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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (24 page)

BOOK: El hereje
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Era el suyo un lenguaje abstruso para su tía que le miraba cada vez más perpleja. El tío Ignacio esbozó una sonrisa:

—Y ¿qué piensa hacer el bueno del perulero si tú le quitas la esquiladora? —apuntó con innegable lógica.

—Bueno, eso es cuenta suya. Él habrá hecho sus cálculos, supongo, pero por casar a su hija es posible que diera toda su fortuna. Yo, por mi parte, estoy enamorado. No sé bien qué significa esta palabra pero creo estar enamorado puesto que a su lado encuentro al mismo tiempo sosiego y excitación.

El tío Ignacio carraspeó:

—Casarse es quizá el paso más importante en la vida de un hombre, Cipriano. Y el amor algo más que sosiego y excitación.

Se hizo un silencio. Cipriano parecía reflexionar. Al cabo precisó un extremo importante:

—Él es perulero y, como buen perulero, ahorrador y tacaño. Viste de harapos y mata las liebres a garrotazos para poder comer carne al día siguiente. De ordinario almuerza olla y cena berza. Pero ella no es perulera. Y cuando su padre marchó a las Indias, hace diez años, se quedó a vivir con una tía en Sevilla. Es una muchacha educada, lo único que me detiene es su tamaño, tal vez desproporcionado para mí.

Ahora era doña Gabriela la que no quería hablar; no podía hacerlo sin herirle. El oidor volvió a carraspear; sentía compasión de su sobrino:

—¿No oíste nunca hablar de la atracción de los contrarios?

—No —confesó Cipriano.

—A veces uno se enamora de lo que no tiene y a su pareja le ocurre otro tanto. El hombre pequeño casado con mujer grande es un ejemplo de libro. Hay factores psicológicos que lo justifican.

Cipriano se interesó:

—Y en mi caso ¿cuál puede ser?

El tío Ignacio estaba lanzado:

—En tu caso, puedes haber visto en ella a la madre que no llegaste a conocer.

—Y ¿tiene que ser necesariamente grande?

—Es un nuevo dato, Cipriano. En la madre, el niño busca amparo, y es difícil que lo encuentre en otra persona físicamente más débil que él. Esa muchacha puede muy bien significar para ti el escudo protector que no tuviste en la infancia.

—Pero ella dice que me quiere. ¿Qué puede moverle a ella?

—La mutua atracción hombre pequeño—mujer grande es un hecho estudiado, no es ninguna novedad. Lo mismo que tú buscas en ella protección, ella busca en ti alguien a quien proteger. Opera en la mujer el instinto maternal. El instinto maternal no es más que eso, intentar ayudar a un ser más desvalido que ellas.

Doña Gabriela, que iba poco a poco digiriendo la desagradable novedad, no pudo contenerse:

—Pero, querido, ¿es tanta la diferencia?

—Demasiada, tía. Digamos ciento sesenta libras contra mis ciento siete.

Se hundía en un mar proceloso. Hablar era lo único que la sostenía:

—Y ¿cómo es, Cipriano?, ¿es hermosa?

—Yo no emplearía esa palabra aunque quizá lo sea. Su tez es blanca y su rostro demasiado grande para sus discretas facciones. Únicamente su mirada es especial, tierna, incitante. Unos ojos color miel que cambian de matices con la luz. Unos ojos bellísimos. Luego están su boca montaraz y la calidad de su carne; su tamaño y su blancura te inducirán a pensar en una mujer blanda cuando es todo lo contrario.

Cipriano se sofocó. De improviso se dio cuenta de que sus palabras habían ido demasiado lejos, venían a desvelar un conocimiento prematuro de su novia. Pensó que su tía iba a decirle algo al respecto pero su tía pensó lo que él pensaba y se desvió hábilmente por otro registro:

—¿Cómo se llama?

—Teodomira —dijo él.

—¡Dios mío! Es horrible —doña Gabriela no se pudo contener y se llevó sus cuidadas manos a los ojos. Terció el tío Ignacio:

—Esos detalles carecen de importancia.

La tía sonrió como si se excusase:

—Podemos llamarla Teo —dijo—. Eso no compromete a nada.

