El evangelio del mal (6 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Los ojos de las muñecas se entornan y se apagan. Las arañas caen suavemente al suelo, los escorpiones vuelven al baúl de los juguetes, que se cierra con un chirrido. Ya está, la pesadilla puede empezar.

Capítulo 17

Marie ha entrado en el cuerpo de Jessica. Sueña que tiene los ojos abiertos y que debe volver a dormirse a toda costa para que la pesadilla acabe. La pesadilla de medianoche. La peor. Pero ¿cómo puede uno dormirse cuando ya está durmiendo?

Presta atención. Un bebé llora en la habitación de al lado. El señor Fletcher canta una nana. A través del tabique de yeso, Marie oye la música machacona de un móvil de cuna y el chirrido regular de los balancines de la cuna al ser mecida para que el bebé se duerma. Pero el bebé berrea. Suelta hipidos provocados por el enfado y el terror mientras el señor Fletcher canturrea. Las palabras son tiernas, pero el tono, en cambio, es glacial. Luego, el bebé recupera el aliento y profiere un grito continuo que agujerea los tímpanos de Marie. Entonces, mientras los chirridos de la cuna aceleran, Marie capta otros ruidos, sordos y metálicos. Como tijeretazos en una almohada. El bebé se ahoga. Sus gritos se apagan. Los chirridos de la cuna se hacen más lentos y se detienen. Se hace el silencio.

Un roce de zapatillas sobre el parquet del pasillo. Como todas las noches, el señor Fletcher hace un recorrido por los dormitorios para comprobar que los niños duermen. Abre una puerta. Un hilo de voz atemorizada llega hasta los oídos de Marie. Es Kevin, el hermanito de Jessica, al que los chirridos de la cuna han despertado. Papá dice «chisss…» Arropa a Kevin y le acaricia las mejillas. Marie, aterrorizada, oye los mismos ruidos metálicos de antes. Vuelve a hacerse el silencio. El señor Fletcher canturrea en las tinieblas.

Marie se ha refugiado bajo el edredón. Oye cómo crujen las zapatillas sobre el parquet del pasillo, cómo rechina la manivela de la puerta al bajar. A través de la ranura de sus ojos entreabiertos, distingue la silueta del señor Fletcher en el hueco de la puerta, su bonito traje de tres piezas, su cara sudorosa y el reflejo del cuchillo de cocina que esconde bajo la manga manchada de sangre. Y, sobre todo, ve sus ojos muertos. Ojos de muñeca de porcelana.

Es absolutamente preciso que Marie se duerma, que salga del cuerpo de Jessica. Oye la respiración sibilante del señor Fletcher, que se acerca. Percibe su olor mientras se inclina sobre su rostro. Nota cómo su gran mano se desliza sobre el edredón, acaricia sus piernas y sube por sus caderas. Nota el reguero pegajoso que esa mano deja en el edredón al subir por su cuerpo. Oye la voz del señor Fletcher, un vozarrón desagradable y triste, que dice:

—Jessica, ¿estás dormida?

Marie finge dormir. Sabe que si el papá de Jessica cree que está dormida, quizá la deje vivir. Nota que su mano la zarandea suavemente para despertarla; percibe su aliento sobre la mejilla. Un olor agrio de whisky, de pistachos tostados y de vómito. El papá de Jessica ha bebido. El papá de Jessica ha despertado al monstruo, al devorador de niños. Su vozarrón susurra en la oscuridad:

—No me tomes por gilipollas, putita. Sé muy bien que te estás haciendo la dormida.

Marie nota que los labios helados del señor Fletcher se mueven muy cerca de los suyos. Una lágrima de terror asoma por el rabillo de sus ojos y aumenta de tamaño bajo sus párpados. Sabe que no podrá contenerla.

—Vale, Jessica, ya que te pones así, voy a soplarte sobre los ojos. Y si mueves los párpados querrá decir que no estás dormida.

Marie aprieta los puños con todas sus fuerzas para contener esa lágrima que brilla entre sus pestañas. Nota la ligera corriente de aire que el papá de Jessica envía hacia sus párpados. Un temblor. La lágrima se desliza por su mejilla. El señor Fletcher sonríe en la oscuridad.

—Ahora los dos sabemos que te estás haciendo la dormida. Voy a contar hasta treinta para darte tiempo a encontrar un buen escondrijo. Cuando haya terminado, si te encuentro, te mataré.

Marie no puede moverse. Oye la voz del señor Fletcher que empieza a contar en la oscuridad. A medida que cuenta hacia atrás, ella nota el efecto de los somníferos, que se concentran y vuelven a tomar poco a poco el control de su cerebro. La voz se aleja. El cuchillo se eleva y brilla en la oscuridad. Su resplandor se debilita. El señor Fletcher ha acabado de contar. Marie se sobresalta al sentir que la hoja traspasa su piel y se hunde en sus entrañas. Una quemazón lejana, algodonosa como un recuerdo. Ya está, los somníferos vuelven a hacer efecto. La pesadilla se descompone y las imágenes se desintegran. Marie se sumerge de nuevo en las tinieblas. Era la pesadilla de medianoche.

