Pero éste fue el Mundial de Maradona. Contra Inglaterra, Maradona vengó con dos goles de zurda al orgullo patrio malherido en las Malvinas: hizo uno con la mano izquierda, que él llamó
mano de Dios
, y el otro con la pierna izquierda, después de haber tumbado por los suelos a la defensa inglesa.
Argentina disputó la final contra Alemania. Fue de Maradona el pase decisivo, que dejó solo a Burruchaga para que Argentina se impusiera 3 a 2 y ganara el campeonato cuando ya el reloj señalaba el fin del partido, pero antes había ocurrido otro gol memorable: Valdano arrancó con la pelota desde el arco argentino, cruzó toda la cancha y cuando Schumacher le salió al cruce, la colocó contra el poste derecho. Valdano venía hablando con la pelota, le venía rogando:
—
Por favor, entrá.
Francia se clasificó en tercer lugar, seguida por Bélgica. El inglés Lineker encabezó la tabla de goleadores, con seis tantos. Maradona hizo cinco goles, como el brasileño Careca y el español Butragueño.
V
enido desde quién sabe qué región del aire, el tigre aparece, pega su zarpazo y se esfuma. El arquero, atrapado en su jaula, no tiene tiempo ni de pestañear. En un fogonazo, Romario asesta sus goles de media vuelta, de chilena, de volea, de chanfle, de taco, de punta, o de perfil.
Romario nació en la miseria, en la favela de Jacarezinho, pero desde niño ensayaba la firma para los muchos autógrafos que iba a firmar en la vida. Trepó a la fama sin pagar los impuestos de la mentira obligatoria: este hombre muy pobre se dio siempre el lujo de hacer lo que quería, disfrutón de la noche, parrandero, y siempre dijo lo que pensaba sin pensar lo que decía.
Ahora tiene una colección de Mercedes Benz y doscientos cincuenta pares de zapatos, pero sus mejores amigos siguen siendo aquellos impresentables buscavidas que en la infancia le enseñaron el secreto del zarpazo.
J
ugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.
Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado de ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y el crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el
Pequeño Larousse Ilustrado
, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».
Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas de los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante
sudaca
intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban
jamón con rulos
. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la
camorra
, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.
«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el
Pibe de Oro
no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.
Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.
La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, el precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.
Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, le reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del
show
que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:
—
El último astro argentino fue Di Stéfano.
Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. Él puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.
L
a FIFA, que tiene trono y corte en Zurich, el Comité Olímpico Internacional, que reina desde Lausana, y la empresa ISL Marketing, que en Lucerna teje sus negocios, manejan los campeonatos mundiales de fútbol y las olimpíadas. Como se ve, las tres poderosas organizaciones tienen su sede en Suiza, un país que se ha hecho famoso por la puntería de Guillermo Tell, la precisión de sus relojes y su religiosa devoción por el secreto bancario. Casualmente, las tres tienen un extraordinario sentido del pudor en todo lo que se refiere al dinero que pasa por sus manos y al que en sus manos queda.
La ISL Marketing posee, al menos hasta fin de siglo, los derechos exclusivos de venta de la publicidad en los estadios, los filmes y videocasetes, las insignias, banderines y mascotas de las competencias internacionales. Este negocio pertenece a los herederos de Adolph Dassler, el fundador de la empresa Adidas, hermano y enemigo del fundador de la competidora Puma. Cuando otorgaron el monopolio de esos derechos a la familia Dassler, Havelange y Samaranch estaban ejerciendo el noble deber de la gratitud. La empresa Adidas, la mayor fabricante de artículos deportivos en el mundo, había contribuido muy generosamente a edificarles el poder. En 1990, los Dassler vendieron Adidas al empresario francés Bernard Tapie, pero se quedaron con la ISL, que la familia sigue controlando en sociedad con la agencia publicitaria japonesa Dentsu.
El poder sobre el deporte mundial no es moco de pavo. A fines de 1994, hablando en Nueva York ante un círculo de hombres de negocios, Havelange confesó algunos números, lo que en él no es nada frecuente:
—
Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanza, anualmente, la suma de 225 mil millones de dólares.
Y se vanaglorió comparando esa fortuna con los 136 mil millones de dólares facturados en 1993 por la General Motors, que figura a la cabeza de las mayores corporaciones multinacionales.
En ese mismo discurso, Havelange advirtió que «el fútbol es un producto comercial que debe venderse lo más sabiamente posible», y recordó la ley primera de la sabiduría en el mundo contemporáneo:
—
Hay que tener mucho cuidado con el envoltorio.
La venta de los derechos para televisión es la veta que más rinde, dentro de la pródiga mina de las competencias internacionales, y la FIFA y el Comité Olímpico Internacional reciben la parte del león de lo que paga la pantalla chica. El dinero se ha multiplicado espectacularmente desde que la tele empezó a trasmitir en directo, para todos los países, los torneos mundiales. Las Olimpíadas de Barcelona recibieron de la televisión en 1993, seiscientas treinta veces más dinero que las Olimíadas de Roma en 1960, cuando la transmisión sólo llegaba al ámbito nacional.
Y a la hora de decidir cuáles serán las empresas anunciantes de cada torneo, tanto Havelange y Samaranch como la familia Dassler lo tienen claro: hay que elegir a las que pagan más. La máquina que convierte toda pasión en dinero no puede darse el lujo de promover los productos más sanos y más aconsejables para la vida deportiva: lisa y llanamente se pone siempre al servicio de la mejor oferta, y sólo le interesa saber si Mastercard paga mejor o peor que Visa y si Fujifilm pone o no pone sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca-Cola, nutritivo elixir que no puede faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la lista. Sus millonarias virtudes la ponen fuera de discusión.
En este fútbol de fin de siglo, tan pendiente del
marketing
y de los
sponsors
, nada tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes de Europa sean empresas que pertenecen a otras empresas. La Juventus de Turín forma parte, como la Fiat, del grupo Agnelli. El Milan integra la constelación de trescientas empresas del grupo Berlusconi. El Parma es de Parmalat. La Sampdoria, del grupo petrolero Mantovani. La Fiorentina, del productor de cine Cecchi Gori. El Olympique de Marsella fue lanzado al primer plano del fútbol europeo cuando se convirtió en una de las empresas de Bernard Tapie, hasta que un escándalo de sobornos arruinó al exitoso empresario. El París Saint-Germain pertenece al Canal Plus de la televisión. La peugeot,
sponsor
del club Sochaux, es también dueña de su estadio. La Philips es la dueña del club holandés PSV de Eindhoven. Se llaman Bayer los dos clubes de la primera división alemana que la empresa financia: el Bayer Leverkusen y el Bayer Uerdingen. El inventor y dueño de las computadoras Astrad es también propietario del club británico Tottenham Hotspur, cuyas acciones se cotizan en bolsa, y el Blackburn Rover pertenece al grupo Walker. En Japón, donde el fútbol profesional tiene poco tiempo de vida, las principales empresas han fundado clubes y han contratado estrellas internacionales, a partir de la certeza de que el fútbol es un idioma universal que puede contribuir a la proyección de sus negocios en el mundo entero. La empresa eléctrica Furukawa fundó el club Nagoya Grampus, que contó en sus filas con el goleador inglés Gary Lineker. El veterano pero siempre brillante Zico jugó para el Kashima, que pertenece al grupo industrial y financiero Sumitomo. Las empresas Mazda, Mitsubishi, Nissan, Panasonic y Japan Airlines también tienen sus propios clubes de fútbol.