Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
A la mañana siguiente, habiendo ido Jesús a casa de Lázaro, no tanto para despedirse como para dar buena señal de que regresaba a la convivencia de todos, le dijo Marta que su hermano estaba en la sinagoga. Entonces Jesús y los suyos tomaron el camino de Jerusalén, y María de Magdala y las otras mujeres los acompañaron hasta las últimas casas de Betania, donde se despidieron gesticulando adioses, a ellas les bastaba con hacerlo, porque los hombres ni una sola vez se volvieron hacia atrás. El cielo está nublado, amenaza lluvia, tal vez sea ese el motivo de que haya poca gente en el camino, los que no tienen especiales urgencias para ir a Jerusalén se quedan en casa, a la espera de lo que los astros decidan. Avanzan, pues, los trece por un camino muchas veces desierto, mientras las nubes gruesas y cenicientas ruedan sobre las alturas de los montes como si, al fin y para siempre, fueran a ajustarse el cielo y la tierra, el molde y lo moldeado, el macho y la hembra, lo cóncavo y lo convexo. No obstante, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, vieron en seguida que mayores diferencias en cuanto a variedad y número en la multitud no las había, y que, como de costumbre, sería necesario mucho tiempo y mucha paciencia para abrirse camino y llegar al Templo, Pero no fue así. El aspecto de los trece hombres, casi todos descalzos, con sus grandes cayados, las barbas sueltas, los pesados y oscuros mantos sobre túnicas que parecían haber visto la creación del mundo, hacía que la gente se apartara temerosa, preguntándose unos a otros, Quiénes son éstos, quién es el que va delante, y no sabían responder, hasta que uno que vino de Galilea dijo, Es Jesús de Nazaret, el que se dice hijo de Dios y hace milagros, Y adónde van, se preguntaban, y como la única manera de saberlo era seguirlos, fueron muchos tras ellos, de modo que al llegar a la entrada del Templo, por la parte de fuera, no eran trece, eran mil, pero estos se quedaron por allí, esperando que los otros les satisficieran la curiosidad. Fue Jesús a la parte donde estaban los cambistas y les dijo a los discípulos, Esto es lo que hemos venido a hacer, a continuación empezó a derribar las mesas, empujando y golpeando a los que vendían y compraban, con lo que se formó un tumulto tal que no habría dejado oír las palabras que decía si no se hubiera producido el extraño caso de que su voz natural sonara como una voz de bronce, estentórea, así, De esta casa que debiera ser de oración para todos los pueblos, habéis hecho un cubil de ladrones, y seguía tumbando mesas, esparciendo y tirando las monedas, con gozo enorme de unos cuantos de los mil, que corrieron a beneficiarse de aquel maná. Andaban los discípulos en el mismo trabajo, ya los tenderetes de los vendedores de palomas estaban también por el suelo y las palomas libres revoloteaban sobre el templo, girando enloquecidas alrededor del humo del altar donde no iban a ser quemadas porque había llegado su salvador.
Vinieron los guardias del Templo, armados de garrotes, para castigar y prender o expulsar a los revoltosos, pero, para su desgracia, se encontraron con trece rudos galileos que, cayado en mano, barrían a quien osaba hacerles frente y gritaban, Vengan más, vengan todos, que Dios se basta para todos, y cargaban contra los guardias, destrozaban las bancas de los cambistas, de pronto apareció un hachón encendido, en poco tiempo empezaron a arder los toldos, otra columna de humo se alzaba en el aire, alguien gritó, Llamad a los soldados romanos, pero nadie hizo caso, ocurriera lo que tuviese que ocurrir, los romanos, era de ley, no entraban en el Templo.
