El evangelio según Jesucristo (30 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Estás llorando, preguntó Dios, Siempre tengo los ojos así, dijo Jesús. El cuchillo se alzó, buscó el ángulo del golpe, y cayó velozmente como el hacha de las ejecuciones o la guillotina que todavía no se ha inventado. La oveja no soltó ni un balido, sólo se oyó, Aaaah, era Dios, suspirando de satisfacción.

Jesús preguntó, Y ahora, puedo irme ya, Puedes irte, y no olvides que a partir de hoy me perteneces por la sangre, Cómo debo alejarme de ti, En principio, da igual, para mí no hay delante y detrás, pero la costumbre es retroceder haciendo reverencias, Señor, Qué pesado eres, hombre, a ver, qué te pasa ahora, El pastor del rebaño, Qué pastor, El que anda conmigo; Qué, Es un ángel o un demonio, Es alguien a quien yo conozco, Pero dime, es ángel o demonio, Ya te lo he dicho, para Dios no hay delante ni detrás, que te diviertas. La columna de humo estaba y dejó de estar, la oveja había desaparecido, sólo la sangre se percibía aún, pero procuraba esconderse en la tierra.

Cuando Jesús llegó al campamento, Pastor lo miró fijamente y preguntó, La oveja, y él respondió, He encontrado a Dios, No te he preguntado si has encontrado a Dios, te he preguntado si encontraste la oveja, La he sacrificado, Por qué, Dios estaba allí, tuve que hacerlo.

Con la punta del cayado, Pastor hizo una raya en el suelo, profunda como el surco del arado, imposible de cruzar como una cerca de fuego, luego dijo, No has aprendido nada, vete.

Cómo voy a irme, con los pies así, pensó Jesús viendo alejarse a Pastor hacia el otro lado del rebaño. Dios, que tan limpiamente había hecho desaparecer a la oveja, no lo había beneficiado, desde dentro de la nube, con la gracia de su divina saliva, para que el mortificado Jesús pudiera, con ella, untar y sanar las heridas por las que seguía manando la sangre que brillaba sobre las piedras.

Pastor no lo ayudará, lanzó aquellas palabras conminatorias y se retiró como quien espera que la sentencia se cumpla y no intenta estar presente en los preparativos de la partida, y mucho menos despedirse. Trabajosamente, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, Jesús llegó hasta la tienda, donde, en cada parada, se ordenaban los utensilios de gobierno del rebaño, los cántaros para la leche, las tablas para la prensadura, y también las pieles de oveja y de cabra que se iban curtiendo y con las que, por trueque, adquirían las cosas que necesitaban, una túnica, un manto, alimentos más variados. Pensó Jesús que no podrían culparlo si se cobrase el salario por su mano, cortando de las pieles de oveja una especie de sandalias o coturnos para envolver los pies, empleando después para atarlas unas tiras de piel de cabra, más manejable porque tienen menos pelo. Al ajustárselas dudó si la lana debería quedar por la parte de dentro o de fuera, y decidió al fin usarla como forro, por dentro, visto el mísero estado en que tenía los pies. Lo malo será que se le pegarán las heridas a los pelos, pero, como ya ha decidido que su camino va a ser la orilla del Jordán, bastará que meta los pies calzados en el agua y poco a poco se disolverá la sangre seca. El propio peso de las botazas, que eso es lo que parecen, metidas en el agua y empapadas, ayudará a despegar suavemente los pies del lanoso guateado, sin llevarse consigo las costras benevolentes y protectoras que se están formando. Algo de sangre que arrastra la corriente es señal, por su buen color, de que las heridas aún no se habían infectado, por mucho que cueste creerlo. Jesús, en su divagante caminata hacia el norte, se tomaba largos descansos, se quedaba sentado a la orilla del río, con los pies metidos en el agua, gozando del frescor y de la medicina. Le dolía haber sido expulsado de aquella manera, después de haberse encontrado con Dios, acontecimiento inaudito en el pleno sentido de la palabra, pues, que él supiera, no había hoy un solo hombre en toda Israel que pudiera envanecerse de haber visto a Dios y sobrevivir.

