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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (15 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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Bond arqueó una ceja.

—Y lo estaba. ¿Hay algo malo en ello? ¿Qué ha estado usted haciendo con la joven china? ¿Jugando al mahjongg
[6]
?

Bond se levantó y en su rostro apareció una expresión de impaciencia y de ultraje, a partes iguales.

—Y ahora, óigame bien, señor Scaramanga. Ya he tenido suficiente. ¡Deje de amenazarme! Va por ahí agitando esa condenada pistola suya y actuando como si fuera Dios Todopoderoso, e insinuando un montón de tonterías acerca del Servicio Secreto. ¡Y usted espera que yo me arrodille y le lama las botas! Pues bien, amigo mío, ha venido a la dirección equivocada, y si no está satisfecho con el trabajo que hago, déme los mil dólares y seguiré mi camino.

Scaramanga esbozó una sonrisa que dibujó una mueca cruel en su rostro.

—Te darás cuenta de ello más pronto de lo que crees.

—Se encogió de hombros.— Esta bien, pero recuerda esto, caballero: si resulta que no eres quien dices ser, te haré pedazos. ¿Me has oído? Y empezaré por los pequeños y seguiré con los más grandes, para que así te parezca una eternidad, ¿de acuerdo? Ahora es mejor que te acuestes.. Tengo una reunión con el señor Hendriks a las diez, en la sala de reuniones, y no quiero que nadie nos moleste. Después de eso, todo el grupo saldrá de excursión en el ferrocarril del que te hablé, y tu trabajo será controlar que todo esté en orden. En primer lugar habla con el director, ¿vale? De acuerdo, pues.

Scaramanga entró en el ropero, sin molestarse en apartar el traje de Bond que estaba colgado, y desapareció. Se escuchó el tajante sonido de la puerta al cerrarse, en la habitación contigua. Bond se puso en pie y, con una exclamación —«¡Caramba!»— en voz bien alta, se metió en la ducha para limpiar las dos últimas horas bajo el agua.

Se despertó a las seis y media, por virtud de ese curioso despertador extrasensorial que algunas personas tienen en la cabeza, que siempre parece avisarles a la hora exacta. Se puso el bañador y salió en dirección a la playa a hacer sus largos, una vez más. A las siete y cuarto regresó a la orilla cuando vio que Scaramanga salía del ala oeste, seguido por el chico que le llevaba la toalla. Esperó a oír el sordo ruido de la cama elástica y entonces, manteniéndose bien apartado de la vista, volvió al hotel por la entrada principal y se dirigió con rapidez a su habitación. Escuchó por la ventana para asegurarse de que el hombre seguía haciendo sus ejercicios y luego cogió la llave maestra que le había dado Nick Nicholson. Se deslizó por el pasillo hasta la habitación número 20 y entró apresuradamente, cerrando la puerta con el pestillo. Sí, allí estaba su objetivo, descansando sobre el tocador. Cruzó la habitación con pasos largos, cogió la pistola, y del cilindro sacó la bala que se dispararía al apretar el gatillo. Dejó la pistola como la había encontrado, regresó a la puerta y prestó atención a cualquier tipo de ruido. Entonces salió y cruzó el pasillo para regresar a su habitación. Volvió a acercarse a la ventana y escuchó. Sí, Scaramanga aún seguía con los ejercicios. El que acababa de ejecutar Bond era un truco amateur, pero le daría una ventaja de una fracción de segundo que —lo sentía en sus huesos— sería la diferencia entre la vida o la muerte para él en las próximas veinticuatro horas. En su cabeza percibía esa ligera nube de humo que indicaba que su tapadera empezaba a consumirse poco a poco. En cualquier momento, Mark Hazard, de la Transworld Consortium, ardería en llamas, como una tosca efigie en la noche de Guy Fawkes, y James Bond quedaría al descubierto, sin nada entre él y la potencia de los otros seis pistoleros, aparte de su propia rapidez y la Walther PPK: así que cada granito de ventaja que pudiera poner de su parte sobre el tablero valdría la pena. Impávido ante esas perspectivas, bastante excitado por todo ello en realidad, pidió un gran desayuno, que saboreó con placer. Cuando hubo acabado, sacó la clavija de conexión de la válvula de retención de su inodoro y se dirigió a la oficina del director.

