Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
—Dígame.
—¿Cómo puede saber todo eso sin formar parte usted mismo del Humo Negro?
Mendoza cruza una mirada con el cardenal Giacomo, que no ha abierto la boca desde el comienzo de la conversación. El anciano prelado de la congregación de los obispos mueve la cabeza y dice:
—A principios de los sesenta, cuando iba a dar comienzo el Concilio Vaticano II, logramos infiltrar un agente en el seno del Humo Negro. No era la primera vez que el Vaticano intentaba una operación de este tipo. A lo largo de los siglos, once agentes habían sido hallados muertos tras haber fracasado en su intento. El error de nuestros predecesores era haber subestimado al enemigo. Pero ¿cómo podríamos reprochárselo, teniendo en cuenta que todavía hoy ignoramos exactamente a qué enemigo nos enfrentamos?
Un silencio.
—Con la experiencia de estas tentativas fracasadas, examinamos minuciosamente los expedientes de los futuros obispos hasta quedarnos con uno: un joven protonotario apostólico llamado Armondo Valdez; su ejemplar recorrido demostraba que era de una honradez y de una devoción sin fisuras. Así pues, lo convocamos para revelarle la existencia del Humo Negro y proponerle que se infiltrara en esa cofradía. No le ocultamos en absoluto los peligros que tal misión implicaba. Aceptó y, para finalizar su formación, lo enviamos a la Academia pontificia y a varias nunciaturas sensibles de todo el mundo. Al mismo tiempo, nuestros exorcistas se encargaron de iniciarlo en las fuerzas del Mal y el culto del innombrable.
Un silencio. El cardenal Mendoza toma el relevo.
—Transcurrieron cuatro años, durante los cuales Valdez llegó a obispo y luego a cardenal. Un ascenso fulgurante que solo podía ser imputable a la influencia del Humo Negro. Unas semanas después de este nombramiento, un mensaje cifrado por él nos informó de que había sido admitido en la cofradía. Una operación que nos había exigido cerca de siete años de paciencia y de noches en blanco.
Otro silencio.
—Tal como le habíamos ordenado, el cardenal Valdez permaneció inactivo durante tres años más a fin de implantarse lo más profundamente posible en el seno del Humo Negro. Luego, cuando nos hizo saber que ya formaba parte del círculo cerradísimo de los ocho cardenales que estaban a la cabeza de la cofradía, lo reactivamos. Entonces empezó a investigar a los arcanos del Humo Negro; sus informes llegaban a misiones que tenían orden de transmitírnoslos por canales de seguridad.
—¿Qué tipo de canales?
—Casi siempre por mediación de simples misioneros que estaban encargados de recoger los informes de nuestro agente en consignas de aeropuerto y entregárnoslos en mano.
—¿Qué había en esos informes?
—La misión del cardenal Valdez era doble: identificar las ramificaciones de Novus Ordo por el mundo y averiguar la identidad de los otros siete cardenales a la cabeza del Humo Negro. En particular la del gran maestre. La dificultad radica en que los dignatarios del Humo Negro no se conocen y acuden a las reuniones de la cofradía con máscara y distorsionador de voz. No se puede traicionar a los que no se conoce. Solo el gran maestre y su cardenal más fiel conocen a los demás miembros, pero ninguno de ellos ha visto nunca la cara de sus condiscípulos. Sin embargo, sabemos que hace una semana el cardenal Valdez consiguió fotografiar a uno de ellos en un pequeño cottage situado en el norte de Escocia. Envió a varias misiones repartidas por el mundo un pergamino escrito utilizando el código templario y las fotos en cuestión.
—¿El gran maestre?
—No. El cardenal camarlengo Campini, el número dos del Humo Negro. Un silencio.
—¿Y quién es el número uno?
—Lo único que sabemos es que la cofradía lo ha designado a él para suceder al difunto Papa si el Humo Negro consigue orientar en su favor los votos del cónclave. Lo que parece confirmarse con lo que don Gabriele acaba de contarnos y con la desaparición trágica del sucesor oficial del Papa en el accidente del vuelo de Cathay Pacific sobre el océano.
—¿El cardenal Centenario? Señor, no pensará en serio que…
—Eso es lo que el cardenal Valdez también había descubierto: los preparativos del atentado y su ejecución la víspera de la última reunión del Humo Negro.
—Entonces, ¿el gran maestre es uno de los cardenales que ocupan un puesto en el Vaticano?
—Es posible. En cualquier caso, es alguien a quien conocemos muy bien.
—¿Y el cardenal Valdez no puede hacer nada para detener el proceso desde el interior?
Mendoza y Giacomo cruzan una mirada. A continuación, el anciano secretario de Estado añade con voz cansada:
—Desde el principio acordamos con el cardenal Valdez que, si llegara a sucederle algo, recibiríamos una carta sellada en la que se indicaría el lugar donde podríamos encontrar los informes completos de sus treinta años de investigación en el seno de la red de Novus Ordo.
