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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Héroe de las Eras (29 page)

BOOK: El Héroe de las Eras
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Recordó a Kelsier, plantándose con gallardía ante un grupito de ladrones, proclamando que derrocaría al Lord Legislador y liberaría al imperio.
Somos ladrones
, dijo.
Y extraordinariamente buenos. Podemos robar lo imposible y engañar al impasible. Sabemos emprender una tarea increíblemente grande y reducirla a porciones manejables, para luego encargarnos de cada una de esas porciones.

Aquel día, cuando trazó los objetivos y planes de la banda en una pizarrita, a Vin le divirtió lo posible que había hecho parecer una tarea imposible. Aquel día, un poco de ella empezó a creer que Kelsier podría derrocar el Imperio Final.

Muy bien
, pensó Vin.
Empezaré como lo hizo Kelsier, con una lista de las cosas que conozco bien.

Había cierto poder en el Pozo de la Ascensión, así que esa parte de la historia era cierta. También había algo vivo, prisionero en el Pozo y sus alrededores. Ese algo había engañado a Vin para que usara el poder y destruyera con él sus ataduras. Podría haber empleado ese poder para destruir a Ruina, pero había descartado la idea.

Reflexionó, dando golpecitos con el dedo en la contraportada del libro. Aún recordaba atisbos de lo que había sido tener aquel poder. La había llenado de asombro, aunque al mismo tiempo parecía algo natural y adecuado. De hecho, mientras lo tuvo, todo parecía natural. La forma en que funcionaba el mundo, las costumbres de los hombres… era como si el poder hubiera sido más que simple capacidad. También había sido comprensión.

Se estaba yendo por las ramas. Necesitaba concentrarse en lo que sabía antes de poder ponerse a filosofar sobre lo que tenía que hacer. El poder era real, y Ruina también. Ruina había conservado algo de habilidad para cambiar el mundo mientras estaba confinado; Sazed había confirmado que sus textos ya habían sido alterados para encajar con el propósito de Ruina. Ahora aquel ser era libre, y Vin daba por hecho que estaba detrás de la lluvia de ceniza y las violentas muertes en la bruma.

Aunque no lo sé con seguridad
, se recordó a sí misma. ¿Qué sabía de Ruina? Lo había tocado y sentido en el momento de liberarlo. Tenía la necesidad de destruir, pero no era una fuerza de simple caos. No actuaba al azar. Planeaba y pensaba. Y tampoco parecía capaz de hacer todo lo que él quería. Casi como si siguiera reglas específicas…

Vaciló.

—¿Elend? —llamó.

A proa, el emperador se volvió.

—¿Cuál es la primera regla de la alomancia? —preguntó Vin—. ¿Lo primero que te enseñé?

—La consecuencia —respondió Elend—. Toda acción tiene consecuencias. Cuando empujas algo pesado, te devolverá el empujón. Si empujas algo liviano, saldrá volando.

Era la primera lección que Kelsier había enseñado a Vin, y supuestamente también la primera lección que a Kelsier le había enseñado su maestro.

—Es una buena regla —dijo Elend, volviéndose para contemplar el horizonte—. Funciona para todas las cosas de la vida. Si lanzas algo al aire, caerá. Si llevas un ejército al reino de un hombre, éste reaccionará…

Consecuencia
, pensó ella, frunciendo el ceño.
Como las cosas que caen cuando las lanzas al aire. Eso es lo que me parecen las acciones de Ruina. Consecuencias
. Tal vez fuera un remanente de haber acariciado el poder, o tal vez una racionalización que le ofrecía su mente consciente. Sin embargo, hallaba cierta lógica en Ruina. No comprendía esa lógica, pero podía reconocerla.

Elend se volvió hacia ella.

—Por eso me gusta la alomancia —dijo—. O, al menos, su teoría. Los skaa hablan de ella en susurros, la llaman mística, pero en realidad es bastante racional. Puedes saber lo que va a hacer un empujón alomántico casi con tanta certeza como sabes lo que sucederá si tiras una piedra por la borda de un barco. A cada empujón le corresponde un tirón. Sin excepciones. Tiene un sentido simple y lógico… al contrario de los hombres, que están llenos de defectos, irregularidades y dobles significados. La alomancia es cosa de la naturaleza.

Es cosa de la naturaleza.

A cada empujón le corresponde un tirón. Una consecuencia.

—Eso es importante —susurró Vin.

—¿Qué?

Una consecuencia.

En el Pozo de la Ascensión había sentido algo destructivo, como Alendi describía en su diario. No era una criatura, al menos no con forma humana. Se trataba de una fuerza; una fuerza pensante, pero en cualquier caso una fuerza. Y las fuerzas tenían reglas. La alomancia, el clima, incluso la atracción del suelo. El mundo era un lugar con sentido. Un lugar de lógica. A cada empujón le correspondía un tirón. Toda fuerza tenía una consecuencia.

Por lo tanto, debía descubrir las leyes relacionadas con aquello que combatía. Eso le diría cómo derrotarla.

—¿Vin? —preguntó Elend, estudiando su rostro.