Félix Leiter, que estaba a cargo de la recepción en aquel momento, le dirigió una sutil sonrisa de director de hotel.

—Buenos días, señor Hazard —le dijo—. ¿En qué puedo ayudarle?

Los ojos de Leiter miraban por encima de Bond, más allá de su hombro derecho. Hendriks se materializó junto al mostrador antes de que Bond pudiera responder.

—Buenos días —le saludó Bond.

Hendriks le respondió con su ligera y germánica inclinación de cabeza.

—La operadora —dijo a Leiter— me ha avisado de que tengo una conferencia, de mi oficina en La Habana. ¿Cuál es el lugar más privado donde puedo atender la llamada, por favor?

—¿En su dormitorio no, señor?

—No es lo bastante privado.

Bond supuso que también él había descubierto el micrófono oculto en el teléfono.

Leiter, con actitud solícita, salió de detrás del mostrador.

—Justo ahí, señor —dijo, señalándole el teléfono del vestíbulo—. La cabina está insonorizada.

Hendriks lo miró con aspereza.

—Y el aparato, ¿también está insonorizado?

Leiter se mostró cortésmente perplejo.

—Me temo que no le comprendo, señor. El aparato tiene conexión directa con la centralita.

—No importa. Acompáñeme, por favor.

Hendriks siguió a Leiter hasta el rincón más alejado del vestíbulo y éste le indicó que pasara dentro de la cabina. Hendriks cerró cuidadosamente la puerta acolchada, levantó el auricular y empezó a hablar. Luego se detuvo, esperando que Leiter regresara a su sitio.

Este cruzó el vestíbulo de mármol y se dirigió con deferencia a Bond.

—¿Me decía, señor?

—Algo le pasa al inodoro de mi dormitorio, la válvula no funciona. ¿Hay algún otro sitio que pueda utilizar?

—Lamento las molestias, señor. Haré que el personal de mantenimiento lo revise enseguida. Por supuesto, tenemos el lavabo del vestíbulo. Aún no se ha completado la decoración y no se halla en servicio, pero está en perfecto buen funcionamiento. —Bajó la voz.— Y también hay una puerta que comunica con mi oficina. Dame diez minutos mientras rebobino la cinta para ver qué está diciendo ese hijo de puta. Escuché cuando entraba la llamada y no me gustó cómo sonaba. Tal vez te traiga problemas. —Le hizo una ligera seña, indicándole la mesa central con revistas.— Si toma asiento un instante, señor, enseguida me ocupo de usted.

Bond inclinó la cabeza a su vez, expresando su conformidad, y giró sobre sus talones. Hendriks seguía hablando en la cabina, con la mirada clavada en Bond, observándole con terrible intensidad. Bond sintió que la piel se le encogía en la base del estómago. ¡Aquélla era la llamada que estaba esperando! Se sentó y cogió un viejo
Wall Street Journal
. Arrancó furtivamente un pedazo nuy pequeño del centro de la primera página —aunque podía haberlo arrancado del doblez— y sostuvo el diario abierto por la segunda página, observando a Hendriks a través del agujero.

Hendriks, que miraba con intensidad la contraportada del diario, hablaba y escuchaba. De pronto soltó el auricular y salió de la cabina. Su rostro brillaba de sudor. Sacó un pañuelo limpio y se lo pasó por el rostro y el cuello, mientras avanzaba por el corredor a paso ligero.

Nick Nicholson, pulcro como una patena, cruzó el vestíbulo y, con una sonrisa atenta y una inclinación de cabeza en dirección a Bond, ocupó su lugar tras el mostrador. Eran las 8:30. Cinco minutos después, Félix Leiter salió del despacho, dijo algo a Nicholson y se acercó a Bond.