—¿Y…?
Mendoza saca un sobre de su sotana. Giovanni cierra los ojos.
—Ese documento lo recibimos anoche por correo especial. Viene del Lazio Bank de Malta.
—Entonces todo está perdido.
—Quizá no.
—¡Vamos, eminencia! Valdez está muerto, Centenario y diez prelados desaparecidos en pleno océano, la mitad de los conclavistas van a enterarse de que su familia está amenazada de muerte si no votan a favor del candidato adecuado, el camarlengo controla el Vaticano en espera del desenlace del cónclave, ¡y nosotros no conocemos la identidad del gran maestre del Humo Negro!
—Es aquí donde yo intervengo, eminencia.
Giovanni se vuelve hacia don Gabriele, que sonríe de nuevo.
—Tengo curiosidad por saber cómo va a hacerlo.
—Mis hombres lo llevarán al aeropuerto, donde montará en un helicóptero que lo dejará en Marina di Ragusa, en el extremo sur de Sicilia. Desde allí irá en una barca de pesca hasta Malta. Si se pone en camino enseguida, puede estar en La Valetta cuando abran el Lazio Bank.
—¿Y por qué no hacer todo el viaje en helicóptero?
—Porque mi territorio acaba en Marina di Ragusa y porque los helicópteros hacen ruido y pueden caer.
—¿Y los barcos no se hunden?
—Los míos no.
Giovanni se vuelve hacia el cardenal Mendoza.
—Olvida un detalle importante.
—¿Cuál?
—Me esperan para participar en el cónclave. Es más, deben de estar empezando a preocuparse por mi ausencia.
El anciano cardenal le tiende a Giovanni una carpeta de cartulina que contiene unas fotos tomadas por la policía de una colisión en cadena que se ha producido a última hora de la tarde en las afueras de Roma. En una de ellas, el joven cardenal ve un Jaguar aplastado entre un gran camión de transporte y una furgoneta.
—¡Dios mío, es mi coche! Se lo había prestado a un obispo amigo mío que tenía que hacer un viaje rápido a Florencia. Iba a devolvérmelo esta noche.
—Monseñor Gardano. Ha muerto en la colisión. Un fallecimiento providencial.
—¿Cómo dice?
—Oficialmente, usted ha muerto en la ambulancia que lo trasladaba a la clínica Gemelli de Roma. El cirujano del difunto Papa se lo confirmará a los agentes del Humo Negro, que estaban sorprendidos de su ausencia en el cónclave. El cadáver de Gardano ha quedado en tal mal estado que el engaño debería poder mantenerse unas horas. Lo que le deja hasta el amanecer para llegar a Malta y traer los informes del cardenal Valdez.
—¿Y si se dan cuenta de que el cadáver que está en el depósito de la Gemelli no es el mío?
—Entonces tendrá usted razón en algo.
—¿En qué?
—En que todo estará perdido.
Mientras las últimas notas del órgano se pierden entre los efluvios de incienso, los enterradores bajan el ataúd del Papa a las grutas donde descansan los sumos pontífices de la cristiandad. El féretro golpea las paredes del pozo a medida que las cuerdas se deslizan entre las manos enguantadas. Los cardenales se inclinan para aspirar el perfume de eternidad que asciende de las catacumbas del Vaticano. Una última corriente de aire helado, y los enterradores vuelven a colocar la pesada lápida. El cardenal Camano escucha el ruido sordo que esa tonelada de mármol produce al caer sobre su pedestal. Después yergue la cabeza y contempla a los otros prelados.
Sin apartar los ojos de la lápida, el camarlengo habla en voz baja con el cardenal gran penitenciario, el vicario general de la diócesis de Roma y el arcipreste de la basílica vaticana. Este último tiene aspecto de estar furioso. Camano imagina por qué. Según las leyes de la Iglesia, las exequias del Papa deberían haberse celebrado durante nueve días seguidos. Y el plazo protocolario establecía un mínimo de seis días más después del entierro, durante los cuales las congregaciones deberían haberse reunido en el palacio apostólico para preparar el cónclave. O sea, un mínimo de dos semanas y un máximo de veinte días completos entre el fallecimiento del Papa y el comienzo de la elección. En lugar de eso, enterraban al Pontífice como si fuera un leproso y convocaban el cónclave la misma noche, como si se tratara de una reunión de conspiradores.
Ante tantos susurros irritados, Campini permanece impertérrito. Recuerda en voz baja los momentos particularmente graves que la Iglesia está atravesando y la obligación del camarlengo de dotar cuanto antes a la nave de un nuevo capitán. El arcipreste de la basílica se dispone a insistir cuando Campini se vuelve de sopetón y gruñe en la penumbra que no es ni el lugar ni el momento para ese tipo de conciliábulos. Pálido a causa de la afrenta, el arcipreste retrocede unos pasos.