Cierto es que, lo que se dice ver, no vio, pero si se nos presenta una nube en el desierto, en forma de columna de humo, y dice, Yo soy el Señor, y mantiene después una conversación, no sólo lógica y sensata, sino con una expresión de autoridad sin réplica que sólo divina podía ser, cualquier duda, por pequeña que fuese, sería una ofensa. Que el Señor era el Señor, quedó demostrado con la respuesta dada cuando le preguntó acerca de Pastor, aquellas palabras despreocupadas, en las que era patente un poco de desprecio, pero también de intimidad, y luego reforzado por la negativa a responder si era ángel o diablo. Pero lo más interesante era que las palabras de Pastor, duras y aparentemente ajenas a la cuestión central, no hacían más que confirmar la verdad sobrenatural del encuentro, No te he preguntado si has encontrado a Dios, como si estuviera diciendo, Hasta ahí ya lo sé, como si el anuncio no lo hubiera sorprendido, como si lo supiera de antemano. Lo cierto era que no le había perdonado la muerte de la oveja, otro sentido no podían tener sus palabras finales, No has aprendido nada, vete, y después se retiró ostensiblemente hacia el otro lado del rebaño, y se mantuvo allí, de espaldas, hasta que él se hubo ido.

Ahora bien, en una de estas ocasiones en que Jesús dejaba su imaginación explayarse en previsiones de lo que podría querer el Señor cuando volvieran a encontrarse, las palabras de Pastor le sonaron repentinamente en sus oídos, tan claras y distintas como si estuviese a su lado, No has aprendido nada, y en ese instante el sentimiento de ausencia, de falta, de soledad, fue tan fuerte que su corazón gimió, allí estaba él, solo, sentado a la orilla del Jordán, mirando sus pies en la transparencia del río y viendo manar de uno de sus calcañares un leve hilo de sangre, y lentamente moverse entre dos aguas, de pronto no le pertenecían la sangre ni los pies, era su padre que llegaba, cojeando con sus calcañares agujereados, a gozar del fresco del Jordán, y le decía igual que Pastor, Tienes que volver al principio, no has aprendido nada. Jesús, como si alzase del suelo una pesada y larga cadena de hierro, recordaba su vida, eslabón por eslabón, el anuncio misterioso de su concepción, la tierra iluminada, el nacimiento en la cueva, los niños muertos de Belén, la crucifixión del padre, la herencia de las pesadillas, la huída de casa, el debate en el templo, la revelación de Zelomi, la aparición del pastor, la vida con el rebaño, el cordero salvado, el desierto, la oveja muerta, Dios. Y como esta última palabra era excesiva para que su espíritu pudiera ocuparse de ella, se fijó obsesivamente en un pensamiento, por qué un cordero que había sido salvado de la muerte acabó muriendo oveja, cuestión tan estúpida como cualquiera puede ver, pero que se comprenderá mejor si la traducimos así, Ninguna salvación es suficiente, cualquier condena es definitiva. El último eslabón de la cadena es éste, estar a la orilla del río Jordán, oyendo el doliente canto de una mujer que desde allí no se puede ver, oculta entre los juncos, tal vez lavando la ropa, tal vez bañándose, y Jesús quiere entender cómo esto es todo lo mismo, el cordero vivo que se transforma en oveja muerta, sus pies sangrando de la sangre de su padre y la mujer que canta, desnuda, tumbada boca arriba en el agua, los pechos duros sobresaliendo, el pubis negro soalzado en la ondulación de la brisa, no es verdad que Jesús hubiese visto, hasta hoy, una mujer desnuda, pero si un hombre, partiendo sólo de una columna de humo, puede ponerse a vaticinar lo que será estar con Dios cuando les llegue el día al uno y al otro, se comprenderá que las minucias de una mujer desnuda, suponiendo que sea apropiada la palabra, puedan ser imaginadas y creadas desde una música que se la oye cantar, incluso sin saber si las palabras nos son dirigidas.

