—¡Desventurado! —murmuró el mosquetero—, ¡se suicidó! —Y volviendo los ojos hacia el aposento del castillo en que Athos dormía el sueño eterno, añadió—: han cumplido mutuamente la palabra que se dieron. Ahora son dichosos, pues deben haberse reunido.
Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y a la de provincia, hasta donde los mensajeros habían tenido tiempo de llevar la nueva. D'Artagnan se encerró para no hablar con ninguno; de tal suerte y por largo tiempo abrumaron a aquel corazón hasta entonces infatigable dos muertes para él tan dolorosas, después de la reciente muerte de Porthos. Excepto Grimaud, que entró una vez en su cuarto, el mosquetero no vio criado ni comensal. En el ruido de la casa, en las idas y venidas, a D'Artagnan le pareció adivinar que se hacían los preparativos para los funerales del conde, y como iba a cumplirse el plazo de su licencia, escribió al rey para que le concediese algunos días más.
Grimaud entró en el cuarto de D'Artagnan, se sentó en su escabel junto a la puerta, como quien medita profundamente, y luego se levantó e hizo seña al mosquetero de que le siguiese. Grimaud bajó hasta el dormitorio del conde, mostró con el dedo el sitio de la cama vacío, y levantó elocuentemente los ojos hasta el cielo.
—Sí, mi buen Grimaud —repuso D'Artagnan—, al lado de su hijo que tanto amaba.
Grimaud salió del dormitorio y llegó al salón, donde, según costumbre de provincias, estaba expuesto el cadáver antes del sepelio.
D'Artagnan quedó parado al ver dos ataúdes abiertos en el salón, y al acercarse a una muda señal de Grimaud, vio en uno de ellos a Athos, hermoso aún en la muerte, y en el otro a Raúl; con los ojos cerrados, las mejillas nacaradas como el Palas de Virgilio, y la sonrisa en sus morados labios.
La presencia del padre y del hijo, de aquellas dos almas desaparecidas y representadas en la tierra por dos yertos cadáveres incapaces de acercarse uno a otro por más que casi se estaban tocando, hizo estremecer a D'Artagnan, que exclamó en voz baja:
—¡Raúl aquí! ¡Ah! Grimaud, nada me habías dicho.
Grimaud movió la cabeza sin despegar los labios; pero asió de la mano a D'Artagnan, lo condujo hasta el féretro de Raúl y le mostró bajo el transparente sudario las negras heridas por las que se escapó la vida de aquél. El mosquetero desvió la mirada, y estimando inútil interrogar a Grimaud, recordó que el secretario del duque de Beaufort decía algo más que él no tuvo el valor de leer. Abriendo, pues, nuevamente la relación del combate que costó la vida a Raúl, leyó estas palabras que formaban el último párrafo:
Por orden del señor duque, ha sido embalsamado el cuerpo del señor vizconde, como lo hacen los árabes cuando disponen que sus restos mortales sean trasladadas a la tierra natal. Además, monseñor ha destinado relevos para que un criado de confianza que educó al señor de Bragelonne, pudiese llevar su féretro al señor conde de La Fere.
—Así —dijo para sus adentros D'Artagnan— seguiré tu muerte, mi amado Raúl, yo viejo ya, yo, que nada valgo ya en la tierra, y esparciré la ceniza sobre esa tu frente que besé todavía no hace dos meses. Tú lo quisiste, y Dios lo ha permitido. Ni siquiera tengo el derecho de llorar, pues tú elegiste tu muerte que te pareció preferible a la vida.
Por fin llegó el momento en que los fríos despojos de aquellos dos hidalgos debían ser restituidos a la tierra; y tal fue la afluencia de militares y paisanos que acudió a rendirles el último tributo, que el camino de la ciudad hasta la sepultura, que era una capilla situada en el llano, se vio inundado de jinetes y peones, todos ellos enlutados.