—Y ahora —dijo, pálido como la nieve— si quiere seguirme, señor.

Le precedió a través del vestíbulo y abrió con llave la puerta del servicio de caballeros. Siguió a Bond al interior y cerró la puerta con llave. Permanecieron entre los útiles de carpintería que había junto a los lavabos.

—Creo que ya está, James —dijo Leiter con mucha tensión en la voz—. Hablaban en ruso, pero tu nombre y tu número afloraban una y otra vez. Lo mejor será que salgas de aquí lo más deprisa que ese viejo armatoste tuyo pueda llevarte.

Bond esbozó una ligera sonrisa.

—Hombre prevenido vale por dos, Félix. Me imagino que Hendriks tiene que liquidarme. Nuestro viejo amigo en la central de la KGB, Semichastny, lo ha enviado contra mí, ya te diré el porqué un día de éstos.

Luego explicó a Leiter el episodio sucedido con Mary Goodnight unas horas antes. Leiter escuchaba con aire de pesimismo mientras Bond hablaba.

—Así que no tengo necesidad de huir ahora. Oiremos toda la información (y tal vez también sus planes para mí) en esa reunión de las diez. Y cuando hayan acabado, saldrán de excursión. Personalmente, creo que el concurso de tiro tendrá lugar en algún lugar del campo, donde no haya testigos. Ahora bien, si tú y Nick ideáis algo que dé al traste con los actos organizados por el Comité de Despedida, yo me responsabilizaré del lanzamiento.

Leiter se quedó pensativo y una nube pareció alzarse de su rostro cuando dijo:

—Conozco los planes para esta tarde. Una salida en ese tren en miniatura a través de las plantaciones de caña, la merienda en el campo y luego una excursión en el barco que sale de la bahía de Green Island, para hacer pesca submarina y todo lo demás. He hecho un reconocimiento de toda la ruta.

—Se llevó el pulgar de la mano izquierda al extremo del garfio de acero mientras meditaba.— Ssssí. Eso supondrá un poco de acción rápida, y necesitaremos un montón de suerte. Tendré que ser endemoniadamente rápido para que me dé tiempo de llegar a Frome, recoger el material que nos facilite tu amigo Hugill y regresar. ¿Crees que nos prestará algo de equipo si voy con tu autorización? De acuerdo entonces. Entra en mi despacho y escríbele una nota. Sólo hay media hora en coche. Nick se hará cargo de la recepción durante ese tiempo. Rápido.

Abrió la puerta lateral y entró en el despacho. Hizo señas a Bond para que le siguiera y cerrara la puerta tras de sí. Bond dirigió la nota que Leiter le dictaba al director de las propiedades azucareras WISCO. Luego salió y se dirigió a su habitación. Se tomó un buen trago de bourbon sin hielo y se sentó en el borde de la cama. Tenía la mirada perdida, vagando más allá del césped, en dirección al horizonte sobre el mar. De vez en cuando, su mano derecha se contraía de manera involuntaria, como le sucede a un sabueso que caza conejos en sueños, o a los espectadores de un encuentro de atletismo, que levantan la pierna ayudando al saltador de altura a superar el listón. Con su ojo mental, y en una diversidad de circunstancias imaginables, su mano buscaba la culata de la pistola.

El tiempo iba pasando y James Bond continuaba allí sentado. De vez en cuando encendía un Royal Blend que fumaba a medias para aplastarlo después con gesto distraído en el cenicero de la mesilla de noche. Ningún observador hubiera imaginado lo que Bond pensaba en esos momentos, o la intensidad de su concentración. Aunque daba señales de tensión —el pulso de su sien izquierda latía a un ritmo un poco más acelerado y tenía los labios ligeramente fruncidos—, sus ojos azul grisáceo, fijos en la nada con expresión meditabunda, estaban relajados, casi somnolientos. Era imposible adivinar que James Bond estaba contemplando la probabilidad de su propia muerte, más tarde durante ese día. Sentía las balas de punta flexible penetrando en su cuerpo y se veía a sí mismo retorciéndose por el suelo mientras gritaba. Desde luego, ésos eran una parte de sus pensamientos, pero la mano derecha contrayéndose evidenciaba que, a pesar del zumbido de la película que pasaba por su mente, el fuego enemigo no iba a quedar sin respuesta, quizás incluso sería anticipado.