Capítulo 18

Marie había empezado a tener pesadillas a raíz de un accidente de tráfico. Un choque frontal entre un peso pesado y su autocaravana lanzada a toda velocidad. Conducía Mark, su compañero. Rebecca, su hija de corta edad, iba entre ellos en una silla de bebé, sujeta con los cinturones. Mark y Marie discutían. Él había bebido unas copas de más en la inauguración de la casa de los Hanks, que acababan de instalarse en las afueras chics de Nueva York. Una enorme casa con jardín y vecinos golfistas: la selección mediante el precio del metro cuadrado.

Patrick Hanks, un amigo de la infancia de Mark, acababa de ser trasladado a un gran banco de Manhattan. Gracias a ello, había triplicado su sueldo, recibido un Cadillac a cargo de la empresa y conseguido una de esas coberturas sociales que convierten la enfermedad en una inversión. Sin olvidar una gran casa forrada de roble y con columnas que rondaba el millón de dólares. Más que suficiente para tirarse los trastos a la cabeza camino de Maine. Los Hanks le habían pedido a Mark que metiera su caravana abollada en el garaje para que sus vecinos, tan refinados, no pensaran que un campamento navajo estaba a punto de instalarse en el barrio. ¡Mierda, una caravana en un garaje en el que cabían tres más! Mark había tenido la impresión de que aparcaba dentro de una catedral. Pero se tragó su orgullo y esperó a encontrarse en el camino de vuelta para desahogarse con Marie. Conducía deprisa, demasiado deprisa.

El accidente ocurrió en la Interestatal 90, a unos kilómetros de Boston. Un camión de treinta toneladas derrapó sobre una placa de hielo, quedó atravesado en la carretera y la carga de troncos que llevaba cayó a la calzada. Mark ni siquiera tuvo tiempo de frenar.

Marie recordaba perfectamente los troncos cayendo sobre el asfalto y la fracción de segundo que precedió al choque. Una eternidad al ralentí de la que solo conservaba planos sucesivos, como flashes en la oscuridad.

El choque fue tan violento que Marie tuvo la impresión de ser un espejo que estallaba bajo la fuerza del impacto. La parte delantera de la autocaravana se desintegró contra los troncos y la cabina saltó en mil pedazos. Los recuerdos de Marie también. Millones de fragmentos de cristal que rebotan sobre el asfalto, millones de partículas de memoria que se dispersan, olores de su infancia, colores e imágenes. Toda su vida que se escapa. Los latidos de su corazón que se espacian. Un frío intenso.

Capítulo 19

Sumida en un coma profundo, Marie luchó durante dos meses en el servicio de reanimación del hospital Charity de Boston. Dos meses durante los cuales sus neuronas libraron una batalla sin cuartel para no caer en coma irreversible. Dos meses sumida en las tinieblas de su propio cerebro. Porque, si bien el cuerpo de Marie había dejado de realizar sus funciones y su cerebro había cortado todas las conexiones que lo unían a ese montón de músculos muertos, su conciencia había permanecido misteriosamente intacta, como un fusible que continúa funcionando cuando todos los demás se han fundido. Marie percibía muy a lo lejos los ruidos amortiguados que la rodeaban, las corrientes de aire que acariciaban su rostro, los rumores de la ciudad que entraban por la ventana entornada y los movimientos de las enfermeras junto a su cama.

Necesitaba respiración asistida: cada espiración mecánica de la máquina era una inyección de aire glacial, la presión del pistón dilataba sus pulmones y a continuación dejaba que se vaciaran antes de insuflar la dosis siguiente. El silbido del fuelle que sube y baja dentro de su receptáculo de cristal, el rechinar del electrocardiógrafo acoplado a la máquina. Un universo sintético cuyos ruidos llegaban hasta ella como a través de una capa de hormigón. O de una losa de mármol. Como si a Marie, prisionera de sí misma, la hubieran depositado sobre el satén de un ataúd, que habrían cerrado antes de introducirlo en la oscuridad glacial de una tumba. Como si, tras haber diagnosticado la muerte de su cuerpo sin preocuparse de la de su cerebro, un médico exhausto hubiera firmado la autorización para inhumarla. Marie, muerta viviente, condenada para siempre a errar por el interior de sí misma sin que nadie pudiera oír los gritos que profería en la oscuridad.

Algunas veces, cuando la noche envolvía el hospital y ella lograba dormirse en su coma, oía la lluvia que azotaba el mármol de su lápida funeraria y a los pájaros que iban a picotear semillas transportadas hasta allí por el viento. Incluso llegaba a distinguir el crujido de la grava bajo los zapatos de las familias que acompañaban a sus seres queridos fallecidos.

Otras veces, cuando su corazón extenuado dejaba súbitamente de latir y lo que le quedaba de conciencia oscilaba como una vela, Marie moría en sueños. Se abandonaba a ese insoportable frío que la invadía. Entonces su mente se paralizaba como un niño aterrado en medio de la noche y, mientras los instrumentos empezaban a sonar, ella dejaba escapar un grito de terror que jamás traspasaba la barrera de sus labios.

