta de Caleb, envuelven a Marie como un torbellino, la cubren y la ahogan. Son tan fuertes que Marie tiene la impresión de que mil gargantas gritan al mismo tiempo que Caleb. Distingue alaridos de angustia que flotan en la superficie de esa cacofonía. Gritos de odio y llamadas de socorro: las innumerables víctimas de Caleb, mujeres, niños y ancianos. Luego, de repente, la voz de Caleb resuena como una trompa en la tormenta.
—Yo soy la balanza y el peso. Yo soy el astil que pesa las almas. Yo soy el capataz de la obra de la Creación. La palanca que levanta el mundo. Yo soy el Otro, el contrario de todo, la nada y el vacío, el caballero de las Profundidades. Yo soy el Viajero.
* * *
Los gritos cesan y el viento de las voces amaina. El chisporroteo de los cirios. El zumbido de las moscas. Caleb ha cerrado los ojos. Está en trance. Una hoja de acero cubierta de inscripciones satánicas brilla débilmente en su mano. Es un cuchillo ritual. La ceremonia va a empezar. A Marie le castañetean los dientes, un castañeteo continuo que se interrumpe un instante cuando le parece ver que unas formas oscuras se deslizan al fondo de la cripta.
Frunce los ojos y distingue una treintena de formas en movimiento que avanzan entre los cadáveres. Cuando vuelve a centrar su atención en Caleb, se estremece de horror al ver que él también la mira. Una sonrisa ilumina sus ojos. Entonces, mientras el silbido de los visores láser invade la cripta, Marie comprende. Caleb sabe que están ahí. Ha percibido su presencia desde el momento en que han empezado a bajar la escalera. No, es peor aún que eso: sabía que iban a ir. Lo ha hecho todo premeditadamente, lo ha organizado todo, lo ha planificado todo. Es un manipulador. Ha dejado las huellas justas tras de sí para atraer a Marie hacia sus redes. Sabía que, secuestrando a Rachel, ella se lanzaría en su persecución. La conoce, sabe que ve cosas que los demás no ven.
Los puntos rojos de los láseres se han quedado inmóviles sobre el sayal de Caleb. Como en los entrenamientos, cada tirador ha seleccionado un órgano vital y ha acompasado su respiración. Llevan cascos con mira infrarroja y detectores de calor. No pueden fallar. Van a freírlo, a despedazarlo en cuanto se mueva. Una voz resuena en las tinieblas.
—¡FBI! ¡No mueva ni un dedo!
Marie mira a Caleb. Ha previsto morir allí. Tiene que morir ahora, forma parte de su plan. Marie intenta avisar a los francotiradores que tienen a Caleb en su visor, pero de su garganta atenazada no sale ningún sonido. Entonces, lentamente, el asesino levanta los brazos y el cuchillo que empuña titila a la luz de los cirios.
Caleb acaba de hacer el gesto que los chicos del FBI esperaban. El pretexto legal para disparar al cabrón que se ha atrevido a clavar a uno de los suyos en una cruz. Los francotiradores cierran el dedo sobre el gatillo. Contienen la respiración para no moverse ni un milímetro. Parece que Caleb abre la boca. Se despide de Marie… Marie, que mueve la cabeza de derecha a izquierda para detener a los francotiradores. Demasiado tarde. Varias ráfagas estallan. Como al ralentí, ve las pavesas que escapan de los cañones, los casquillos humeantes expulsados por las culatas. Ve los impactos que sacuden el cuerpo de Caleb, los charcos rojos que salpican su sayal. Sus brazos continúan levantados en señal de plegaria. Mira a Marie, sonríe. Luego sus dedos se separan y sueltan el cuchillo, que rebota en el suelo. Una última ráfaga lo dobla por la cintura y lo obliga a arrodillarse. Su cabeza se inclina, su barbilla toca el pecho, sus brazos caen sobre las rodillas. Ha ganado.
La tempestad de disparos se aleja. Marie ha cerrado los ojos. Oye la voz de Bannerman a lo lejos, los tiros de gracia que los agentes del FBI disparan a quemarropa en el cráneo y la nuca de Caleb. Luego las fuerzas la abandonan. Ni siquiera nota ya los clavos que tiran en sus heridas. Se aferra un momento a las briznas de realidad que todavía le llegan antes de ceder y sumergirse en las tinieblas.
Hospital Liberty Hall, Boston.
Ocho días más tarde
Tiritando bajo el soplo glacial de los climatizadores, la agente especial Marie Parks aspira los efluvios de formol y de desinfectante que invaden el depósito de cadáveres del hospital Liberty Hall de Boston. Los locales ocupan la totalidad del sótano y se extienden sobre una superficie de dos mil metros cuadrados divididos en cámaras frías, laboratorios de disección y salas de autopsia. Ahí es donde coinciden la mayoría de los cadáveres de Boston y sus alrededores. Los suicidas, las víctimas de accidentes de tráfico y los fallecidos por causas poco claras que deben ser sometidos a un examen post mórtem por orden del fiscal general del estado de Massachusetts.
