El Extraño (5 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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Bahn y Marlee siguieron con sus vidas como buenamente pudieron. Ella quedó embarazada de nuevo, de modo que minimizaron los riesgos y tomaron todas las precauciones para evitar otro aborto. Marlee tomaba infusiones de hierbas que le proporcionaba la partera y se pasaba horas sentada contemplando el trajín de la ciudad, con una mano posada en la barriga en un gesto protector. A veces recibía la visita de su padre todavía embutido en su armadura maloliente; era un hombre enorme, con el rostro endurecido e inflexible, que la miraba entrecerrando unos ojos exhaustos por la edad. Su hija era su mayor tesoro, y Bahn y él la mimaban hasta tal punto que acababan sacándola de quicio, si bien eso no conseguía disuadirlos de su actitud por mucho tiempo.

Cuatro meses después llegaron noticias del avance del ejército imperial. Sin embargo, el ánimo general en la ciudad apenas varió; después de todo, los protegían seis murallas altas y sólidas. Aun así el ayuntamiento publicó otro edicto en el que solicitaba voluntarios para incorporarse a las filas de la Guardia Roja, cuyos efectivos habían menguado considerablemente durante las precedentes décadas de paz. Bahn no daba el tipo como soldado, pero poseía un alma romántica; además, con una esposa y un hijo en camino a los que proteger, en cierto modo se sentía incitado a pasar a la acción. Dejó su trabajo sin grandes aspavientos, simplemente un día no se presentó, y sintió un cosquilleo en el estómago al imaginarse la rabieta de su capataz cuando se percatara de su ausencia. Ese mismo día, Bahn se enroló en el ejército con el propósito de defender su ciudad. En los cuarteles centrales le entregaron una vieja espada con la hoja mellada, una capa roja de lana que apestaba a humedad, un escudo redondo, una coraza, un par de grebas, un casco que le iba demasiado grande... y una solitaria moneda de plata. También le informaron de que debía presentarse todas las mañanas en el Estadio de Armas para la instrucción.

Ni siquiera se había aprendido los nombres de los reclutas de su compañía, todos tan legos en cuestiones de armas como él, cuando el heraldo de los mannianos se presentó a lomos de su montura y exigió la rendición de la ciudad. Los términos de su demanda eran bien sencillos: si abrían las puertas, se perdonaría la vida a buena parte de los habitantes de la ciudad; en caso contrario, serían muchos los ajusticiados y detenidos. Además, el heraldo declaró frente a las altísimas moles de las murallas que era imposible resistirse al designio manifestado por el divino Mann.

El disparo de un tirador con el gatillo fácil apostado en la fortificación derribó al heraldo de su montura. Un gritó se elevó desde las almenas. Primer tanto.

La ciudad contuvo la respiración a la espera de acontecimientos.

Al principio, las dimensiones del contingente parecían inverosímiles. Cinco días tardó el IV Ejército Imperial en congregar sus efectivos por toda la superficie del istmo de Lans. Decenas de miles de soldados marcharon estrepitosamente y en ordenada procesión hasta sus posiciones y luego se desplegaron para montar la colonia de tiendas, parapetos y artillería en un número inaudito hasta entonces, además de torres de asedio titánicas... todo ello ante la mirada colectiva del pueblo sitiado.

Finalmente, la descarga se inició con un solitario silbido estridente. Los cañones machacaron la muralla. Una bala trazó un arco en el aire y aterrizó provocando una terrible explosión entre las tropas de reserva posicionadas tras los muros. Las tropas destacadas en las defensas agacharon la cabeza y esperaron.

La mañana del primer asalto por tierra, Bahn se encontraba con otro puñado de reclutas novatos tras la puerta principal de la primera muralla, con el pesado escudo colgado del brazo y la espada temblándole en la mano. No había pegado ojo en toda la noche, pues la lluvia de proyectiles mannianos había sido incesante y, desde las líneas imperiales, los cuernos habían estado gimiendo como almas en pena hasta crisparle los nervios. Ahora, en esas primeras horas del día, sólo podía pensar en una cosa: su esposa Marlee embarazada de su hijo en casa y preocupadísima, tanto por él como por su padre.

Los mannianos se lanzaron como una poderosa ola que engulle un acantilado. Provistos de escaleras y torres de asedio, asaltaron las murallas desplegados en una única línea de ataque. Desde abajo, Bahn contemplaba atónito a los guerreros de armadura blanca que se arrojaban por encima de las almenas sobre los hombres de la Guardia Roja, profiriendo unos gritos de guerra que no se parecían a nada de lo que hubiera oído antes: un clamor ensordecedor que parecía imposible que saliera de gargantas humanas. Bahn había oído decir que los mannianos ingerían sustancias narcóticas antes de la batalla, sobre todo con el fin de disipar el miedo; y no cabía duda de que luchaban con una furia desatada, sin ninguna consideración por sus propias vidas. Su ferocidad dejó pasmadas a las tropas defensoras khosianas. Las líneas se combaron y a punto estuvieron de abrirse.

