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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (27 page)

BOOK: El general en su laberinto
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El doctor Révérend tenía treinta y cuatro años, y era seguro de sí, culto y de buen vestir. Había llegado seis años antes, desencantado por la restauración de los borbones en el trono de Francia, y hablaba y escribía un castellano correcto y fluido, pero el general aprovechó la primera ocasión para darle una prueba de su buen francés. El doctor lo agarró al vuelo.

«Su Excelencia tiene acento de París», le dijo.

«De la rué Vivienne», dijo él, animándose. «¿Cómo lo sabe?»

«Me precio de adivinar hasta la esquina de París donde se ha criado una persona, sólo por su acento», dijo el médico. «Aunque nací y viví hasta muy grande en un pueblecito de Normandía».

«Buenos quesos pero mal vino», dijo el general.

«Quizás sea el secreto de nuestra buena salud», dijo el médico.

Se ganó su confianza pulsando sin dolor el lado pueril de su corazón. Se la ganó más aún, pues en vez de recetarle nuevas medicinas le dio de su mano una cucharada del jarabe que le había preparado el doctor Gastelbondo para aliviarle la tos, y una pastilla calmante que se tomó sin resistencia por los deseos que tenía de dormir. Siguieron conversando un poco de todo hasta que el somnífero hizo su efecto, y el médico salió en puntillas de la habitación. El general Montilla lo acompañó hasta su casa con otros oficiales, y se alarmó cuando el doctor le dijo que pensaba dormir vestido por si lo requerían de urgencia a cualquier hora.

Révérend y Night no se pusieron de acuerdo en las varias reuniones que tuvieron durante la semana. Révérend estaba convencido de que el general padecía de una lesión pulmonar cuyo origen era un catarro mal cuidado. Por el color de la piel y por las fiebres vespertinas, el doctor Night estaba convencido de que era un paludismo crónico. Coincidían, sin embargo, en la gravedad de su estado. Solicitaron a otros médicos para zanjar el desacuerdo, pero los tres de Santa Marta, y otros de la provincia, se negaron a acudir sin explicaciones. De modo que los doctores Révérend y Night acordaron un tratamiento de compromiso a base de bálsamos pectorales para el catarro y papeletas de quinina para la malaria.

El estado del enfermo se había deteriorado aún más en el fin de semana por un vaso de leche de burra que se bebió de su cuenta y riesgo a escondidas de los médicos. Su madre la bebía tibia con miel de abejas, y se la hacía beber a él siendo muy niño para endulzarle la tos. Pero aquel sabor balsámico, asociado de un modo tan íntimo a sus recuerdos más antiguos, le revolvió la bilis y le descompuso el cuerpo, y su postración fue tal que el doctor Night anticipó su viaje para mandarle un especialista desde Jamaica. Mandó dos con toda clase de recursos, y con una rapidez increíble para su tiempo, pero demasiado tarde.

Con todo, el estado de ánimo del general no se correspondía con su postración, pues actuaba como si los males que lo estaban matando no fueran más que molestias banales. Pasaba la noche despierto en la hamaca contemplando las vueltas del faro en la fortaleza del Morro, soportando los dolores para no delatarse con sus quejidos, sin apartar la vista del esplendor de la bahía que él mismo había considerado como la más bella del mundo.

«Me duelen los ojos de tanto mirarla», decía.

Durante el día, se esforzaba por demostrar su diligencia de otras épocas, y llamaba a Ibarra, a Wilson, a Fernando, a quien estuviera más cerca, para instruirlo sobre las cartas que ya no tenía paciencia para dictar. Sólo José Palacios tuvo el corazón bastante lúcido para darse cuenta de que aquellas urgencias estaban ya viciadas de postrimerías. Pues eran disposiciones para el destino de sus allegados, y aun de algunos que no estaban en Santa Marta. Olvidó el altercado con su antiguo secretario, el general José Santana, y le consiguió un cargo en el servicio exterior para que disfrutara de su nueva vida de recién casado. Al general José María Carreño, de cuyo buen corazón solía hacer elogios merecidos, lo puso en el camino que había de llevarlo con los años a ser presidente encargado de Venezuela. Pidió a Urdaneta cartas de servicio para Andrés Ibarra y José Laurencio Silva, de modo que pudieran disponer al menos de un sueldo regular en el futuro. Silva llegó a ser general en jefe y secretario de guerra y marina de su país, y murió a los ochenta y dos años, con la vista nublada por las cataratas que tanto había temido, y viviendo de una cédula de invalidez que obtuvo al cabo de arduas diligencias para probar sus méritos de guerra con sus numerosas cicatrices.

