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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (25 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—Salía a buscar una toalla. Dentro no había ninguna...

Saltó del sofá y fue disparado a un armario empotrado del que sacó un par de diferentes tamaños. Se las acercó apartando a duras penas la mirada, fijándose en última instancia en un antojo en forma de pájaro que Mei tenía bajo la clavícula.

—Lo siento —se excusó ella mientras se enrollaba la más grande.

—Soy yo el que lo siente. Debería habértelas preparado ayer.

—Demasiado estás haciendo ya por mí.

Caminó hacia el dormitorio.

—Mei...

Ella se giró, lo justo para mirarle.

—¿Sí?

¿Quieres que te acompañe?, sonó en la cabeza de él.

—Pídeme cualquier otra cosa que necesites —fue lo que dijo.

Se perdió tras la puerta.

Emilian comenzó a recoger del suelo sus papeles, pero al instante se sentó en el sofá y se llevó las manos a la cara. Estaba confuso. Decidió hacer como Mei y darse una ducha. Escogió un pantalón y una camisa y entró en el baño. Cuando salió de nuevo al salón la encontró curioseando en el estante donde archivaba las memorias de sus proyectos y las revistas en las que aparecían publicados sus trabajos de investigación. Se tomó un par de segundos para contemplarla. Llevaba un vestido muy corto de lana ajustado a su cuerpo, de rayas blancas y negras, con medias tupidas y zapatos de tacón. Le pareció que bajo el vestido no llevaba nada, ni siquiera sujetador. Los labios rojo intenso y el pelo suelto y liso como una tabla. El flequillo le cubría la frente, remarcando más aún los ojos perfilados en negro. A Emilian le pareció más japonesa que nunca y no pudo reprimir una sonrisa. Ella se volvió.

—¿Por qué me miras así?

—Estás muy guapa —respondió sin tapujos.

Mei se concentró en una carpeta que había cogido.

—No me habías dicho que participaste en la Cumbre de Kioto —comentó leyendo la carátula—. Tuviste tu propia ponencia...

Emilian se quedó helado al ver que tenía en las manos el informe del Protocolo sobre los beneficios de la energía nuclear en cuya confección participó de forma activa. Era cierto que aquel trabajo supuso un antes y un después en su carrera, pero prefería no hablar de él para no arriesgarse a una discusión que pudiera abrir una brecha temprana entre los dos. No tenía ningún problema en desvelarle su inclinación hacia esa fuente energética, pero era consciente de que su postura era bien replicable, y más aún por alguien en las circunstancias personales de Mei. En realidad, muchos japoneses veían con especial recelo todo lo que les recordaba a las bombas, aunque su gobierno fuese uno de los líderes mundiales en la carrera nuclear y siguiera apostando por la construcción de nuevas plantas. Como siempre ocurre no había una única verdad, y ninguna era del todo cierta. Fue hacia Mei y casi le arrancó la carpeta de la mano.

—No te aburras con esto.

—De verdad quiero verlo.

—Si queremos encontrar libre a Marek será mejor que salgamos ya —insistió un tanto condescendiente mientras volvía a colocar la carpeta en el lugar del que Mei la había sacado.

Caminaron hasta la plaza de Cornavin para coger el tranvía. En unos veinte minutos estaban llegando al parque Ariana en el que se ubicaba el Palacio de las Naciones. Cada vez que Emilian pisaba sus amplias extensiones de hierba se sentía preso de un sentimiento dual. Por un lado le sacaba de quicio la falta de operatividad de la ONU, un convidado de piedra al que la mayoría de los gobiernos sólo querían tener cerca por cuestiones de imagen, pero por otro sabía que valía la pena apostar por el espíritu de hermanamiento que propugnaba. Desde un plano más superficial, le encantaba aquel vergel abierto, limpio, con sus edificios de corte clásico, perfectos como maquetas de corcho, dispersos por tenues colinas desde las que se contemplaban el lago Leman y los Alpes cercanos. Había formado parte del IPCC tanto tiempo que sentía aquel escenario un poco suyo. Por eso, ahora que le habían expulsado del Panel, el verse cruzando las puertas de cristal del palacio como un ciudadano más le provocó una pena inmensa.

Preguntaron por Marek Baunmann en el mostrador de acceso y esperaron a que bajase a buscarlos. No paraban de entrar y salir hombres y mujeres de todas las nacionalidades, hablando diferentes idiomas y formando un collage de ropas tradicionales: túnicas recias, guayaberas, floridas camisas, corbatas de cachemir y faldas con estampados de tigres enseñando las fauces. Mei se fijó en la escultura por la no proliferación de las armas nucleares que había donado el gobierno alemán. La habían colocado en el hall, como si supieran que ella iba a ir.

—Este lugar es enorme —dijo.

—Ten en cuenta que aglutina casi todas las agencias internacionales: UNICEF, ACNUR, la OMS... Se celebran cerca de diez mil reuniones y más de quinientas grandes conferencias cada año.

—¿Cuánta gente trabaja en la Agencia de Energía Atómica?