Acudieron más guardias, gentes de espada y lanza, a los que vinieron a unirse algún que otro cambista y vendedor de palomas, resueltos a no dejar en manos ajenas la defensa de sus intereses, la suerte de las armas, al poco tiempo, empezó a cambiar, que si esta lucha, como en las cruzadas, la quería Dios, no parecía que el mismo Dios pusiera en ella empeño suficiente para que ganaran los suyos. En esto estábamos, cuando en lo alto de la escalinata apareció el sumo sacerdote, acompañado de sus pares y de los ancianos y escribas que fue posible reunir a toda prisa, y dio una voz que en nada quedó por debajo de aquella de Jesús, dijo él, Dejadlo ir por esta vez, pero si vuelve, entonces lo cortaremos y lo echaremos del templo, como la cizaña que crece entre las mieses y amenaza con ahogar al grano.
Dijo Andrés a Jesús, que luchaba a su lado, Bien está que digas que viniste a traer la espada y no la paz, ahora ya sabemos que cayados no son espadas, y Jesús dijo, En el brazo que blande el cayado y maneja la espada se ve la diferencia, qué hacemos, preguntó Andrés, Volvamos a Betania, respondió Jesús, no es la espada lo que nos falta, sino el brazo. Retrocedieron en buen orden, con los cayados apuntados a los abucheos y burlas de la multitud, que a más bravos cometidos no se atrevía, y en poco tiempo pudieron salir de Jerusalén y, cansados todos, maltrechos algunos, tomaron el camino de regreso.
Cuando entraron en Betania notaron que los vecinos que aparecían en las puertas los miraban con expresión de piedad y tristeza, pero lo aceptaron como cosa natural, visto el lastimoso estado en que volvían de la pelea.
Pronto, sin embargo, conocieron los motivos, al entrar en la calle donde Lázaro vivía, cuando se dieron cuenta de que alguna desgracia había ocurrido. Jesús corrió delante de todos, entró en el patio, gentes de aire compungido le abrieron paso, se oían, dentro de la casa, llantos y lamentos, Ay, mi querido hermano, ésta era la voz de Marta, Ay, mi querido hermano, ésta era la de María.
Tendido en el suelo, sobre una estera, vio a Lázaro, tranquilo como si estuviera durmiendo, el cuerpo y las manos compuestas, pero no dormía, no, estaba muerto, durante casi toda su vida su corazón lo estuvo amenazando con abandonarlo, después se curó, que así lo podía testimoniar Betania entera, y ahora estaba muerto, sereno como si fuese de mármol, intacto como si hubiera entrado en la eternidad, pero no tardará en subir a la superficie, desde el interior de la muerte, la primera señal de podredumbre para hacer más insoportable la angustia y el pavor de estos vivos. Jesús, como si le hubiesen cortado de un tajo los tendones de las corvas, cayó de rodillas, y gimió, llorando, Cómo ha sido, cómo ha sido, es una idea que siempre nos acude ante lo que ya no tiene remedio, preguntar a los otros cómo fue, desesperada e inútil manera de distraer el momento en que tendremos que aceptar la verdad, es eso, queremos saber cómo fue, y es como si todavía pudiésemos poner en el lugar de la muerte, la vida, en el lugar de lo que fue, lo que podría haber sido. Desde el fondo de su deshecho y amargo llanto, Marta dijo a Jesús, Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero yo sé que todo cuanto a Dios le pidas, él te lo concederá, como te ha concedido la vista de los ciegos, la limpieza de los leprosos, la voz de los mudos, y todos los demás prodigios que moran en tu voluntad y esperan tu palabra.
Jesús le dijo, Tu hermano resucitará, y Marta respondió, Sé que resucitará en la resurrección del último día.
Jesús se levantó, sintió que una fuerza infinita arrebataba su espíritu, podía, en esta hora suprema, obrarlo todo, conseguirlo todo, expulsar a la muerte de este cuerpo, hacer regresar a él la existencia plena y el ser pleno, la palabra, el gesto, la risa, la lágrima también, pero no de dolor, podía decir, Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y preguntaría a Marta, Crees tú en esto, y ella respondería, Sí, creo que eres el hijo de Dios que había de venir al mundo, ahora bien, siendo así, estando dispuestas y ordenadas todas las cosas necesarias, la fuerza y el poder, y la voluntad de usarlos, sólo falta que Jesús, mirando aquel cuerpo abandonado por el alma, tienda hacia él los brazos como el camino por donde ella ha de regresar, y diga, Lázaro, levántate, y Lázaro se levantará porque Dios lo ha querido, pero es en este instante, en verdad último y final, cuando María de Magdala pone una mano en el hombro de Jesús y dice, Nadie en la vida tuvo tantos pecados que merezca morir dos veces, entonces Jesús dejó caer los brazos y salió para llorar.