Era una masacre sin paliativos. Los hombres resbalaban y se precipitaban de cabeza desde las alturas. La sangre fluía por los canalones de la muralla como si lucharan en mitad de una lluvia carmesí, y los hombres posicionados debajo tenían que apartarse corriendo, con el escudo sobre la cabeza a modo de paraguas. El suegro de Bahn estaba en algún lugar allí arriba, entre los gruñidos y los alaridos de la refriega. Bahn no lo vio caer.

En realidad, aquel día Bahn no utilizó la espada en ningún momento. Ni siquiera se enfrentó cara a cara al enemigo. Permaneció todo el tiempo hacinado con el resto de los hombres de su compañía, la mayoría todavía unos desconocidos para él. Allí donde dirigía la mirada veía rostros pálidos y abatidos. El fragor de la batalla lo dejaba sin aliento y sintió náuseas, algo parecido a la sensación vertiginosa de una caída libre. Estaba con la espada apoyada en el suelo delante de sí como si fuera un bastón y, dada su destreza como espadachín, podría haberlo sido perfectamente.

Alguien a su alrededor había descargado el vientre, y el hedor subsiguiente difícilmente sirvió para infundir valor a los compañeros; sólo les provocó una necesidad imperiosa de echar a correr, de poner tierra de por medio. Los reclutas temblaban como una manada de potros ansiosos por escapar de una caballeriza en llamas.

Bahn no se enteró de cómo consiguieron abrir finalmente una brecha en las puertas. En un momento estaban frente a él, macizas e imponentes, inexpugnables en apariencia. Rail, el panadero, parloteaba a su lado, diciendo algo sobre que el yelmo y el escudo eran suyos, que los había comprado en el bazar... un batiburrillo de palabras que Bahn apenas oía. Y un instante después, Bahn yacía despatarrado boca arriba, jadeando y aturdido, con un pitido estridente en los oídos mientras intentaba recordar quién era, qué estaba haciendo allí y por qué estaba mirando fijamente el pálido cielo azul poblado de nubes de polvo.

Levantó la cabeza y se oyó el murmullo de la arenilla deslizándose desde su cuerpo al suelo a su alrededor. El viejo panadero Rail estaba gritándole en la cara, con los ojos y la boca desencajados, más abiertos de lo que era humanamente posible, y agarrándose el muñón a la altura de la muñeca, con la mano todavía colgándole de un finísimo tendón. La sangre salía disparada por el aire trazando una parábola que cortaba en perpendicular los haces oblicuos de los rayos del sol, componiendo una imagen casi hermosa. Bahn empezó a notar el dolor: un pinchazo abrasador en las mejillas desgarradas. De repente sintió la explosión de aire de los gritos que Rail daba ante su rostro, aunque todavía no los oía. Llevó su mirada hacia las puertas, por entre las piernas de los hombres que se mantenían en pie, y posó los ojos en la alfombra de carne y cartílagos que rezumaba de una manera horripilante. Las puertas habían desaparecido y en su lugar se había desplegado una cortina de humo negro que se abría aquí y allá según la atravesaban unas figuras blancas que gritaban enloquecidas.

De alguna forma consiguió levantarse mientras los supervivientes de su compañía corrían hacia las puertas para taponar la brecha. A Bahn aquello le pareció una locura: granjeros y comerciantes de tenderetes enfundados en armaduras que no se ajustaban a sus cuerpos corriendo hacia unos asesinos decididos a matarlos. No obstante, brotó un brillo en su mirada mientras contemplaba el ímpetu y el valor de aquellos hombres, cuando a su alrededor el suelo estaba sembrado de los cuerpos de sus camaradas, que yacían desamparados o erraban a trompicones, tratando de abrirse paso en medio de la conmoción. Algo afloró en su interior. Pensó en la espada que aferraba, y en correr en auxilio de sus compañeros, a todas luces demasiado pocos para contener la marea enemiga.

Pero no. Ya no empuñaba su espada. Miró a su alrededor buscándola con desesperación y sus ojos se detuvieron de nuevo en el viejo Rail, que le gritaba arrodillado.

«¿Qué querrá de mí? —se preguntó Bahn frenéticamente—, ¿Esperará que le cure yo la mano?»

En las puertas, las tropas defensivas caían como trigo segado. Eran reclutas inexpertos, a diferencia de los soldados profesionales mannianos. Desde algún lugar indeterminado a su espalda, un sargento gritaba a los hombres que mantuvieran la posición; la saliva salía disparada de su boca mientras empujaba a los reclutas tratando de formar una línea. Nadie le hacía caso y los hombres que había en torno a Bahn intentaban zafarse del suboficial, maldecían y chillaban con el único deseo de huir.

Bahn comprendió entonces que era inútil. Además, no encontraba la espada. Había otras hojas abandonadas, pero ninguna con una empuñadura de su talla y, por algún motivo que en ese momento tenía mucho sentido, dar con la espada apropiada era capital. Quizá si la hubiera encontrado, habría muerto aquel mismo día. En cambio, en esos breves instantes que pasó buscando en vano se esfumó la necesidad acuciante de luchar que había brotado espontáneamente en su interior, y sólo deseó por encima de cualquier cosa volver a ver a Marlee. Ver a su hijo cuando naciera. Vivir.