José ya no está aquí, ha regresado a la fosa común de Séforis, de Pastor no asoma ni la punta del cayado, y Dios, que está en todas partes, como se dice, no eligió una columna de humo para mostrarse, tal vez esté en aquella agua que corre, la misma donde se baña la mujer. El cuerpo de Jesús dio una señal, se hinchó lo que tenía entre las piernas, como les sucede a todos los hombres y a todos los animales, la sangre corrió veloz a un mismo sitio hasta el punto de que se le secaron súbitamente las heridas, Señor, qué fuerte es este cuerpo, pero Jesús no fue en busca de la mujer, y sus manos rechazaron las manos de la tentación violenta de la carne, No eres nadie si no te quieres a ti mismo, no llegas a Dios si no llegas primero a tu cuerpo. No se sabe quién dijo estas palabras, pero Dios no las diría, no son cuentas de su rosario, de Pastor, sí, podrían ser, si no estuviese tan lejos de aquí, quizá, a fin de cuentas, fuesen las palabras de la canción que la mujer cantaba, en ese momento pensó qué agradable podría ser ir allí y pedirle que se las explicase, pero la voz ya no se oía, tal vez se la había llevado la corriente, o la mujer, simplemente, salió del agua para secarse y vestirse, acallando así su cuerpo. Jesús se calzó las zapatillas empapadas y se puso en pie, haciendo que el agua saliera de entre los lados, como si apretara una esponja. Mucho se reiría la mujer, si aquí viniera, al encontrarse con estas grotescas zapatillas, pero bien podría ser que esta risa de burla no durase mucho, cuando los ojos de ella subieran por el cuerpo de Jesús, adivinando las formas que la túnica esconde, y se detuvieran a mirar los ojos de él, doloridos por causas antiguas y ahora, por una razón nueva, ansiosos. Con pocas o ninguna palabra, el cuerpo de ella volverá a desnudarse y cuando haya sucedido lo que de estos casos siempre hay que esperar, ella le quitará las sandalias con gran cuidado, curará las heridas poniendo en cada pie un beso y envolviéndolos después, como un capullo de seda, en sus propios cabellos húmedos. No viene nadie por el camino, Jesús mira alrededor, suspira, busca un rincón escondido y hacia allí se encamina, pero se detiene de súbito, ha recordado a tiempo que el Señor le quitó la vida a Onán por derramar su semen en el suelo. Es verdad que si hubiera dado Jesús otra vuelta más analítica al episodio clásico, cosa que concordaba con sus procesos mentales, tal vez no lo detuviera la implacable severidad del Señor, y esto por dos razones, siendo la primera porque no había allí cuñada con quien debiera, por ley, dar posteridad a un hermano muerto, y la segunda, acaso más fuerte que la otra, porque el Señor tiene, tal como le hizo saber en el desierto, algunas firmes aunque no reveladas ideas en cuanto a su futuro, luego no es creíble ni lógico que se olvidara de las promesas hechas, estropeándolo todo porque una mano sin gobierno hubiese osado llegar a donde no debía, sabiendo el Señor lo que son las necesidades del cuerpo, no es sólo lo trivial de comer y de beber, trivial, decimos, habiendo otros ayunos no menos costosos de soportar. Estas y otras semejantes reflexiones, que deberían ayudar a Jesús a llevar adelante el humanísimo movimiento de buscar, para cierto fin, un refugio lejos de vistas ajenas, acabaron por tener efecto contraproducente, que el pensamiento se distrajo de lo que tenía en mente, se encontró envuelto en los meandros de su propio pensar, y el resultado fue írsele la voluntad de lo que quería, de deseo ni hablemos, que, siendo pecaminoso, un simple nada le hace vacilar y retraerse.

Resignado con su propia virtud, se echó Jesús la alforja al hombro, empuñó el cayado y se lanzó al camino.

En el primer día de este viaje a lo largo de la orilla del río Jordán, el hábito de cuatro años de aislamiento llevó a Jesús a apartarse de los lugares poblados que por allí había. Pero, a medida que se aproximaba al lago de Genesaret, se fue haciendo cada vez más difícil, para él, bordear las aldeas, rodeadas como estaban de campos cultivados, no siempre cómodos de atravesar, tanto por los desvíos que se veía obligado a hacer como por la desconfianza que su aire vagabundo despertaba en los labradores.

De modo que se decidió Jesús a ir al mundo, y la verdad es que no le disgustó lo que vio, sólo le importunaba mucho el ruido, del que casi se había olvidado. En la primera de estas aldeas en que entró, una traviesa banda de chiquillos lo siguió riéndose de sus botas, buena cosa fue, porque Jesús tenía dinero suficiente para comprarse unas sandalias nuevas, recordemos que no toca el dinero que lleva, desde aquel que le dio el fariseo, vivir cuatro años con tan poco y no tener necesidad de gastarlo es la máxima riqueza, no hay que pedirle más al Señor. Ahora, compradas las sandalias, quedó su tesoro reducido a dos monedas de exiguo valor, pero la penuria no lo aflige, ya poco le falta para llegar a su destino, Nazaret, su casa, a la que regresará porque un día, al dejarla, y parecía que para siempre la dejaba, dijo, De una manera u otra siempre volveré. Viene sin prisa, bordeando las mil curvas del Jordán, también es verdad que el estado en que llevaba los pies no le permitía grandes hazañas de andarín, pero la razón principal de su vagar consistía en su propia certeza de llegar, como si pensase, Es como si ya estuviese allí, pero otro sentimiento, ese menos consciente, retardaba sus pasos, algo que podría expresarse con palabras como éstas, Cuanto antes llegue, antes vuelvo a marcharme.