Celebrado el oficio de los difuntos, y dado el postrer adiós a aquellos nobles muertos, los asistentes se dispersaron, hablando, por el camino, de las virtudes y de la dulce muerte del padre, y de las esperanzas que daba el hijo y de su triste fin en las africanas playas. Poco a poco los rumores fueron extinguiéndose como las lámparas encendidas en la humilde nave.
D'Artagnan, que se había quedado solo, al advertir que la noche iba cerrando, se levantó del banco de encina en el cual se sentó en la capilla, se encaminó a la doble huesa que encerraba los cuerpos de Athos y de Raúl para darles el último adiós; una mujer oraba arrodillada sobre la húmeda tierra. D'Artagnan se detuvo en el umbral de la capilla para ver quién era aquella alma piadosa que llenaba con tanto fervor y perseverancia aquel deber sagrado.
La incógnita ocultaba el rostro en las manos, blancas como el alabastro, y con la noble sencillez de su traje se veía que era dama de distinción.
En la parte de afuera, algunos criados a caballo y una carroza de camino aguardaban a la incógnita; ésta se pasaba con frecuencia el pañuelo por el rostro; lloraba, y se golpeaba el pecho con la implacable compunción de la mujer cristiana, y D'Artagnan oyó que repetidas veces y con dolor profundo profería la palabra perdón.
Y al ver que la mujer aquella parecía abandonarse por completo a su dolor, y que en medio de sus lamentos y de sus oraciones se echó atrás como si fuese a desmayarse, D'Artagnan, conmovido por amor a sus llorados amigos, se adelantó algunos pasos hacia la tumba para interrumpir el siniestro coloquio de la penitente con los muertos; mas apenas hubo crujido bajo sus pies la arena, la incógnita levantó la cabeza y mostró al mosquetero un rostro amigo y cubierto de lágrimas. Aquella mujer era La Valiére, que murmuró con voz apenas perceptible:
—¡Señor de D'Artagnan!
—¡Vos! —dijo con acento sombrío el mosquetero—, ¡vos aquí! ¡Ah! señora, habría preferido veros adornada de flores en la mansión del conde de La Fere. Vos hubierais llorado menos, ellos y yo también.
—¡Caballero! —repuso Luisa sollozando.
—Porque sois vos la que habéis tendido a esos dos hombres en la tumba —continuó el implacable amigo de los muertos.
—¡Ah! ya sé que la causa de la muerte del vizconde de Bragelonne soy yo —repuso La Valiére juntando las manos—. La nueva de su muerte llegó ayer a la corte, y desde las dos de esta madrugada he recorrido cuarenta leguas para venir a pedir perdón al conde, suponiendo que aun vivía, y para suplicar a Dios, sobre la tumba de Raúl, que me envíe todas las desventuras que merezco, excepto una. Mas ahora que sé que la muerte del hijo ha causado la del padre, ya no tengo que echarme en cara un solo crimen, sino dos, como dos son los castigos que de Dios debo esperar.
—Voy a repetiros lo que Raúl me dijo en Antibes, cuando ya meditaba su muerte: «Si ha sucumbido al orgullo y a la coquetería, la perdono despreciándola; si el amor, la perdono también, jurándole que ningún hombre la hubiera amado como yo».
—Ya sabéis que por amor iba a sacrificarme a mí misma —repuso La Valiére—, como sabéis cuál fue mi dolor cuando me encontrasteis sin sentidos, moribunda, abandonada. Pues bien, nunca he sentido un dolor tan punzante como el de hoy, porque entonces esperaba y deseaba, en tanto que hoy ya no me atrevo a amar sin remordimiento; porque presiento que aquel a quien amo me hará padecer uno por uno todos los tormentos que yo he hecho padecer a los demás.
D'Artagnan, que conocía que Luisa no se engañaba, guardó silencio.