Las últimas salas del depósito, las mayores y más iluminadas, están reservadas al servicio médico forense del Liberty Hall y su acceso está prohibido, excepto al personal de la policía científica. Los cadáveres llegan allí en bolsas de plástico de color negro o gris: gris para los asesinados, negro para los asesinos.
Al abrigo de estas gigantescas salas de hormigón y baldosas blancas, un ejército de forenses sierra cajas torácicas y abre vientres muertos para buscar pruebas de crímenes: el ribete azul que el arsénico deja en los lóbulos del hígado, los coágulos negros y viscosos de los bazos reventados por los choques, las cervicales desplazadas por las estrangulaciones, los pulmones perforados y los corazones traspasados por balas de gran calibre. Los forenses completan este examen visual explorando la boca y los orificios naturales: un poco de saliva, una gota de sangre, la firma genética de un cabello o de un poco de semen imprudentemente depositado en las entrañas de una mujer violada.
Sobre ese magma de cuerpos en descomposición, el hospital Liberty Hall levanta sus catorce pisos de cristal y acero, donde enfermos y moribundos se reparten entre once servicios de medicina general y un centro de reanimación y de cuidados intensivos. Ahí, en el último piso, era donde la agente especial Marie Parks había ingresado con carácter de urgencia. Ahí era donde los cirujanos se habían relevado para limpiar y suturar sus heridas.
Pasó los siete días siguientes tendida en la cama, mientras las enfermeras cambiaban sus vendajes y alimentaban su gotero con antibióticos. Siete días durante los cuales Parks se dormía envuelta en el calor reconfortante de su habitación para despertarse crucificada en medio de las tinieblas de la cripta. Siete días recuperando fuerzas entre el ruido ya familiar del electrocardiógrafo y de los carritos con ropa blanca que los auxiliares empujaban por el pasillo. Siete noches debatiéndose en la cruz y gritando bajo la mordedura de los clavos.
Parks había rechazado los neurolépticos que los médicos habían prescrito para reducir la intensidad de sus visiones. Nada peor que un flash bajo el efecto de esos medicamentos: una visión al ralentí en la que cada detalle se amplifica, una pesadilla interminable en la que el sufrimiento se alarga hasta el infinito.
Al amanecer del octavo día, Parks se despertó tranquila y descansada. La visión se había borrado, solo quedaban los ojos de Caleb brillando en la oscuridad de la cripta. Un recuerdo más en el vertedero de sus otros recuerdos. Con la diferencia de que, como el FBI lo había matado, sin duda las imágenes de sus asesinatos se atenuarían con el paso del tiempo.
«A no ser que Caleb no esté muerto».
Marie intenta reprimir ese pensamiento. La misma vocecita que resuena en su cerebro siempre que tiene miedo. La voz de Marie de pequeña hablando a sus muñecas.
Roma, Ciudad del Vaticano.
Seis de la mañana
Al cardenal Oscar Camano le gusta ese instante del día en que el ribete rojo del amanecer se impone poco a poco al azul de la noche. Todas las mañanas, después de haber dejado atrás el Coliseo, donde tantos cristianos ilustres derramaron su sangre para mayor gloria de Dios, ordena a su chófer que detenga la limusina en la piazza della Chiesa Nuova y se adentra solo en las callejuelas de Roma en dirección al puente de Sant'Angelo.
Podría dejarse llevar hasta San Pedro, como otras eminencias más jóvenes que él suelen hacer. También podría ir en línea recta hacia el río y bajar por Borgo Santo Spirito. Pero no, aunque llueva, sople viento o la artrosis de su rodilla le esté haciendo sufrir un calvario, el cardenal da siempre un rodeo por el puente de Sant'Angelo. Después se desvía hacia la izquierda, por via della Conciliazione, y sube hasta las cúpulas del Vaticano como si fuera el final de una peregrinación. Esos paseos solitarios sirven ante todo de preámbulo al ajetreo agotador de sus jornadas: el cardenal Oscar Camano, cabeza de la secretísima orden de la Legión de Cristo, es el temido director de la Congregación de los Milagros, uno de los dicasterios más poderosos del Vaticano. Tan poderoso, en realidad, que ni siquiera el cardenal secretario de Estado, pese a ser primer ministro de la Iglesia, ha conseguido meter jamás la nariz en los expedientes de Camano.
Otros cardenales, no menos poderosos, venderían su alma para tener acceso a los archivos de los Milagros. Porque esos vejestorios corroídos por la ambición sabían que era precisamente el carácter excepcionalmente secreto de su misión lo que convertía a esa congregación en uno de los órganos más temidos en el Vaticano.