Agarró al viejo Rail y se lo echó desmañadamente sobre los hombros. Le Saquearon las piernas, pero el miedo le insufló nuevas fuerzas. Se dejó arrastrar hacia las puertas de la segunda muralla por la marea de hombres que retrocedían llevados por el pánico, echando la vista atrás por encima de su hombro y por encima de Rail sin decir una palabra, sin proferir un solo grito; de su boca sólo salía el estertor ronco de sus jadeos. Incluso Rail cambió los gritos por una ristra interminable de agradecimientos que manaba entrecortadamente de sus labios al ritmo de las zancadas de Bahn.

Aquello se había convertido en una carrera frenética. Centenares de hombres se deshacían de sus armas y escudos y cruzaban apresuradamente el campo de batalla en retirada. Aún quedaba un buen trecho hasta alcanzar la segunda torre y ponerse a salvo. A Bahn cada vez le pesaba más el viejo Rail y sus zancadas fueron acortándose inevitablemente hasta que quedó rezagado del grupo principal de fugitivos. Rail le gritaba que fuera más rápido y le advertía de la proximidad del enemigo. Pero Bahn no necesitaba que se lo recordaran; ya oía los alaridos enfervorizados de los mannianos que corrían en su persecución.

Fueron los últimos en entrar antes de que a su espalda las puertas se cerraran apresuradamente y quedaran selladas. Hombres menos afortunados que quedaron atrapados al otro lado aporreaban las puertas, suplicando que volvieran a abrirlas, gritando que tenían esposa e hijos esperándoles en casa; maldijeron e imploraron. Las puertas permanecieron cerradas.

Bahn cayó desplomado y escuchó los gritos procedentes del otro lado de la entrada, nunca se había sentido tan agradecido por nada en toda su vida como por no haberse quedado fuera.

Abrumado, con los ojos cerrados, había permanecido un buen rato tirado boca abajo en la tierra, sollozando.

Ahora una racha de viento tibio y húmedo peinó el Monte de la Verdad. Bahn suspiró, dejando salir una bocanada de aire cálido, y regresó al presente, a la colina, a la luz estival y a su hijo, que miraba fascinado las murallas.

—¿Quieres? —le preguntó Marlee, ofreciéndole una jarra de sidra con movimientos lentos y delicados para no despertar a la pequeña colgada a su espalda.

Bahn tenía la boca seca. Tomó un trago y mantuvo unos segundos el dulce licor en la boca antes de tragarlo. Luego siguió la mirada de su hijo.

Mientras Juno y él contemplaban en silencio la escena, algún proyectil esporádico impactaba o rebotaba en la muralla todavía en pie más próxima al ejército imperial. El gigantesco glacis de tierra —una de las ingeniosas innovaciones que les habían permitido resistir el asedio de los mannianos durante tanto tiempo— que precedía de punta a punta la fortificación exterior desviaba o absorbía los impactos. Aun así, se habían abierto algunos huecos en el glacis y la falta de almenas y bloques de piedra en los tramos de muralla situados justo detrás de ellos le confería un aspecto de boca desdentada. Acurrucados a lo largo de aquellas defensas irregulares se atisbaba una línea de soldados con capas rojas, entre los que había cuadrillas de artilleros que respondían al fuego enemigo hostigando constantemente las líneas mannianas con balistas achaparradas y cañones.

A este lado de las murallas interiores, con guarniciones mucho más nutridas en comparación con las de la fortificación exterior, grúas y obreros se afanaban en la edificación de otra muralla. De momento los mannianos habían destruido cuatro defensas con sus incesantes descargas de artillería, a expensas, eso sí, de una inversión desmedida de pertrechos. Para contrarrestarlo, las fuerzas defensivas habían levantado dos murallas nuevas que reemplazaban las derruidas. Sin embargo, era una entelequia pensar que podían estar construyendo murallas indefinidamente. La fortificación más reciente se erigía cerca del canal que atravesaba en línea recta el istmo de Lans conectando ambas bahías. No muy lejos del canal, el istmo daba paso al Monte de la Verdad, y más allá se extendía la ciudad propiamente dicha. Era evidente que estaban quedándose sin espacio.

El hijo de Bahn miraba detenidamente la muralla atacada. A lo largo de la línea de almenas, entre las descargas con que respondían cañones y balistas y los disparos esporádicos de los rifles de cañón largo, los hombres seguían trabajando con las grúas, levantando enormes paladas de tierra y roca. Algunas cargas descendían enganchadas de las cuerdas hasta desaparecer de la vista detrás de la muralla, mientras que otras simplemente se vertían sobre el muro. Mientras Bahn y su hijo contemplaban los trabajos, una cuadrilla de obreros que tiraba de la cuerda de una grúa cayó sepultada por una lluvia de escombros.

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