Como un soplo helado, una transida frialdad, la muerte de Lázaro apagó de golpe el ardor combatiente que Juan hizo nacer en el ánimo de Jesús y en el que, durante una larga semana de reflexión y algunos breves instantes de acción, se confundieron, en un sentimiento único, el servicio de Dios y el servicio al pueblo. Pasados los primeros días de luto, cuando, poco a poco, las obligaciones y los hábitos de lo cotidiano empezaban a recobrar el espacio perdido, pagándolo con momentáneos adormecimientos de un dolor que no cedía, fueron Pedro y Andrés a hablar con Jesús, a preguntarle qué proyectos tenía, si irían otra vez a predicar a las ciudades o si volvían a Jerusalén para un nuevo asalto, pues ya los discípulos andaban quejándose de la prolongada inactividad, que así no puede ser, no hemos dejado nuestra hacienda, trabajo y familia para esto.
Jesús los miró como si no los distinguiera entre sus propios pensamientos, los oyó como si tuviera que identificar sus voces en medio de un coro de gritos desconcertados, y al cabo de un largo silencio les dijo que esperaran un poco más, que aún tenía que pensar, que sentía que estaba a punto de ocurrir algo que, definitivamente, decidiría sus vidas y sus muertes. También dijo que no tardaría en unirse a ellos en el campamento, y esto no lo pudieron entender ni Pedro ni Andrés, quedarse las hermanas solas cuando todavía tenía que resolverse lo que harían los hombres, No necesitas volver junto a nosotros, mejor es que te quedes donde estás, dijo Pedro, que no podía saber que Jesús estaba viviendo entre dos tormentos, el de sus deberes para con los hombres y mujeres que lo habían dejado todo para seguirle, y aquí, en esta casa, con estas dos hermanas, iguales y enemigas como el rostro y el espejo, una continua, minuciosa, horrible dilaceración moral.
Lázaro estaba presente y no se retiraba. Estaba presente en las duras palabras de Marta, que no perdonaba a María que hubiera impedido la resurrección del propio hermano, que no podía perdonar a Jesús su renuncia a usar de un poder que había recibido de Dios. Estaba presente en las lágrimas inconsolables de María que, por no someter al hermano a una segunda muerte, iba a tener que vivir, para siempre, con el remordimiento de no haberlo liberado de ésta. Estaba presente, en fin, cuerpo inmenso que llenaba todos los espacios y rincones, en la perturbada mente de Jesús, la cuádruple contradicción en que se encontraba, concordar con lo que María dijo y reprocharle el haberlo dicho, comprender la petición de Marta y censurarla por habérsela hecho. Jesús miraba a su pobre alma y la veía como si cuatro caballos furiosos la estuvieran descuartizando, tirando de ella en cuatro direcciones opuestas, como si cuatro cuerdas enrolladas en cabrestantes le rompieran lentamente todas las fibras del espíritu, como si las manos de Dios y las manos del Diablo, divina y diabólicamente, se entretuviesen jugando al juego de las cuatro esquinas con lo que de él aún quedaba. A la puerta de la casa que fue de Lázaro venían los míseros y los llagados a implorar la cura de sus ofendidos cuerpos, y a veces aparecía Marta para expulsarlos, como si protestara, No hubo salvación para mi hermano, no habrá cura para vosotros, pero ellos volvían de nuevo, volvían siempre, hasta que conseguían llegar a donde Jesús estaba, y éste los sanaba y los mandaba irse, pero no les decía, Arrepentíos, quedar curado era como nacer de nuevo sin haber muerto, quien nace no tiene pecados suyos, no tiene que arrepentirse de lo que no hizo. Pero estas obras de regeneración física, si no está mal decirlo, aun siendo de misericordia máxima, dejaban en el corazón de Jesús un sabor ácido, una especie de resabio