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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (42 page)

BOOK: El hijo del desierto
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En Niya se dieron rienda suelta a los peores instintos. Esos que el ser humano es capaz de mostrar de forma natural a la menor oportunidad que se le presenta. Muchos de los bravos del rey se sentían defraudados por la huida de los mitannios, pues esperaban realizar grandes hazañas con las que promocionarse. Aquella frustración dio paso a una participación entusiasta en las cacerías que se organizaron. Tutmosis deseaba mostrar su valor ante las bestias más poderosas de la Tierra, y ellos lo acompañarían sin vacilar, para que su bravura no se viera en entredicho.

A Sejemjet semejantes aficiones le repugnaban. En su opinión poco valor se demostraba al matar a uno de aquellos soberbios animales, tan poderosos y a la vez rebosantes de nobleza. A él le parecía un agravio a los mismos dioses de Egipto, a los que tan apegado se sentía su pueblo; un insulto al equilibrio natural en el que tanto creían los habitantes del valle del Nilo, una masacre sin sentido. Ni que decir tiene que se negó a participar en semejante atrocidad, pues los animales nada le habían hecho y no comprendía la satisfacción que pudiera representar el matarlos. Él, acostumbrado a cubrir el suelo con la sangre de sus semejantes, sintió una infinita tristeza al ver lo que ocurrió en Niya.

Las cifras reales nunca se sabrán con exactitud, puesto que a la vergüenza no le interesan los números. La muerte de uno solo de aquellos animales era suficiente para sentirla aunque, desgraciadamente, fueran muchos más. En una persecución implacable en la que los cazadores demostraron una ferocidad que ninguna bestia salvaje podría igualar, Tutmosis y sus oficiales acabaron con más de cien elefantes asiáticos, toros salvajes y leones, en una matanza que tendría a bien grabar el dios para la posteridad, como símbolo de su poder sobre la Tierra y sus criaturas.

Lo peor fue contemplar la saña con la que muchos se conducían, y las miradas burlonas que se dirigían entre sí al ver la actitud de Sejemjet ante su hazaña. Nunca olvidaría el gran guerrero el día en que vio a Mehu cortarle la trompa a un elefante de un tajo cuando la bestia se defendió cargando contra el carro del Horus viviente a la orilla de un río —tal y como recogerían los anales que habrían de pasar a la Historia—, ni las alabanzas que levantó semejante acción. En aquella hora sus miradas se cruzaron, y el asistente del faraón pudo leer en Sejemjet el desprecio que sentía por él. De buena gana el joven le hubiera quitado la vida allí mismo, y Mehu fue plenamente consciente de ello.

Por fortuna Montu vino en ayuda de las bestias salvajes. Como había ocurrido desde la primera campaña, algunos príncipes locales volvieron a levantarse contra el señor de Kemet. Era la historia de siempre, aunque en esta ocasión la noticia fuera muy bien recibida, pues permitía al monarca sentar la mano sobre los rebeldes como correspondía.

En una operación de castigo, las tropas de Menjeperre saquearon trece ciudades para hacer un gran escarmiento con ellas. El botín conseguido compensaba en parte los esfuerzos que había supuesto el realizar una campaña como aquélla, y tanto la casa real como el clero de Amón quedaron satisfechos.

Antes de pacificar la zona por la fuerza de las armas hubo que combatir por enésima vez a la ciudad de Kadesh, una capital que era fuente de constantes levantamientos y de la que Tutmosis se encontraba harto. El faraón soltó contra ella a sus demonios, venidos desde lo más oscuro del Amenti, que hicieron un gran escarmiento entre sus defensores.

Sejemjet volvió a subir a las almenas que tan bien conocía, y a cubrir sus piedras con la sangre de sus semejantes, hasta que no quedó nadie que alzara su espada contra él.

En el campo egipcio se podía observar cómo los escuadrones de carros, con el dios a la cabeza, hacían entrechocar sus armas entre vítores de celebración. Mas el príncipe de Kadesh urdió entonces un ardid en verdad ingenioso pues, de repente, las puertas de la ciudad se abrieron y de su interior salió galopando una yegua de un color tan blanco como las nieves del Líbano. Era tan hermoso el animal que Sejemjet se quedó contemplándolo extasiado desde lo alto de la muralla. En ese momento se originó un gran revuelo y todos los caballos uncidos a los carros, como si hubieran sido fustigados a la vez, empezaron a ponerse de manos; desobedeciendo las órdenes de los aurigas, rompieron la formación para perseguir a la yegua que ya corría por el campamento.

El caos que se organizó fue mayúsculo, ya que los caballos parecían ingobernables. Sejemjet comprendió al momento que aquella yegua blanca debía de estar en celo, y contra eso no había equino que pudiera entrar en razón.