Vin apartó la mirada:

—No es nada, Elend. Al menos, nada de lo que pueda hablar.

Él la observó durante un momento.
Cree que estás conspirando contra él
, susurró Reen en el fondo de su mente. Por fortuna, los días en que Vin escuchaba las palabras de Reen habían quedado muy lejos. De hecho, mientras miraba a Elend, lo vio asentir lentamente y aceptar su explicación. El emperador volvió a sus propias reflexiones.

Vin se levantó y se acercó para ponerle una mano en el brazo. Él suspiró, alzó el brazo y lo envolvió en torno a sus hombros, atrayéndola hacia sí. Ese brazo, en tiempos el débil brazo de un erudito, era ahora firme y musculoso.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Vin.

—Ya lo sabes.

—Era necesario, Elend. Los soldados tenían que exponerse a las brumas tarde o temprano.

—Sí. Pero hay algo más, Vin. Me temo que me estoy volviendo como él.

—¿Como quién?

—Como el Lord Legislador.

Vin hizo una mueca y se apretujó contra él.

—Esto es algo que él habría hecho —repuso Elend—. Sacrificar a sus propios hombres para obtener una ventaja táctica.

—Se lo explicaste a Ham —dijo Vin—. No podemos permitirnos perder el tiempo.

—Sigue pareciéndome despiadado —observó Elend—. El problema no es que esos hombres murieran, sino que yo estuviera tan dispuesto a dejar que sucediera. Me siento… brutal, Vin. ¿Hasta dónde llegaré para cumplir mis objetivos? Ahora marcho contra el reino de otro para arrebatárselo.

—Por el bien mayor.

—Ésa ha sido la excusa de los tiranos a través de los tiempos. Lo sé. Y sin embargo, sigo adelante. Por eso no quería ser emperador. Por eso dejé que Penrod me quitara el trono durante el asedio. No quiero ser el tipo de líder que hace estas cosas. ¡Quiero proteger, no asediar y matar! Pero ¿acaso hay otro modo? Todo lo que hago parece que debe hacerse. Como exponer a mis propios hombres a las brumas. Como marchar contra Fadrex. Tenemos que conseguir ese almacén… ¡Es la única pista que tenemos que puede darnos una idea de lo que debemos hacer! Todo tiene sentido. Un sentido brutal, implacable.

Ser implacable es la más práctica de las emociones
, susurró la voz de Reen. Vin la ignoró.

—Has estado escuchando demasiado a Cett.

—Tal vez —dijo Elend—. Sin embargo, me resulta difícil ignorar su lógica. Soy un idealista, Vin… ambos lo sabemos. Cett aporta una especie de equilibrio. Las cosas que dice son muy parecidas a las que solía decir Tindwyl.

Hizo una pausa y sacudió la cabeza:

—No hace mucho, hablé con Cett sobre la ruptura alomántica. ¿Sabes qué hacían las casas nobles para asegurarse de que hubiera alománticos entre sus hijos?

—Los golpeaban —susurró Vin.

Los poderes alománticos siempre estaban latentes hasta que algo traumático los sacaba a la luz. Una persona tenía que llegar al borde de la muerte y sobrevivir; sólo entonces despertaban sus poderes.

Elend asintió:

—Era uno de los grandes secretos oscuros de la llamada vida noble. Las familias a menudo perdían a sus hijos entre palizas… y esas palizas tenían que ser brutales para que evocaran habilidades alománticas. En cada hogar era diferente, pero por lo general se especificaba una edad anterior a la adolescencia. Cuando un niño o una niña alcanzaban esa edad, los cogían y los golpeaban casi hasta la muerte.

Vin se estremeció.

—Recuerdo claramente mi caso —dijo Elend—. Mi padre no me golpeó en persona, pero sí miró. Lo más triste de las palizas era que la mayoría de ellas no tenían sentido. Sólo un puñado de niños nobles se convertían en alománticos. Yo no lo hice. Recibí palizas para nada.

—Tú detuviste esas palizas, Elend —repuso Vin en voz baja.

Había promulgado una ley poco después de ser proclamado rey. Cualquiera podía elegir someterse a una paliza supervisada cuando era mayor de edad, pero Elend había prohibido que aquella práctica se llevara a cabo con menores.

—Y me equivoqué —reconoció Elend en voz baja.

Vin alzó la cabeza.

—Los alománticos son nuestra fuerza más poderosa, Vin —dijo Elend, mirando a los soldados que marchaban por la orilla—. Cett perdió su reino, casi su vida, porque no pudo reunir suficientes alománticos para que lo protegieran. Y yo declaré ilegal buscar alománticos entre mi población.

—Elend, impediste que dieran palizas a los niños.

—¿Y si esas palizas pudieran salvar vidas? —preguntó Elend—. ¿Igual que exponer a mis soldados podría salvar vidas? ¿Qué hay de Kelsier? Sólo consiguió sus poderes como nacido de la bruma después de estar prisionero en los Pozos de Hathsin. ¿Qué habría sucedido si le hubieran golpeado debidamente de niño? Habría sido siempre un nacido de la bruma. Podría haber salvado a su esposa.