—Pues bien, señor de D'Artagnan —continuó La Valiére—, no me abruméis ahora, por favor os lo pido. Amo con delirio, amo hasta el punto de cometer el sacrilegio de decirlo ante las cenizas de Raúl sin sonrojo y sin remordimiento. ¡Ay! el amor que yo siento es una religión; pero como tarde o temprano me veréis sola, olvidada y desdeñada; como me veréis castigada, compadeceos de mí durante mi efímera dicha, dejadme que goce de ella por algunos días, algunos minutos, si es que todavía dura ahora, si es que ese doble asesinato no está ya expiado.
No había concluido de hablar La Valiére, cuando llamó la atención de D'Artagnan rumor de voces y pisar de caballos: era un amigo del rey, Saint-Aignán, que iba a buscar a Luisa de parte de Su majestad, a quien, dijo aquél, roían los celos y la inquietud.
Saint-Aignán no vio al mosquetero, medio oculto por el tronco de un castaño que sombreaba las dos tumbas.
Luisa dio las gracias al emisario y lo despidió con un ademán.
—Ya lo veis, todavía dura vuestra dicha —dijo D'Artagnan con amargura a la joven.
—Día llegará en que os arrepintáis de haberme juzgado tan mal —repuso Luisa levantándose con actitud solemne—, y aquel día seré yo que suplique a Dios que olvide lo injusto que habéis estado conmigo. No me reprochéis mi dicha, señor de D'Artagnan, pues me cuesta muy cara y aun no he satisfecho por completo toda la deuda.
Dijo, volvió a arrodillarse, y con voz dulce y afectuosa repuso:
—Perdón por última vez, mi prometido Raúl. Yo he roto la cadena que nos unía a los dos, pero yo, como tú, estoy destinada a morir de dolor. Tú has partido primero, y yo no tardaré en seguirte. Sólo quiero que veas que no he sido cobarde, y que he venido a darte el postrer adiós. El Señor es mi testigo, Raúl, de que en rescate de la tuya hubiera dado yo mi vida; pero no podía dar mi amor. Perdóname Raúl, perdóname.
Luisa tomó una rama y la clavó en el suelo, se enjugó los ojos, saludó a D'Artagnan y desapareció.
El capitán miró cómo partían caballos, jinetes y carrozas; luego cruzó los brazos sobre su oprimido pecho, y dijo con voz conmovida:
—¿Cuándo me tocará a mí partir? ¿Qué le queda al hombre después de la juventud, el amor, la gloria, la amistad, la fuerza y las riquezas? Le queda la peña bajo la cual duerme Porthos, que poseyó cuanto acabo de decir; este césped, bajo el cual descansan Athos y Raúl, que todavía poseyeron mucho más…
Y tras un momento de vacilación, con la mirada atónita, se irguió y repuso:
—Sigamos adelante, y llegada la hora, Dios me lo dirá como se lo ha dicho a los demás.
D'Artagnan tocó con las yemas de los dedos la tierra humedecida por el rocío de la noche, se persignó, y tomó solo, solo como nunca, la vuelta de París.
Cuatro años después de la escena que acabamos de describir, y al amanecer de hermoso día, dos jinetes bien montados llegaron a la ciudad de Blois a fin de disponerlo todo para una caza de volatería que el rey quería efectuar en la variada planicie partida en dos por el Loira, y que confina con Meung por un lado, y por el otro con Amboise.
Aquellos dos jinetes, que no eran otros que el perrero y el halconero de Su Majestad; personajes respetabilísimos en tiempos de Luis XIII, pero algo desatendidos por su sucesor; después de haber explorado el terreno, se volvían, cuando divisaron acá y allá algunos pelotones de mosqueteros del rey, a los cuales sus respectivos sargentos colocaban de trecho en trecho en los extremos de los cercados.
Detrás de los mosqueteros, subido en brioso corcel y fácil de conocer en sus bordados de oro, venía el capitán, hombre de cabello casi enteramente cano y barba entrecana, algo cargado de espaldas, pero que manejaba con soltura el caballo y no perdía de vista ninguna de las evoluciones de sus soldados.