Examinando a hurtadillas al resto de prelados de la curia, Camano se da cuenta de que todos se observan de reojo, como si trataran de averiguar qué cardenales forman parte del Humo Negro. Es lo malo de esa cofradía: ninguna marca distintiva, ni tatuaje, ni símbolo satánico, ni la menor señal que permita reconocer a sus miembros. Por eso el Humo Negro ha podido mantenerse a lo largo de los siglos sin dificultad; nunca ha habido más de ocho cardenales al frente de la organización y nunca ha quedado constancia de la menor de sus actividades.
Camano se yergue mientras su protonotario le susurra al oído que acaban de encontrar muerto en una laguna de Venecia a Armondo Valdez, cardenal arzobispo de São Paulo.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Es preciso interrumpirlo todo, eminencia. Es preciso cancelar el cónclave y avisar a los medios de comunicación. La situación es demasiado grave.
Sin dignarse contestar, el cardenal Camano saca de su sotana un sobre y se lo tiende discretamente a su interlocutor. Contiene tres fotografías de los alrededores de Perusa: una vieja casa rodeada de viñas, una chica y tres niños esposados y amordazados, tres criminales encapuchados los apuntan con sendas pistolas. El protonotario susurra al oído de Camano:
—Señor, ¿quiénes son estas personas?
—Mi sobrina y sus hijos. Los criminales son sin duda esbirros del Humo Negro. La mayoría de los conclavistas han recibido el mismo tipo de sobre con un mensaje anunciando que se les darán las consignas de voto cuando empiece el cónclave.
—¿Se da cuenta de lo que eso significa?
—Sí. Significa que si alguien avisa a los medios de comunicación o a las autoridades, nuestras familias serán ejecutadas en el acto.
—¿Qué hacemos entonces?
—Esperemos al cónclave. Allí estaremos todos encerrados y el candidato del Humo Negro no tendrá más remedio que darse a conocer. En ese momento veremos lo que podemos hacer.
De pronto, el toque de difuntos suena en el campanario de San Pedro. Los cardenales de la curia se dirigen hacia la basílica. Fuera, las campanas hacen temblar los adoquines de la plaza y el corazón de los miles de peregrinos inmóviles bajo la llovizna. La multitud se abre para dejar paso a la doble fila de cardenales electores de camino hacia el cónclave: ciento dieciocho príncipes de la Iglesia con hábito rojo cruzan en silencio las puertas del Vaticano, que los guardias cerrarán en breve, para dirigirse a la capilla Sixtina, donde pronto comenzará la elección del próximo papa.
Una sacudida. El 4x4 acaba de adentrarse en un camino que conduce al corazón de un bosque de pinos negros. Parks abre los ojos y ve cómo desaparece la luna a medida que el coche se interna entre los árboles. Se estira.
—¿Dónde estamos?
—Llegando.
Con un ojo en la pantalla del GPS y el otro en el camino lleno de baches e iluminado por los faros, el sacerdote conduce a tumba abierta en medio de las roderas. De vez en cuando frena para leer en la penumbra los carteles de madera y luego pisa el acelerador y arranca de nuevo levantando una lluvia de barro.
Tres kilómetros más lejos, para el coche delante de un zarzal. Quita el contacto y señala un sendero.
—Es por ahí.
Parks baja. Los árboles huelen a moho y a musgo. Siguiendo los pasos de Carzo, camina entre las zarzas. Ni un soplo de viento. Ni un ruido. Tiene la impresión de que el aire es más puro, más fresco.
El bosque se hace menos denso y la luna llena ilumina de nuevo a los caminantes. El suelo, que se había inclinado bajo sus pies, vuelve a ser llano. Acaban de llegar a una especie de promontorio donde los árboles han renunciado a crecer, un claro natural. Ahí es donde se alzan las murallas del convento de las agustinas de Bolzano. Entre las murallas agrietadas de la fortaleza se entrevé un patio circular y unos edificios en ruinas.
—Es aquí.
—Lo sé.
—¿El Papa asesinado por una conspiración de cardenales satanistas? ¿Qué coño has fumado?
Valentina Graziano se moja los labios en la taza de café que Pazzi acaba de servirle. Traga un sorbo y sigue mentalmente el recorrido del brebaje ardiente, que se extiende por su estómago. Luego deja la grabadora de Ballestra encima de la mesa del comisario y pulsa la tecla de reproducción. Mientras Pazzi se arrellana en el sillón para escuchar, Valentina cierra los ojos y piensa en esas últimas horas en las que ha estado a punto de morir…
Petrificada de terror mientras los asesinos de Mario se dirigían hacia ella, la joven encontró finalmente fuerzas para huir. La plaza del Panteón estaba desierta. Giró hacia la fuente de Trevi, donde esperaba coincidir con una procesión que le permitiría librarse más fácilmente de sus perseguidores. Pero en la explanada de la fuente lo único que había eran unos farolillos abandonados. Sin aliento, Valentina profirió un grito al ver que los monjes seguían estando menos de cincuenta metros detrás de ella, a pesar de que no habían corrido ni en un solo instante.