Antes de pronunciar los votos, todos los miembros de la Congregación de los Milagros cursaban trece años de estudios en los seminarios de la Legión de Cristo. Luego, tras haber seleccionado a los mejores de cada promoción, la orden los enviaba a las más renombradas universidades, donde coleccionaban doctorados. Una formación larga y agotadora que convertía a los hombres de Camano en especialistas entregados en cuerpo y alma a la autentificación de los milagros y a la investigación de las pruebas de la existencia de Dios. Esa era la misión principal de la congregación: el examen riguroso de los signos visibles e invisibles.
En cuanto se descubría un milagro o una manifestación satánica, Camano mandaba a sus hombres a comprobar si esos fenómenos eran, efectivamente, sobrenaturales o si amenazaban con poner en entredicho las verdades enseñadas por el dogma. Porque era posible que un milagro entrara en conflicto con el interés superior de la Iglesia. Y Camano debía asegurarse discretamente de que esas manifestaciones divinas iban en el sentido de las Sagradas Escrituras; en caso contrario, debía cortarlas de raíz si representaban un peligro para la estabilidad del Vaticano.
Una vez efectuadas esas primeras verificaciones, los doctores de la Legión de Cristo redactaban un informe que llegaba hasta Roma a través de los canales más opacos de la Iglesia. Los sacerdotes de Camano introducían aquellos datos en sus ordenadores y buscaban si se había producido el mismo milagro en otros lugares o en otra época. La mayoría de las veces, esas comprobaciones no daban ningún resultado. En consecuencia, se mantenía ese fenómeno bajo vigilancia y se pasaba al siguiente.
Pero en ocasiones los ordenadores descubrían un milagro o un maleficio idéntico que se reproducía desde hacía siglos a intervalos regulares. Partiendo del principio de que un oráculo de la Iglesia se estaba cumpliendo y de que quizá Dios quería recordar a los hombres su buena disposición hacia ellos, la Legión de Cristo se ponía en estado de alerta y el Papa estampaba su firma apostólica y declaraba inmediatamente el expediente secreto.
Esa era otra de las preocupaciones de Camano: obtener la declaración de un milagro o de un maleficio antes de que las demás congregaciones —o peor aún, los periodistas-metieran las narices en el asunto. Ante la duda, hacía que el Papa sellara todos los fenómenos que la Congregación de los Milagros instruía en primera instancia. Después, si resultaba que al final un expediente no presentaba ningún interés, lo devolvía al dominio público. Por eso Camano estaba estresado. También por eso, tenía muchos enemigos.
Pero la misión de la Congregación no acababa con el examen de las pruebas de la existencia de Dios; esa tarea interminable ocultaba otra en realidad, tan oscura y peligrosa que ni siquiera los enemigos del cardenal habían sospechado jamás todo su alcance. Cuando un milagro se repetía a través de los siglos y, sobre todo, ese milagro respondía una y otra vez a una manifestación satánica —como si esos dos opuestos intentaran vencerse—, eso significaba que quizá una antigua profecía estaba a punto de cumplirse y que el mundo estaba en peligro. Los legionarios de Cristo revisaban entonces los archivos donde se encontraban los escritos y los signos anunciadores de los grandes cataclismos: el Diluvio, la caída de Sodoma, las grandes plagas de Egipto y los siete sellos del Apocalipsis de san Juan, así como las predicciones de Nostradamus, de Malaquías, de Leonardo de Pisa y de los grandes santos de la cristiandad, y otros tantos oráculos de la cólera de Dios que los hombres de Camano estaban encargados de vigilar al margen de su misión oficial. Unas señales que diversos legionarios de Cristo acababan de descubrir unos meses atrás en Asia, en Europa y en Estados Unidos: estigmas de la Pasión, curaciones misteriosas, estatuas que sangran y posesiones colectivas, así como profanaciones de cementerios e inmolaciones. Asesinatos rituales también. Crímenes en serie que presentaban el mismo modus operandi. Asesinatos que, en opinión de Camano, eran tanto más inquietantes porque afectaban exclusivamente a religiosas. Y no a cualesquiera. Este último detalle era el que había provocado la alerta general: desde hacía unas semanas, unos informes secretos procedentes de las bases avanzadas de la Legión indicaban que una treintena de religiosas habían sido asesinadas en varios conventos de la santa orden de las hermanas recoletas. Más preocupante todavía era que se había encontrado a las monjas en cuestión crucificadas y profanadas, con el cuerpo destrozado por una fuerza monstruosa. Con hierro candente el asesino les había grabado en el torso cuatro letras: INRI, abreviatura latina que los romanos habían clavado encima de Jesucristo. Con la diferencia que, en el torso de las torturadas, esas cuatro letras iban acompañadas de un pentáculo que enmarcaba a un demonio con cabeza de macho cabrío: el signo de Bafomet, el más poderoso caballero del Mal, el arcángel de Satán.