Sejemjet sonrió para sí mientras contemplaba el espectacular desorden, mas al poco varios carros se pusieron a perseguir al animal hasta que le dieron alcance. De una de las bigas se bajó un oficial que enseguida reconoció, y allí mismo mató a la yegua con su espada y cortó su cola, entre gritos de triunfo; a continuación se dirigió hacia el faraón para darle su trofeo. Mehu alzaba la cola mientras era aclamado por el ejército. El dios se mostró muy satisfecho, y tuvo palabras de reconocimiento hacia aquel del que decía era «sus ojos». Sin embargo, a causa de lo ocurrido el príncipe de Kadesh había logrado escapar; y todo gracias a su ingenio.

No obstante, la campaña había terminado. Para consolidar definitivamente sus dominios, Tutmosis se llevó a todos los hijos de los príncipes de las ciudades estado sirias a Egipto, pues estaba convencido de que era la única solución para acabar con las disputas en un futuro.

Antes de embarcar de nuevo hacia Kemet, Amenemhat se vio con Sejemjet en un aparte.

—No creas que te he ignorado a propósito durante todo este tiempo —le dijo el príncipe a la vez que apoyaba sus manos sobre los hombros del joven—. Era lo más prudente. Como verás, toda la corte parece haberse puesto en campaña con mi augusto padre a la cabeza. Imagínate que se ha traído hasta a su mayordomo real, Montu-i-iwy. —Sejemjet lo miró sin saber qué decir—. Ahora que regreso a Tebas le contaré a mi querida hermana todo lo que vieron mis ojos, y cómo atravesaste el Éufrates a nado.

—¿Cómo se encuentra? No he vuelto a saber nada de ella desde que me diste su papiro —se lamentó el joven.

—Está mejor que nunca, y espera verte muy pronto —le dijo el príncipe, sonriendo—. Creo que la magia de Hathor ha surtido efecto una vez más. Tebas se engalanará para veros juntos.

Sejemjet no pudo reprimir una expresión de alborozo, y cogió las manos del príncipe entre las suyas.

—No sé cómo podré soportar los días que faltan hasta mi llegada. Ni lo que ocurrirá después.

—En eso no puedo ayudarte, aunque te recomiendo que te dejes llevar por tu enamorada. —Rió—. Es más lista que cualquiera de nosotros, como ya deberías saber —dijo para despedirse.

Poco después, Sejemjet y parte de su división regresaron a Egipto por el Camino de Horus, la ancestral carretera que discurría paralela al litoral cananeo y que conducía desde el Orontes hasta el Delta. Era la puerta de entrada a Egipto más ansiada para cualquier soldado, pues se respiraba su cercanía a cada paso que se daba, invitando a olvidar las penurias pasadas, las privaciones y los días de añoranza de una tierra que ninguno podía olvidar.

También le sirvió para hacer repaso de lo que había aprendido, que no era poco dadas las circunstancias, ya que se defendía más que decentemente con la lectura de la escritura sagrada.

—Has avanzado más de lo que yo esperaba. Al menos podrás leer y escribir textos sencillos —le había felicitado Hor.

A Sejemjet le había causado una alegría indescriptible el poder leer las inscripciones que llevaba en su interior el anillo que le regalara su amada.
Nefertiry sat nesw,
«Nefertiry hija del rey», decía la leyenda. Y el ser capaz de descifrarlo le hacía sentirse más poderoso que si blandiera su famosa espada.

Por el camino el joven prestó gran atención a cuanto le aconsejó el escriba, que los abandonaría en cuanto llegaran a Tebas.

—Al fin todo volverá a su lugar. Las aguas del río deben correr por su cauce y no perderse en las tierras del oeste —decía—. Regresaré a cumplir con mis preceptos diarios y a purificarme como corresponde. Es un milagro que regrese a mi casa con vida, y ello os lo debo a vosotros, aunque sé que Mut estaba detrás, vigilante.

A Senu se le saltaban las lágrimas al oírle hablar así, pues en el fondo era un sentimental.

—Aunque no te des cuenta, oh, gran hijo de Montu —aseguraba el sacerdote con tono burlón—, tú tienes la llave de tu propia existencia. Eso significa que puedes decidir y tomar el camino que dicta la prudencia.

—Me temo que sea mi corazón el que me lleve allá donde Shai tenga previsto.

—Sabía que me contestarías algo así. Es lógico, la prudencia y la pasión no acostumbran a pasear juntas. En cuanto a ti, pequeño demonio de Canaán —le decía a Senu—, quisiera que por una vez reconsideraras tu desordenada existencia, e hicieras algo juicioso y que te resultara de provecho.