—A fe mía —dijo el perrero al halconero—; el señor de D'Artagnan no envejece; con diez años más que nosotros, parece un cadete a caballo.
—Es verdad —repuso el halconero—; en veinte años que le conozco no ha variado.
El halconero se engañaba; durante los últimos cuatro años el mosquetero había envejecido por doce. En las comisuras de los ojos el tiempo le había impreso sus implacables garras; tenía despoblada la frente, y sus manos, antes morenas y nervudas, blanqueaban como si en ellas empezara a enfriarse la sangre.
D'Artagnan se acercó con el ademán de afabilidad, propio de los hombres de valer, al halconero y al perrero, que le saludaron con el mayor respeto.
—¡Qué feliz casualidad el veros por aquí, señor de D'Artagnan! —exclamó el halconero.
—Yo soy quien debería decir tal, señores —replicó D'Artagnan—, pues en nuestros días el rey se sirve con más frecuencia de sus mosqueteros que de sus halcones.
—¡Quién volviera a aquellos tiempos! —exclamó el halconero exhalando un suspiro.
—¿Os acordáis, señor de D'Artagnan, de cuando el difunto rey cazaba con urraca por las viñas del otro lado de Beaugenci? Entonces no erais capitán de mosqueteros.
—Y vos, sólo erais cabo de terzuelos —repuso D'Artagnan con jovialidad—. No importa; ello es que aquel era un buen tiempo, como lo es siempre el de la juventud… Buenos días, señor capitán perrera.
—Me hacéis mucho favor, señor conde —repuso el saludo.
D'Artagnan, no obstante ser conde hacía cuatro años, no oyó con gusto el calificativo que acababa de darle el perrero y se calló.
—¿No os ha fatigado el camino, señor de D'Artagnan? —preguntó el halconero—, si no me engaño, de Pignerol aquí hay doscientas leguas.
—Doscientas setenta a la ida y otras tantas a la vuelta —repuso con la mayor naturalidad el gascón.
—¿Y “él” sigue bien? —preguntó en voz baja el halconero.
—¿Quién?
—El señor Fouquet —continuó el halconero en la misma voz mientras el perrero se hacía a un lado por prudencia.
—No —respondió D'Artagnan—, el desventurado está sumamente abatido; no puede de ningún modo creer que la prisión sea un favor; dice que el parlamento le absolvió al desterrarle, y que el destierro es la libertad. El pobre no se figura que había el deliberado propósito de matarlo, y que al salvar de las garras del parlamento la vida es ya deberle mucho a Dios.
—Es verdad —dijo el halconero—, el infortunado estuvo a dos dedos del patíbulo; dicen que el señor Colbert había transmitido ya las órdenes para el caso al gobernador de la Bastilla y que la ejecución estaba decidida.
—¡En fin! —exclamó D'Artagnan como para cortar la conversación.
—¡En fin! —repitió el perrero acercándose—, si el señor Fouquet está en Pignerol, merecido se lo tiene; bastante había robado al rey. Además, ¿no es nada el haber tenido la dicha de ser conducido allá por vos?
—Caballero —replicó D'Artagnan lanzando una mirada de enojo al perrero—, si me dijesen que habéis comido la pitanza de vuestros galgos, no sólo no lo creería, sino también os compadecería si por eso os condenaran a encierro, y no consentiría que hablasen mal de vos. Con todo eso y por muy probo que seáis, sé deciros que no lo sois más que lo era el infeliz señor Fouquet.
Este discurso hizo agachar las orejas al perrero, que dejó que el halconero y D'Artagnan se le adelantaran dos pasos.
A lo lejos asomaban ya los cazadores por las salidas del bosque, y veíanse pasar por los claros y cual estrellas errantes, los penachos de las amazonas, y los blancos caballos atravesar como luminosas apariciones la sombría floresta.