—La sede principal está en Viena, por lo que aquí sólo tienen una oficina pequeña. Pero aun así gestionan programas importantes. Casi todos los estados del globo están adscritos.

—Pero no todos —afinó ella.

—Para eso precisamente se creó la Agencia. Para controlar el uso militar de la energía nuclear y favorecer... —dudó un instante— sus aplicaciones pacíficas.

—Supongo que por eso les dieron el Nobel de la Paz —apuntó Mei refiriéndose al premio que la OIEA recibió en 2005.

Emilian no detectó si había algo de sorna en sus palabras.

—Estuvo bien dado. Los programas de desarme y no proliferación se hallaban en un punto muerto y comenzaban a surgir nuevas amenazas de grupos terroristas. —Señaló hacia uno de los ascensores—. Ahí llega Marek.

Se dieron un fuerte apretón de manos.

—Querido amigo, ésta es Mei.

Marek la saludó cordial, pero mucho más serio de lo que era de esperar en él.

—¿Ocurre algo? —adivinó Emilian.

—Hemos de hablar. —Miró a ambos lados—. No quiero subiros a la Agencia. Mejor vayamos al Salón de Delegados.

Se refería a un pequeño bar de estilo inglés, de acceso restringido para el personal y los diplomáticos, ubicado en una esquina del pasillo que llevaba a la gran Sala del Consejo. Allí, entre el humo del café con pastas que servía un solitario camarero, solían cocerse más acuerdos que en cualquier espacio oficial de reuniones del palacio. Se sentaron en los sillones de cuero frente a la mesita situada más al fondo y pidieron unos zumos.

Marek dejó que Emilian le hablase de forma escueta de Mei y le contase todo lo ocurrido en la bodega de Concentric Circles que encontró en Rolle. Cuando hubo terminado, comenzó a hablar él.

—Me han dado un toque —le confió con gravedad.

—¿Cómo?

—Ya sabes que lo primero que hice cuando me pediste información sobre aquel mecenas fue preguntar a los chicos del departamento. Cualquiera de ellos ha podido hablar con...

¡Qué sé yo con quién! El caso es que me han abroncado por husmear acerca de un donante habitual que lo único que exige es anonimato.

Mei los observaba callada.

—Debió de ser después de que me sorprendieran en la bodega.

—Por Dios, Emilian, no creo que eso tuviera nada que ver.

La llamada de atención de mis jefes fue sólo porque temen perder una fuente de financiación. ¿Cómo iban a saber que tu visita a Rolle tenía algo que ver conmigo?

—Puede que aquellos dos se quedaran con mi matrícula —le cortó preocupado.

—Estás paranoico. No conviertas un tema de protección de datos en una película de gánsteres.

—¿Quién te ha llamado la atención? —le preguntó directo Emilian.

—No voy a decírtelo.

—Marek...

—Me juego mi nuevo puesto, Emilian. Tú estás tranquilo porque no tienes nada que perder aquí.

—Gracias por recordármelo.

—No quería que sonase así. Pero lo cierto es que de nada te serviría conocer el nombre del mensajero. En estos casos siempre es igual: va formándose una cadena cuyo eslabón originario es imposible de localizar.

El camarero se acercó para ofrecerles más zumo. Marek lo rehusó con un gesto.

—No te preocupes —concluyó Emilian—. Y siento mucho lo ocurrido. Ya sabes que lo último que pretendía era perjudicarte.

Marek lo contempló durante unos segundos.

—¿Tan importante es para ti?

Ambos miraron a Mei.

—Olvidadlo los dos —salió al paso ella—. Os estoy muy agradecida.

Una vez que se despidieron, Emilian pidió a Mei que le acompañase a la biblioteca del palacio. Ya que estaba allí, aprovecharía para hacerse con las referencias de los informes del IPCC que quería incluir en su curriculum. Y mientras tanto quizá se le ocurriese hacia dónde continuar la búsqueda de ese misterioso Kazuo. Enfilaron un pasillo largo sin hablar. Mei se limitó a seguirle volviendo la cabeza hacia todas partes, como si quisiera memorizar las treinta y cuatro salas de conferencias y las tres mil oficinas que inundaban el complejo para reiniciar por sí sola la investigación.

Cuando salieron de la biblioteca, media hora después, se dieron de bruces con un tour organizado. Siempre había turistas en el palacio. En realidad los había por todo el parque Ariana. El señor de la Rive, antiguo propietario de los terrenos donde fueron levantados los edificios institucionales, antes de donarlos a la ciudad puso como condición que siempre estuvieran abiertos al público... además de otros dos requisitos más personales: que se le permitiera ser enterrado allí y que su pavo real fuese libre de pasear por los jardines, prerrogativa que se había extendido a sus alados sucesores como probaban los gritos que se escuchaban en la lejanía.

Emilian se apartó para dejar pasar a los turistas cuando oyó que alguien le llamaba. Era Sabrina, la guía del grupo, una joven italiana con los ojos de Sofía Loren y el desparpajo de Mastroiani.