Prosiguió la conversación en una atmósfera tirante, donde ninguna de las partes se plegaba. Pero el sentido común de Ignacio Salcedo se fue imponiendo. Lo fundamental era estar seguro de su enamoramiento. En consecuencia, lo prudente sería esperar un par de meses antes de tomar una determinación.

El 17 de febrero, un día abierto y azul, de primavera anticipada, se cumplió el plazo. Vicente, el criado, limpió y preparó el coche la víspera para trasladar a La Manga a su amo con el tío Ignacio. Doña Gabriela prefirió no asistir. No teniendo Teo madre, le parecía improcedente su presencia. En realidad le asustaba. Cipriano, con traje de brocado y seda de ricos bordados y una presea pinjante en la pechera del jubón, pasó por la casa de su tío a recogerle. El oidor de la Cnancillería, con mangas folladas y jubón de raso carmesí, parecía arrancado de un cuadro, lo que indujo a Cipriano a pensar en los atuendos que encontraría en La Manga. Después de orillar los bógales del camino, conforme a su experiencia, el carruaje se detuvo ante la puerta de la parra junto al pozo. No había nadie en los alrededores. Hasta los perros y los gansos habían sido recogidos y Cipriano no reconoció a Octavia, la criada de Peñaflor, con toca y saya, cuando le abrió la puerta. En el salón, sentado junto al fuego, en una butaca de mimbre, como en un trono, esperaba don Segundo Centeno. Se había arreglado pelo y barba y había sustituido la carmenóla por una media gorra azul fuerte. Cipriano respiró hondo al advertir el cambio desde la puerta. Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un golpe de sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto de moda en España seis lustros atrás. Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia prosiguió con la aparición de Teodomira con un atuendo no menos impropio: una saya negra de cola corta, que trataba de escamotear su cuerpo, con un manto de burato de seda. Su físico resultaba un poco excesivo en todo caso. El propio tío Ignacio, de estatura media, era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso de todo eran aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos, moviéndose en la modesta sala, con fuego de leña, como en un escenario teatral.

Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le habló después de los tratos firmados con su sobrino que esperaba
redundaran
en beneficio mutuo. Más tarde abordó el tema de la vida en el campo de cuyas ventajas hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que don Ignacio fuese oidor de la Cnancillería y ambos acordaron firmar las capitulaciones matrimoniales después del almuerzo, en ausencia de los interesados.

Al sentarse a la mesa, la fuerza de la costumbre se impuso a la urbanidad y don Segundo Centeno despachó la empanada de cordero y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la quitó al advertir los escandalizados aspavientos de su hija al servir Octavia los entremeses fritos. Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un
salud
de alivio y un refrán que venía a exaltar una vez más las virtudes del campo sobre la ciudad y la excelencia de su comida.

—En las casas de postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho boato y poca tajada en el plato.

Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un tratamiento más ceremonioso aún: 
señor oidor
o
don Salcedo
, le llamaba. Daba la impresión de haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la muchacha aunque tuviera que desprenderse de su cachucha. Por su parte, el oidor, abrumado por la elementalidad del ganadero, deseaba dar la puntilla a una reunión que, desde su llegada, le había resultado incómoda. De acuerdo con sus deseos las capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno dotaría a su hija Teodomira con la friolera de mil ducados y don Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto de arras, la cantidad de quinientos. A partir de este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada vez que abría la boca. Daba la impresión de que la cifra anunciada por la
compra
de su hija le había sorprendido favorablemente. Otro tanto le había acontecido al oidor con la de la dote. Don Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó, como algo que no admitía vuelta de hoja, que la boda se celebraría en la iglesia parroquial de Peñaflor de Hornija, si
don Salcedo
no tenía nada que oponer, el 5 de junio a las nueve de la mañana. Y el
banquete
, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto familiar, en el patio delantero de su casa de labranza, junto a las teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento, pero, una vez en el coche, camino de Villanubla, entre dos luces, intentó hacer ver a su sobrino la disparidad de las partes:

—Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se deja la barba o no se afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.

Cipriano rompió a reír. El clarete de Cigales había hecho su efecto y la reacción de su tío le divertía:

—H... hoy estaba hecho un figurín —dijo—. Me gustan sus calzas de lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día de la boda.