—Y entonces no habría tenido el valor ni la motivación para derrocar el Imperio Final.

—¿Y esto que tenemos es mejor? —preguntó Elend—. Cuanto más tiempo tengo la responsabilidad del trono, Vin, más me doy cuenta de que algunas de las acciones del Lord Legislador no eran malvadas, sino simplemente efectivas. Acertado o equivocado, mantenía el orden en su reino.

Vin lo miró a los ojos, obligándolo a devolverle la mirada.

—No me gusta esta dureza en ti, Elend —le reprochó.

Él contempló las ennegrecidas aguas del canal:

—No me controla, Vin. No estoy de acuerdo con la mayoría de las cosas que hizo el Lord Legislador. Tan sólo empiezo a comprenderlo… y esa comprensión me preocupa.

Ella vio preguntas en sus ojos, pero también fuerza. Entonces él le devolvió la mirada:

—Conservo este trono sólo porque sé que, en un momento dado, estuve dispuesto a renunciar a él en nombre de la justicia. Si alguna vez pierdo eso, Vin, tienes que decírmelo. ¿De acuerdo?

Vin asintió.

Elend volvió a mirar al horizonte.
¿Qué espera ver?
, pensó Vin.

—Tiene que haber un equilibrio, Vin. De algún modo, lo encontraremos. El equilibrio entre quienes queremos ser y quienes debemos ser. —Suspiró, y miró hacia un lado—. Pero, por ahora, simplemente tenemos que contentarnos con lo que somos.

Vin siguió su mirada y vio un pequeño esquife de correo de uno de los otros barcos que abarloaba junto a ellos. Un hombre con una sencilla túnica marrón viajaba en él. Llevaba grandes anteojos, como si esperara ocultar así los intrincados tatuajes del ministerio alrededor de sus ojos, y sonreía feliz.

Vin también sonrió. Antes, pensaba que un obligador feliz era siempre una mala señal. Eso fue antes de conocer a Noorden. El feliz estudioso probablemente había vivido en su propio mundo, aun en tiempos del Lord Legislador. Era una extraña prueba de que podían encontrarse buenos hombres incluso en los confines de lo que, en opinión de Vin, había sido la organización más maligna del imperio.

—Excelencia —dijo Noorden, bajando del esquife y haciendo una reverencia. Un par de escribas ayudantes se reunieron con él en la cubierta, cargando papeles y libros de cuentas.

—Noorden —saludó Elend, recibiendo al hombre en la cubierta del castillo de proa. Vin se unió a él—: ¿Has hecho las cuentas que te pedí?

—Sí, excelencia —respondió Noorden mientras un ayudante abría un libro de cuentas sobre una pila de cajas—. He de decir que no fue tarea fácil, con el ejército en marcha y demás.

—Estoy seguro de que fuiste tan meticuloso como siempre, Noorden —comentó Elend. Miró el libro, que parecía tener sentido para él, aunque Vin sólo veía un montón de números al azar.

—¿Qué pone ahí? —preguntó.

—Es el número de muertos y enfermos —respondió Elend—. De nuestros treinta y ocho mil hombres, casi seis mil fueron afectados por la enfermedad. Perdimos unos quinientos cincuenta.

—Entre ellos, a uno de mis escribas —observó Noorden, sacudiendo la cabeza.

Vin frunció el ceño. No ante la muerte, sino ante otra cosa, algo que le rondaba por la mente…

—Menos muertos de los esperados —concluyó Elend, tocándose la barba meditabundo.

—Sí, excelencia —dijo Noorden—. Supongo que los soldados están más curtidos que la población skaa media. La enfermedad, sea la que sea, no les afectó tanto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vin, alzando la cabeza—. ¿Cómo sabes cuántos muertos cabría esperar?

—Experiencia previa, mi señora —respondió Noorden, con su tono alegre—. Hemos seguido las muertes con bastante interés. Como la enfermedad es nueva, intentamos determinar exactamente qué la causa. Tal vez eso nos conduzca a un modo de tratarla. He hecho que mis escribas lean todo cuanto puedan, tratando de encontrar pistas de otras enfermedades similares. Se parece un poco a los verdugones, aunque eso suele deberse a…

—Noorden —interrumpió Vin, frunciendo el ceño—. ¿Tienes cifras, entonces? ¿Números exactos?

—Es lo que pidió su excelencia, mi señora.

—¿Cuántos cayeron enfermos exactamente?

—Bueno, veamos… —contestó Noorden, apartando a su escriba y comprobando el libro de cuentas—. Cinco mil doscientos cuarenta y tres.

—¿Qué porcentaje de soldados es eso?

Noorden vaciló, luego llamó a un escriba e hizo algunos cálculos.

—Un trece y medio por ciento, mi señora —dijo por fin, ajustándose los anteojos.

Vin frunció el ceño:

—¿Incluiste en tus cálculos los hombres que murieron?

—Lo cierto es que no —respondió Noorden.

—¿Y qué total usaste? ¿El número total de muertos en el ejército, o el número total de los que no habían estado antes entre las brumas?

—El primero.

—¿Has hecho el cálculo del segundo número? —preguntó Vin.

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