James Bond lanzó un profundo y relajado suspiro. Sus ojos fijaron de nuevo la mirada. Miró el reloj, que marcaba las 9:50. Se levantó, se frotó con ambas manos el delgado rostro y salió al pasillo para dirigirse a la sala de reuniones.

Capítulo 12
Con una venda en los ojos

El plan era el mismo que el del día anterior. La literatura de viajes se encontraba sobre la barra del bar, donde Bond la había dejado. Entró en la sala de reuniones, que ya había sido limpiada, aunque sólo superficialmente. Era probable que Scaramanga hubiese dado órdenes de que no entrara nadie del personal. Las sillas estaban más o menos bien colocadas, pero los ceniceros no habían sido vaciados. A pesar de que no había manchas de sangre en la alfombra, ésta no mostraba signos de haber sido lavada. Habría sido un único disparo en el corazón, y las balas de punta explosiva de Scaramanga producían un daño interno devastador, pero los fragmentos permanecían en el cuerpo sin ocasionar hemorragia exterior. Bond rodeó la mesa, colocando ostensiblemente las sillas con más precisión, e identificó la que Ruby Rotkopf debió ocupar en el lado opuesto a Scaramanga, porque tenía una pata rota. Con actitud disciplinada, examinó las ventanas y miró detrás de las cortinas, realizando su trabajo a conciencia. Scaramanga entró en la sala, seguido de Hendriks.

—Muy bien, Hazard —dijo con un tono áspero—, cierra las dos puertas, como ayer. No tiene que entrar nadie, ¿de acuerdo?

—Sí. —Al pasar junto a Hendriks, Bond le saludó alegremente.— Buenos días, señor Hendriks. ¿Se divirtió en la fiesta anoche?

Hendriks le dirigió su habitual inclinación de cabeza con sequedad. Pero no le contestó. Su mirada era pétrea como el mármol.

Bond salió, cerró la puerta con llave y ocupó su posición, con los folletos en una mano y la copa de champán en la otra. De inmediato, Hendriks empezó a hablar, con tono de urgencia, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Señor S., debo comunicarle malas noticias. Esta mañana me han llamado de mi central en La Habana. Lo han confirmado directamente con Moscú. Ese hombre —y debió de hacer un gesto señalando la puerta— es el agente secreto británico, el tal Bond. No hay duda, me han dado su descripción exacta. Cuando fue a nadar esta mañana, aproveché la oportunidad para examinar su cuerpo con unos prismáticos. Se aprecian con toda claridad las heridas de su cuerpo, y la cicatriz a lo largo de la mejilla derecha no deja lugar a dudas. ¡Y el disparo de anoche…! Ese imbécil se sentirá orgulloso de su demostración. ¡Me gustaría ver a un miembro de mi organización comportándose de una manera tan estúpida! Haría que lo liquidaran al instante.

Hubo una pausa. Al tono alterado del hombre, se añadió un matiz algo amenazador. Su objetivo pasó a ser Scaramanga.

—Pero, señor S., ¿cómo ha podido suceder esto? ¿Cómo ha dejado usted que sucediera? Mi central está estupefacta con este error. Ese hombre nos hubiera hecho mucho daño, si no fuese por la vigilancia de mis superiores. Expliqúese, por favor, señor S., porque tengo que realizar un informe completo sobre este asunto. ¿Cómo se encontró con ese hombre? ¿Cómo lo metió incluso en el seno del Grupo? Los detalles, por favor, señor S., todas las explicaciones. Mis superiores mostrarán una aguda crítica ante esta falta de vigilancia frente al enemigo.

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