El tono irónico de su sobrino le desarmó. Había subido al coche con la esperanza de hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En un último esfuerzo desesperado, el oidor le preguntó si aquella atracción que decía sentir hacia la hija de
el Perulero
no sería un simple
mal de amores
:

—¿Mal de amores? Y ¿eso qué es?

—Un deseo carnal que se impone a todo razonamiento —declaró el oidor.

—Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?

La línea del Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se agigantaban las encinas del trayecto.

—No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te medique sino simplemente para mantener con él una conversación.

Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la rodilla de su tío.

—Por ese lado puede vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo, no padezco
mal de amores
y voy a casarme.

El día 5 de junio, en la iglesia de Peñaflor, adornada con flores silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir doña Gabriela, aquejada de repentina indisposición, pero sí don Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, Martín Martín y los pastores de don Segundo en Wamba, Castrodeza y Ciguñuela. El banquete nupcial, en el patio de la casa grande, resultó muy animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un nervioso zapateado.

De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados. Teodomira se empeñaba en bajar a
Obstinado
, su caballo pío, a Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco tan innoble en la Corte. 
La Reina del Páramo
le replicó fuera de sí que si
Obstinado
no bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el casamiento. Aún trató de resistirse Cipriano pero, en vista de la intransigencia de su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado, bajó montando a
Obstinado
y ellos dos en el coche, a la rueda del de don Ignacio.

Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba para la que venía preparándose durante los dos últimos meses. Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa, empujó con el pie la puerta del dormitorio, avanzó con ella hasta el lecho nupcial y la depositó suavemente sobre el gran colchón de lana de La Manga que
el Perulero
les había regalado. Teodomira le miraba con sus redondos ojos de asombro:

—Tú das el pego, chiquillo. ¿Es posible saber de dónde sacas esas fuerzas? —preguntó.

IX

Los primeros meses de matrimonio fueron gozosos y apacibles para Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse Teo, desayunaba en la cama a las diez de la mañana, se arreglaba y bajaba un rato a la tienda. Algunas tardes daba un paseo con
Obstinado
hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a ver a su padre. Cipriano, consciente de que el penco de su esposa no era de recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, de hermosa presencia, que la hija de
el Perulero
rechazó toda alborotada, alegando que prefería su caballo de toda la vida que aquel pura sangre lleno de pretensiones.
La Reina del Páramo
tenía esos prontos. Era de buen conformar pero, de improviso, por cualquier nadería, le agarraba como una sofocación y, entonces, desvariaba, gritaba y se volvía irascible y agresiva. Él le echaba en cara que únicamente le movía el afán de llevar la contraria y ella que Cipriano se avergonzaba del paso que había dado, pero que, al tomarla por esposa, debía aceptarla con todas las consecuencias. De nuevo Cipriano tuvo que transigir y, en lo sucesivo, cada vez que salían de paseo a caballo, lo hacían por trayectos diferentes y, si se trataba de visitar a don Segundo, Teo le esperaba con su caballo manchado en la ribera opuesta del Puente Mayor, donde se reunían. Bastaron unas semanas para que Cipriano advirtiera una cosa importante: había ordenado su vida al margen de la indolencia de Teo y de los accesos de humor colérico que empezaba a observar en su conducta. Mas como los viajes a La Manga no eran frecuentes, Cipriano pudo dedicar las mañanas al almacén y las tardes al taller, mientras en casa ocupaba el tiempo libre en contestar el correo y la lectura. Apenas lo había hecho a raíz de abandonar el colegio, cuando tropezó con la gran biblioteca de su tío, pero ahora, ya instalado en el hogar, había vuelto a la vieja costumbre. Después del viaje nupcial por Ávila y Segovia, ciudades que Teo desconocía, a Cipriano empezó a urgirle la visita a Pedrosa por donde hacía dos años que no pisaba. Martín Martín apenas le había facilitado algunas novedades en Peñaflor, el día de la boda, tal que don Domingo, el viejo párroco que le ayudara a conseguir el título de hidalgo, había fallecido y que los pagos del arroyo de Villa vendimio, que había incorporado a su finca para reforzar la solicitud, daban más cardos que uvas. Al parecer la cosecha presente entraba en los niveles de normalidad pero, así y todo, las rentas de los dos últimos años no había sido fácil cobrarlas. Y, guiado por la máxima de que el ojo del amo engorda al caballo, Cipriano había decidido visitar Pedrosa con asiduidad.

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