El general trató también de convencer a Pedro Briceño Méndez para que volviera a la Nueva Granada a ocupar el ministerio de la guerra, pero la prisa de la historia no le dio tiempo. A su sobrino Fernando le hizo un legado testamentario para facilitarle un buen camino en la administración pública. Al general Diego Ibarra, que había sido su primer edecán y una de las pocas personas a quienes tuteaba y lo tuteaban en privado y en público, le aconsejó trasladarse a algún lugar donde fuera más útil que en Venezuela. Aun al general Justo Briceño, con quien seguía disgustado por aquellos días, había de solicitarle en su lecho de muerte el último favor de su vida.

Tal vez sus oficiales no imaginaron nunca hasta qué punto aquel reparto unificaba sus destinos. Pues todos ellos iban a compartir para bien o para mal el resto de sus vidas, incluso la ironía histórica de estar juntos otra vez en Venezuela, cinco años más tarde, peleando al lado del comandante Pedro Garujo en una aventura militar en favor de la idea bolivariana de la integración.

Ya no eran maniobras políticas sino disposiciones testamentarias en favor de sus huérfanos, y Wilson acabó de confirmarlo por una declaración sorprendente que el general le dictó en una carta a Urdaneta: «Lo de Riohacha está perdido». Esa misma tarde recibió el general una esquela del obispo Estévez, el impredecible, que le pedía interponer sus altos oficios ante el gobierno central para que Santa Marta y Riohacha fueran declaradas departamentos, y de ese modo poner término a la discordia histórica con Cartagena. El general hizo una señal de desaliento a José Laurencio Silva cuando éste acabó de leerle la carta.

«Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir», le dijo. Más tarde, mientras despachaba con Fernando la correspondencia atrasada, fue todavía más amargo.

«Ni siquiera la contestes», le dijo. «Que esperen a que yo tenga tres cargas de tierra encima para que hagan lo que les dé la gana».

Su ansiedad constante por cambiar de clima lo mantenía al borde de la demencia. Si el tiempo era húmedo quería uno más seco, si era frío lo quería templado, si era serrano lo quería marino. Esto le alimentaba el desasosiego perpetuo de que abrieran la ventana para que entrara el aire, que la volvieran a cerrar, que pusieran la poltrona de espaldas a la luz, otra vez para acá, y sólo parecía lograr alivio meciéndose en la hamaca con las fuerzas exiguas que le quedaban.

Los días de Santa Marta se hicieron tan lúgubres, que cuando el general recobró un poco de sosiego y reiteró la disposición de irse a la casa de campo del señor de Mier, el doctor Révérend fue el primero en alentarlo, consciente de que aquellos eran los síntomas finales de una postración sin regreso. La víspera del viaje escribió a un amigo: «Me moriré cuando más tarde dentro de un par de meses». Fue una revelación para todos, porque muy pocas veces en su vida, y menos en los últimos años, se le había escuchado una mención de la muerte.

La Florida de San Pedro Alejandrino, a una legua de Santa Marta en las estribaciones de la Sierra Nevada, era una plantación de caña de azúcar con un ingenio para hacer panelas. En la berlina del señor de Mier, el general hizo el polvoriento camino que su cuerpo sin él había de hacer diez días después en sentido contrario, envuelto en su vieja manta de los páramos sobre una carreta de bueyes. Mucho antes de ver la casa sintió la brisa saturada de melaza caliente, y sucumbió a las insidias de la soledad.

«Es el olor de San Mateo», suspiró.

El ingenio de San Mateo, a veinticuatro leguas de Caracas, era el centro de sus añoranzas. Allí fue huérfano de padre a los tres años, huérfano de madre a los nueve, y viudo a los veinte. Se había casado en España con una bella muchacha de la aristocracia criolla, parienta suya, y su única ilusión de entonces era ser feliz con ella mientras fomentaba su inmensa fortuna como señor de vidas y haciendas en el ingenio de San Mateo. Nunca se estableció a ciencia cierta si la muerte de la esposa a los ocho meses de la boda fue causada por una fiebre maligna o por un accidente doméstico. Para él fue su nacimiento histórico, pues había sido un señorito colonial deslumbrado por los placeres mundanos y sin un mínimo interés por la política, y a partir de entonces se convirtió sin transiciones en el hombre que fue para siempre. Nunca más habló de su esposa muerta, nunca más la recordó, nunca más intentó sustituirla. Casi todas las noches de su vida soñó con la casa de San Mateo, y a menudo soñaba con su padre y su madre y con cada uno de sus hermanos, pero nunca con ella, pues la había sepultado en el fondo de un olvido estanco como un recurso brutal para poder seguir vivo sin ella. Lo único que logró remover su memoria por un instante fue el olor de la melaza de San Pedro Alejandrino, la impavidez de los esclavos en los trapiches que no le dedicaron ni siquiera una mirada de lástima, los árboles inmensos en torno de la casa recién pintada de blanco para recibirlo, el otro ingenio de su vida donde un destino ineludible lo llevaba a morir.

«Se llamaba María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza», dijo de pronto.

El señor de Mier estaba distraído.

«¿Quién es?», preguntó.