amargo, porque en verdad no eran más que adelantos de las decadencias inevitables, aquel que hoy se ha marchado de aquí sano y contento, volverá mañana llorando nuevos dolores que no tendrán remedio. Llegó la tristeza de Jesús a un punto tal que un día Marta le dijo, No te mueras tú ahora, que entonces sabría lo que era morírseme Lázaro de nuevo, y María de Magdala, en el secreto de la oscura noche, murmurando bajo el cobertor común, queja y gemido de animal que se esconde para sufrir, Hoy me necesitas como nunca antes me habías necesitado, soy yo quien no puede alcanzarte donde estás, porque te has cerrado tras una puerta que no está hecha para fuerzas humanas, y Jesús que a Marta respondió, En mi muerte estarán presentes todas las muertes de Lázaro, él es quien siempre estará muriendo y no puede ser resucitado, le pidió y rogó a María, Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de la vida, o ella me olvidará.
Pasados unos días, Jesús se unió con los discípulos, y María de Magdala fue con él, Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti, le dijo, y él respondió, Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos. Se amaban y decían palabras como éstas, no sólo porque eran bellas o verdaderas, si es posible que sean lo mismo al mismo tiempo, sino porque presentían que el tiempo de las sombras estaba llegando a su hora, y era preciso que empezaran a acostumbrarse, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.
Llegó entonces al campamento la noticia de la prisión de Juan el Bautista. No se sabía más que esto, que había sido preso, y también que lo mandó encarcelar el propio Herodes, motivo por el que, no imaginando otras razones, Jesús y su gente pensaron que la causa de lo sucedido sólo podía estar en los incesantes anuncios de la llegada del Mesías, que era la sustancia final de lo que Juan proclamaba en todos los lugares, entre bautismo y bautismo, Otro vendrá que os bautizará por el fuego, entre imprecación e imprecación, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está por venir. Dijo entonces Jesús a los discípulos que estuvieran preparados para todo tipo de vejámenes y persecuciones, pues era de creer que, corriendo por el país, y desde no poco tiempo, noticia de lo que ellos mismos andaban haciendo y diciendo en el mismo sentido, concluyese Herodes que dos y dos son cuatro y buscase en un hijo de carpintero que decía ser hijo de Dios, y en sus seguidores, la segunda y más poderosa cabeza del dragón que amenazaba con derribarlo del trono. Sin duda, no es mejor una mala noticia que ausencia de noticia, pero se justifica que la reciban con serenidad de alma aquellos que, habiendo esperado y ansiado por un todo, se vieron, en los últimos tiempos, colocados ante la nada. Se preguntaban unos a otros, y todos a Jesús, qué era lo que debían hacer, si mantenerse juntos, y juntos enfrentarse a la maldad de Herodes, o dispersarse por las ciudades, o, incluso, refugiarse en el desierto, manteniéndose de miel silvestre y saltamontes, como hizo Juan antes de salir de allí, para mayor gloria de Dios y, por lo visto, para su propia desgracia. Pero, como no había señal de que estuvieran ya en marcha los soldados de Herodes camino de Betania para matar a estos otros inocentes, pudieron Jesús y los suyos pensar y ponderar con calma las diferentes alternativas, en esto estaban cuando llegaron la segunda y la tercera noticia, que Juan había sido degollado, y que el motivo del encarcelamiento y ejecución nada tenía que ver con anuncios de Mesías o reinos de Dios, sino con el hecho de clamar y vociferar contra el adulterio que el mismo Herodes cometía, casándose con Herodías, su sobrina y cuñada, en vida del marido de ésta.