Una vez que las alarmas se habían disparado, captaba el eco de voces lejanas como las que oímos cuando nadamos bajo el agua. Voces asustadas que procedían de ninguna parte, voces que la envolvían y la invadían. En tales ocasiones, siempre sentía que unas manos abrían su camisón y le masajeaban el corazón, aplastando el esternón para obligar a latir a ese músculo repleto de sangre, y que unas agujas penetraban en sus venas. Primero un hormigueo, luego la insoportable quemazón de la adrenalina de síntesis que se extendía por su organismo. A continuación, dos placas metálicas se posaban sobre su pecho y un silbido agudo invadía el aire. Después, mientras una voz lejana gritaba algo que Marie no entendía, su cuerpo se arqueaba violentamente bajo el fogonazo blanco de la descarga. El rechinar del electrocardiógrafo que se embala, el silbido del desfibrilador que llena sus acumuladores para la siguiente descarga. Las placas metálicas crepitan sobre la piel de Marie. ¡
Chac
! Otra explosión de luz blanca llega a su cerebro. Su corazón se contrae, se para, se contrae otra vez, se para de nuevo. Finalmente fibrila y se relaja, se contrae y se distiende. Cada vez que su corazón volvía a ponerse en marcha, Marie sentía cómo el soplo helado del oxígeno penetraba de nuevo en su garganta y dilataba sus pulmones. Sentía que sus arterias se hinchaban y sus sienes palpitaban bajo la presión de la sangre que volvía a afluir. Su pulso comenzaba otra vez a golpear como un martillo en el silencio. Al final, a su alrededor las voces se calmaban y una mano fría secaba sus cabellos mojados. Marie, prisionera de sí misma, empezaba entonces a flotar de nuevo entre dos aguas. Marie, aterrorizada, no llegaba a morir.

Al despertar, se enteró de que Mark y Rebecca habían muerto. El primero pasó varios días agonizando en una habitación cercana a la suya. La pequeña Rebecca salió proyectada tan lejos por efecto del choque que los socorristas solo encontraron de su cuerpo, algunos trozos de carne carbonizados. Marie ni siquiera recordaba la cara de ninguno de los dos. Ni la suya tampoco. La primera vez que se levantó de la cama en el hospital, no reconoció su reflejo en el espejo del cuarto de baño. Esos largos cabellos negros, esa piel de porcelana y esos grandes ojos grises que la contemplaban, ese vientre plano, ese sexo y esos muslos que sus dedos habían tocado para intentar reconocerlos, esos brazos de músculos doloridos y esas manos de muñeca que ella había movido en uno y otro sentido ante sus ojos no eran los suyos. Como si ese cuerpo fuera un forro de piel y músculos puesto por encima de su verdadero cuerpo. Un buzo de carne que lo recubría por completo y que Marie había intentado arrancarse con las uñas.

Treinta meses de rehabilitación. Treinta meses aprendiendo de nuevo a andar, a hablar, a pensar. Treinta meses buscando razones para sobrevivir. Luego, Marie se reincorporó a su unidad de la policía federal.

Capítulo 20

Tras salir del hospital, la destinaron al departamento de Personas Desaparecidas del FBI de Boston: el de los desaparecidos. Críos rebosantes de vida que se volatilizan delante de su casa sin que nadie, ni un vecino, ni un vagabundo, ni siquiera el cartero o el repartidor de leche, haya visto nada. Una última merienda sobre la mesa de la cocina, un último vaso de soda antes de que el niño monte en su bici, una VTT flamante, provista de un cambio Shimano de dieciocho velocidades. Se ha encasquetado su gorra de béisbol preferida, ha guardado sus cromos de los Yankees o de los Dodgers en el bolsillo. Mamá le ha metido en la mochila una lata de Coca-Cola light y un sándwich de mantequilla de cacahuete envuelto en papel film. Va calle abajo, se detiene en el stop y gira a la izquierda. Luego desaparece como engullido por el asfalto. O atrapado por las manos de un monstruo.

Eso es lo que le pasó a Benny Madigan, caso 2.412 del departamento de Personas Desaparecidas del FBI, un chaval de las afueras de Portland que salió de su casa para ir a dormir a casa de un amigo. Cuatro kilómetros de puerta a puerta y un solo itinerario posible: bajar cuatrocientos metros por Stutton Avenue, girar a la izquierda por Union Street, continuar y dejar el supermercado Wal-Mart a mano derecha y luego, después del Starbucks, girar otra vez a la derecha por Tekillan hasta el cruce con Northridge, una calle bordeada de plátanos donde el amigo de Benny vive en una casa colonial, en el número 3.125. Un trayecto de líneas rectas y de cruces que los investigadores recorrieron cientos de veces.

Son las 18:07 cuando Benny Madigan monta en su bicicleta y se marcha de casa. Se conoce la hora con precisión porque la vieja Marge, que pasea a sus perros a la misma hora, recuerda que lo ha visto bajar por Stutton Avenue gritando como un apache. A Marge no le gustan los niños, prefiere los perros. Por eso se acuerda de Benny, de su cazadora roja y de su mochila Nike.

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