«La que fue mi esposa», dijo él, y reaccionó de inmediato: «Pero olvídelo, por favor: fue un percance de mi infancia».

No dijo más.

El dormitorio que le asignaron le causó otro extravío de la memoria, así que lo examinó con una atención meticulosa, como si cada objeto le pareciera una revelación. Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado ^n la una y siete minutos.

«Hemos estado aquí antes», dijo.

Más tarde, cuando José Palacios le dio cuerda al reloj y lo puso en la hora real, el general se acostó en la hamaca tratando de dormir aunque fuera un minuto. Sólo entonces vio la Sierra Nevada por la ventana, nítida y azul, como un cuadro colgado, y la memoria se le perdió en otros cuartos de otras tantas vidas.

«Nunca me había sentido tan cerca de mi casa», dijo.

La primera noche de San Pedro Alejandrino durmió bien, y al día siguiente parecía restablecido de sus dolores, hasta el punto de que hizo un recorrido de los trapiches, admiró la buena casta de los bueyes, probó la miel, y sorprendió a todos con su sabiduría sobre las artes del ingenio. El general Montilla, asombrado de semejante cambio, le pidió a Révérend que le hablara con la verdad, y este le explicó que la mejoría imaginaria del general era frecuente en los moribundos. El final era cosa de días, de horas, quizás. Aturdido por la mala noticia, Montilla dio un puñetazo contra la pared desnuda, y se destrozó la mano. Nunca más, por el resto de su vida, volvería a ser el mismo. Le había mentido muchas veces al general, siempre de buena fe y por razones de política menuda. Desde aquel día le mintió por caridad, e instruyó en ese sentido a quienes tenían acceso a él.

Esa semana llegaron a Santa Marta ocho oficiales de alto rango expulsados de Venezuela por actividades contra el gobierno. Entre ellos se encontraban algunos de los grandes de la gesta libertadora: Nicolás Silva, Trinidad Portocarrero, Julián Infante. Montilla les pidió no sólo que le ocultaran al general moribundo las malas noticias, sino que le mejoraran las buenas, en busca de un alivio para el más grave de sus muchos males. Ellos fueron más lejos, y le hicieron un informe tan alentador de la situación de su país, que lograron encender en sus ojos el fulgor de otros días. El general retomó el tema de Riohacha, cancelado desde hacía una semana, y volvió a hablar de Venezuela como una posibilidad inminente.

«Nunca habíamos tenido una ocasión mejor para empezar otra vez por el camino recto», dijo. Y concluyó con una convicción irrebatible: «El día que yo vuelva a pisar el valle de Aragua, todo el pueblo venezolano se levantará a mi favor».

En una tarde trazó un nuevo plan militar en presencia de los oficiales visitantes, que le prestaron la ayuda de su entusiasmo compasivo. Sin embargo, tuvieron que continuar toda la noche oyéndolo anunciar en tono profetice cómo iban a reconstituir desde sus orígenes y esta vez para siempre el vasto imperio de sus ilusiones. Montilla fue el único que se atrevió a contrariar el estupor de quienes creyeron estar escuchando los desafueros de un loco.

«Cuidado», les dijo, «que lo mismo creyeron en Casa-coima».

Pues nadie había olvidado el 4 de julio de 1817, cuando el general tuvo que pasar la noche sumergido en la laguna de Casacoima, junto con un reducido grupo de oficiales, entre ellos Briceño Méndez, para ponerse a salvo de las tropas españolas que estuvieron a punto de sorprenderlos en descampado. Medio desnudo, tiritando de fiebre, empezó de pronto a anunciar a gritos, paso por paso, todo lo que iba a hacer en el futuro: la toma inmediata de Angostura, el paso de los Andes hasta liberar a la Nueva Granada y más tarde a Venezuela, para fundar Colombia, y por último la conquista de los inmensos territorios del sur hasta el Perú. «Entonces escalaremos el Chimborazo y plantaremos en las cumbres nevadas el tricolor de la América grande, unida y libre por los siglos de los siglos», concluyó. También quienes lo escucharon entonces pensaron que había perdido el juicio, y sin embargo fue una profecía cumplida al pie de la letra, paso por paso, en menos de cinco años.

Por desgracia, la de San Pedro Alejandrino fue sólo una visión de malas vísperas. Los tormentos aplazados en la primera semana se precipitaron juntos en una ráfaga de aniquilación total. Para entonces, el general se había disminuido tanto, que tuvieron que darle una vuelta más a los puños de la camisa y le cortaron una pulgada a los pantalones de pana. No lograba dormir más de tres horas al principio de la noche y el resto lo pasaba sofocado por la tos, o alucinado por el delirio, o desesperado por el hipo recurrente que empezó en Santa Marta y se fue haciendo cada vez más tenaz. Por la tarde, mientras los otros dormitaban, entretenía el dolor contemplando por la ventana los picos nevados de la sierra.

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