—¿Has vuelto de Japón y no me has avisado? —exclamó mientras se lanzaba a abrazarle.

Se dieron tres besos.

—He pasado unos días un poco complicados.

Sabrina lanzó una mirada a Mei, que se había quedado un paso por detrás para no incomodar.

—Y además te has traído un recuerdo —bromeó la italiana con descaro.

—No tienes remedio —sonrió Emilian. Le hizo un gesto a Mei para que se acercase—. Dejad que os presente: Mei es una amiga; Sabrina, mi motor de acción verde.

Así la llamaba. Se conocieron un par de años atrás en una charla sobre urbanismo responsable que Emilian impartió a los miembros de un grupo ecologista. Entre ellos se encontraba Sabrina, una activista joven y comprometida que quedó admirada por el bagaje de Emilian, quien había colaborado con casi todas las organizaciones verdes del planeta. Aunque en los últimos tiempos había arrinconado su cara más beligerante, Emilian accedió a echarle una mano con las campañas de concienciación social de su pequeña ONG. Le gustaba su pasión latina. Por ello tampoco dudó en ayudarla cuando, unos meses atrás, Sabrina le pidió que moviera unos hilos para que la contrataran de guía en el palacio. Estaba preparando unas oposiciones a intérpretes de Naciones Unidas que no todos los años se convocaban, y así al menos podía ir conociendo las bambalinas de la casa.

Le dio a cada una un par de datos de la otra sin entrar en profundidades.

—Te he echado de menos —ronroneó Sabrina apoyando su cara en el hombro de él—. Últimamente no me llamas, ni me escribes correítos...

—Yo también te he echado de menos. No me habría venido mal tenerte cerca estas últimas semanas.

Ella le miró a los ojos teatralizando un gesto de sorpresa.

—¿No me estarás echando los tejos a estas alturas?

Rieron.

—Todo lo contrario. Lo que necesito es alguien dedicado en exclusiva a darme un par de sopapos cada vez que meto la pata. Si quieres el trabajo, es tuyo.

—Seguro que no es para tanto, ¿a que no? —le preguntó a Mei, dirigiéndose a ella como si la conociera de toda la vida.

Emilian se quedó pensativo. De repente estaba ajeno a la conversación, con la mirada perdida.

—Ven un momento —le pidió de pronto a Sabrina, apartándose hacia uno de los ventanales—. Tú también, Mei, por favor.

Sabrina se excusó con el responsable del grupo de turistas y fue tras ellos. Se apoyaron en un alféizar de mármol sobre el que se reflejaba el sol.

—¿Aún sigues saliendo con aquel chico del departamento de presupuestos? —le preguntó Emilian en tono conspirador.

Ella le miró con extrañeza.

—Eso es agua pasada —contestó—. Ahora tengo un novio belga, del FMI. Ya sabéis, cuando está en Bruselas toca sexo a distancia, pero es tan mono... Siempre nos queda el Skype.

Dedicó a Mei una mirada de complicidad.

—Y al otro, ¿ni siquiera le ves?

—¿A qué viene esto ahora? —se revolvió, dándose cuenta de que Emilian hablaba en serio.

—Necesito que contactes con él y le preguntes una cosa.

—¿Qué cosa?

—Si no recuerdo mal gestionaba ingresos, transferencias de los presupuestos independientes de las Agencias y todos esos trámites bancarios con las cuentas generales de la ONU, ¿no?

—Sí, pero...

—Entérate de si en sus listados aparece algo de esta empresa —murmuró mientras sacaba una libreta y un lapicero y anotaba el nombre y la dirección de la Concentric Circles de Kazuo.

—¿De verdad piensas que va a decírmelo? Seguro que es ilegal.

—Sabrina —sonrió Emilian—, con esos ojos tuyos...

Ella le pegó un manotazo en el brazo.

—¡Vete a la mierda! —Rió y volvió a mirar a Mei—. ¿Cómo puedes aguantar más de un minuto con alguien tan despreciable?

—Lo harás, ¿verdad que sí?

Se quedó pensativa un par de segundos.

—De acuerdo, pero a cambio me acompañarás mañana a la manifestación en contra del tren alemán de residuos radiactivos —le propuso satisfecha—. ¡Ah, no! —corrigió al momento con tono cáustico—. ¡Si tú eres un maldito defensor de la energía atómica! No sé por qué sigo hablando contigo. —Le dio otros tres besos y se despidió de Mei cuchicheando—. Tengo que volver con ellos o me van a echar. ¡Ya quedaremos tú y yo algún día sin este pesado!

Y tiró del grupo de turistas hacia la Sala XX coronada por la cúpula de Barceló.

Mei no ocultó su sorpresa.

—¿Qué ha querido decir tu amiga con que eres un defensor de la energía atómica?

Él tomó aire.

—Defiendo su utilización en lugar de los consumibles convencionales —declaró de golpe—. Como comencé a explicarte ayer, mi proyecto se basaba en una isla no contaminante, libre de emisiones, y la única forma de lograrlo es...

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