Subía a lo largo de la orilla del lago en dirección al norte, está ya a la altura de Nazaret, si quisiera llegar rápidamente a casa no tendría más que mover las piernas hacia el sol poniente, pero las aguas del lago lo retienen, azules, anchas, tranquilas, Le gusta sentarse a la orilla y seguir con la mirada las maniobras de los pescadores, alguna vez, de pequeño, vino a estos parajes acompañado de sus padres, pero nunca se detuvo a mirar con atención el trabajo de estos hombres que dejaban tras de sí todos los olores del pescado, como si también ellos fuesen habitantes del mar. Mientras anduvo por aquí, Jesús se ganó el sustento ayudando en lo que sabía, que era nada, y en lo que podía, que era poco, arrastrar una barca a tierra o empujarla al agua, echar una mano para arrastrar una red que se desbordaba, los pescadores le veían la necesidad en la cara y le daban dos o tres peces espinosos, llamados tilapias, como salario. Al principio, tímido, Jesús los asaba y comía aparte, pero habiéndose demorado por allí tres días, al segundo lo llamaron los pescadores para que formase rancho con ellos. Y al tecero, Jesús fue al mar, en la barca de dos hermanos que se llamaban Simón y Andrés, mayores que él, ninguno de los dos con menos de treinta años.

En medio de las aguas, Jesús, sin experiencia del oficio, riéndose él mismo de su torpeza, se atrevió, incitado por sus nuevos amigos, a lanzar la red, con aquel gesto abierto que, mirado de lejos, parece una bendición o un desafío, sin otro resultado que caerse al agua una de las veces que lo intentó. Simón y Andrés se rieron mucho, ya sabían que Jesús sólo entendía de cabras y ovejas, y Simón dijo, Mejor vida sería la nuestra si este otro ganado se dejara traer y llevar, y Jesús respondió, Por lo menos no se pierden, no se extravían, están aquí todos en el cuenco del lago, todos los días huyendo de la red, todos los días cayendo en ella. La pesca no había sido abundante, el fondo de la barca estaba poco menos que vacío, y Andrés dijo, Hermano, vámonos a casa, que este día ya dio de sí todo lo que podía. Simón asintió, Tienes razón, hermano, vámonos. Metió los remos en los toletes e iba a dar la primera de las remadas que los llevarían a la orilla, cuando Jesús, no pensemos que por inspiración o presentimiento mayor, fue sólo una manera, aunque inexplicable, de demostrar su gratitud, propuso que hicieran tres últimas tentativas. quién sabe si el rebaño de los peces, conducido por su pastor, habrá venido hacia nuestro lado, Simón se rió, esa es otra ventaja que tienen las ovejas, que se ven, y volviéndose a Andrés, Lanza la red, si no ganamos nada, tampoco perdemos, y Andrés lanzó la red y la red vino llena. Quedaron desorbitados de asombro los ojos de los pescadores, pero el asombro se transformó en portento y maravilla cuando la red, lanzada otra vez más, y una más aún, volvió llena las dos veces. De un mar que les parecía antes tan desierto de pescado como el agua recogida en un cántaro de una fuente límpida, salían, con nunca vista profusión, torrentes brillantísimos de agallas, escamas y aletas en las que la vista se confundía. Le preguntaron Simón y Andrés cómo supo que los peces habían llegado allí inesperadamente, qué mirada de lince descubrió el movimiento profundo de las aguas, y Jesús respondió que no, que no lo sabía, que fue apenas una idea, probar suerte una última vez antes de regresar. No tenían los dos hermanos motivos para dudarlo, el azar hace estos y otros milagros, pero Jesús, dentro de sí, se estremeció y se preguntó en el silencio de su alma, Quién hizo esto, Dijo Simón, Ayuda a escoger, ahora bien, es ésta una buena oportunidad para explicar que no nació en este mar de Genesaret la ecuménica sentencia, Todo lo que viene a la red es pescado, aquí los criterios son diferentes, pez será lo que la red trajo, pero la ley es clarísima en este punto, como en todos, He aquí lo que podéis comer de los diferentes animales acuáticos, podéis comer todo lo que, en las aguas, mares o ríos, tiene escamas y aletas, pero todo lo que no tiene aletas y escamas, en los mares o en los ríos, ya sea lo que pulula en el agua o los animales que en ella viven, es abominable para vosotros, y abominable seguirá siendo, no comáis su carne y considerad que sus cadáveres son abominables, todo lo que, en las aguas, no tiene escamas y aletas, será para vosotros abominable. Los peces réprobos de piel lisa, aquellos que no pueden ir a la mesa del pueblo del Señor, fueron así restituidos al mar, muchos de ellos incluso se habían acostumbrado ya y no se preocupaban cuando se los llevaba la red, sabían que pronto volverían al agua, sin peligro de morir sofocados. En su cabeza de peces creían beneficiarse de una benevolencia especial del Creador, e incluso de un amor particular, lo que los llevó, al cabo del tiempo, a considerarse superiores a los otros peces, los que dejaban en las barcas, que muchas y graves faltas debían de haber cometido bajo las oscuras aguas para que Dios, así, sin piedad, los dejase morir.

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