—He pensado en ello, no te vayas a creer, sapientísimo sacerdote, y he llegado a la conclusión de que sería lo más apropiado para mí. En cuanto me retire emplearé mis ahorros sabiamente. He decidido regentar una casa de la cerveza en Kharga, el lugar donde nací.

—¿Un lupanar en el oasis de Kharga? Me lo temía —exclamaba Hor horrorizado.

—Es de lo único que entiendo —se disculpaba Senu—, a excepción de amputar miembros, claro.

Hor solía hacer gestos elocuentes de desánimo, y optaba por irse a su tienda mientras murmuraba por lo bajo.

—No sé por qué se enfada este hombre —se justificaba el hombrecillo—. Me gustan las cosas buenas de la vida.

—Escandalizarás a todos tus paisanos de Kharga, enano sodomita —le contestaba Sejemjet, que no terminaba de acostumbrarse a los continuos escándalos de Senu con las prostitutas que acompañaban a las tropas.

Afortunadamente para él, Mini compartió su andadura. Su amigo también había ascendido a portaestandartes, y había hecho buenas amistades con los altos oficiales, a los que les gustaba su buen carácter y su habilidad para resolver cualquier problema que se presentase. Además, Mini se había distinguido como un gran arquero, y poseía buenas cualidades para hacer carrera. La diplomacia que demostraba a diario contrastaba con el carácter de permanente beligerancia de Sejemjet, que se ganaba enemigos todos los días sin dificultad.

—Prométeme que me acompañarás a Madu a ver a mi familia. Me imagino la cara de mi padre cuando nos vea entrar convertidos en
tay srit.
Él tardó toda su vida en conseguirlo y, míranos, nosotros hemos sido ascendidos con veinte años —decía Mini entusiasmado.

—Todavía recuerdo los pichones asados que nos preparó tu madre y la cara de tu hermana al escucharnos hablar de guerras y conquistas.

—Ya debe de ser casi una mujer. Acaba de cumplir doce años, y quién sabe si tendrá ya algún prometido.

Sejemjet asentía, pues aquello resultaba de lo más normal, en tanto pensaba en la vieja Heka. Desde la última vez que la viera, su imagen se le había presentado con frecuencia, aunque últimamente había experimentado una sensación de abandono tal y como si la distancia y el tiempo lo invitaran a verla como parte de un pasado remoto sobre el que nunca había podido cristalizar el cariño que la anciana se merecía.

Sin duda, el largo camino de regreso a Egipto dio oportunidades a aquellos pensamientos que habían permanecido apartados casi desde que abandonara su hogar, y también a las admoniciones de Hor, los excesos de Senu y los grandes proyectos de Mini. Todos veían el mundo de una forma diferente, aunque a la vez compartieran su amistad y el amor por su tierra. Cuando sus primeros olores salieron a recibirlos al llegar al Delta, los semblantes se iluminaron y la euforia se apoderó de sus corazones. Kemet les daba la bienvenida, y ellos se sintieron bendecidos por sus milenarios dioses. ¿Acaso no eran sus hijos más devotos?

VII
LA FUERZA DEL DESTINO

Egipto entero se engalanó para recibir a sus hijos predilectos. Desde Per Wadjet hasta Asuán, los caminos del país de las Dos Tierras se llenaron de leyendas que corrían de boca en boca como si fueran relatos protagonizados por los dioses inmortales. Hazañas increíbles, propias de gigantes, que admiraban a todo un pueblo que en aquella hora se rendía ante sus héroes. La Tierra Negra los había elegido, y aquellos hombres habían terminado por escribir una epopeya de la que hablarían los siglos, y que muchos tratarían de imitar.

Sin saberlo habían derribado los muros invisibles que se alzaban desde el principio de su civilización y que los separaban del resto del mundo conocido. Ahora Egipto se desparramaba por todo el Oriente Próximo y, más allá de batallas y tributos, su cultura influiría en los pueblos a los que conquistara, para extenderse por un Mediterráneo que se preparaba para ofrecer al mundo la eclosión de sus culturas, la manifestación del genio humano. Y todo gracias a ellos y al señor de Kemet, Menjeperre, vida, salud y prosperidad le fueran dadas.

—Gloria al Toro Poderoso. Larga vida al Horus viviente, sin cuya bendición esta tierra se encontraría perdida. Él es el vínculo de unión con los dioses que habitan en las estrellas circumpolares, nuestra luz, y el que expande su poder por toda la Tierra. Su nombre es temido hasta en los confines de Retenu, y hoy Kemet recibe el tributo de los pueblos extranjeros sojuzgados bajo su pie. Las riquezas llegan a las Dos Tierras como el agua del Nilo cuando se desborda. Hoy el limo se ha convertido en oro —cantaban los heraldos en cada uno de los
nomos.

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