El hombre de la pistola de oro (5 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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Pensativo, M se frotó la nariz con la cazoleta de su pipa. «Bien, ¡muy bien!»

Volvió al expediente.

«Tengo un comentario que hacer [escribía C. C.] sobre la supuesta potencia sexual de este hombre, en relación con su profesión. En una tesis freudiana, con la que me siento conforme, la pistola, ya sea en manos de un tirador aficionado como en las de un profesional, para el poseedor es un símbolo de virilidad, algo como una extensión del órgano masculino. Un interés excesivo por las pistolas (por ejemplo, coleccionistas y clubes de armas) supone una forma de fetichismo. La afición de Scaramanga a un modelo especialmente vistoso y la utilización de balas de oro y plata apuntan, creo que con claridad, a una servidumbre respecto de su fetiche, y, si no me equivoco, tengo dudas acerca de su supuesta destreza sexual, la carencia de la cual sería o bien sustituida o bien compensada por su pistola fetiche. También he observado, basándome en un "retrato" de este personaje aparecido en la revista
Time
, un hecho que apoya mi tesis de que tal vez Scaramanga sea sexualmente anormal. En una relación de sus cualidades,
Time
apunta, aunque no lo comenta, el hecho de que ese hombre no puede silbar. Ahora bien, y esto quizás sea sólo un mito —que ciertamente no se apoya en la ciencia médica—, hay una teoría popular según la cual el hombre que no es capaz de silbar tiene tendencias homosexuales. (En este punto, que el lector experimente y así, a partir del autoconocimiento, ¡ayudará a confirmar o a desmentir este aspecto del folclore! C. C.)»

M no había vuelto a silbar desde que era un chiquillo. Inconscientemente, frunció los labios y emitió una nota diáfana. Produjo un chasquido y prosiguió con la lectura del informe.

«En consecuencia, no me sorprendería saber que Scaramanga no es el Casanova de la imaginación popular. Si entramos en más amplias consideraciones respecto al arte del tiro, llegamos a la esfera de la ambición de poder adleriana, como compensación de un complejo de inferioridad, y aquí citaré unas elegantes palabras de un tal señor Harold L. Peterson en el prefacio a su obra, hermosamente ilustrada,
El Libro de la Pistola
(publicado por Paul Hamlyn). El señor Peterson escribe:

»"De entre la amplia variedad de cosas que el hombre ha inventado para mejorar su condición, pocas han resultado tan fascinantes como la pistola. Su función resulta simple. Como dijo Oliver Winchester, con cierta complacencia decimonónica: 'Una pistola es una máquina para lanzar bolas'. Pero la eficacia cada vez mayor con la que se realiza esta tarea, y la imponente capacidad para afecar el entorno desde una larga distancia, le han otorgado un tremendo atractivo psicológico.

»"La posesión de una pistola y su destreza al utilizarla aumentan sobremanera el poder personal del tirador, que extiende su radio de influencia y efecto mil veces más allá de la longitud de su brazo. Y dado que toda la fuerza reside en la pistola, el hombre que la maneja puede no ser en absoluto fuerte y sin embargo no sentirse en desventaja. La espada destelleante, la lanza amenazadora, el arco tensado funcionaban dentro de los límites de! hombre que los sostenía. El poder de la pistola es inherente y sólo ha de ser liberado. Son suficientes una vista imperturbable y una puntería precisa. Donde apunta el cañón, llega la bala, llevando rápidamente a su destino el deseo o la intención del tirador. Quizás más que ningún otro artilugio, la pistola ha modelado el curso de las naciones y el destino de los hombres."

»En la tesis freudiana, "la longitud del brazo" se convertiría en la longitud del órgano masculino. Pero no necesitamos detenernos en esoterismos de este estilo. La base sobre la que sustento mi premisa está bien expresada por la vigorosa prosa del señor Peterson y, aunque yo sustituiría la pistola por la imprenta en el párrafo concluyente, los puntos quedan bien reflejados. En mi opinión, el sujeto, Scaramanga, es un paranoico en rebelión subconsciente contra la figura del padre (la figura de la autoridad) y un fetichista con posible tendencia homosexual. Posee otras cualidades, patentes según el anterior testimonio. Para finalizar, y considerando los daños que ya ha infringido en el personal de los servicios secretos, concluyo que se debería poner fin a su carrera con la máxima prontitud —si es necesario por los medios inhumanos que él mismo utiliza—, en la improbable eventualidad de que se dispusiera de un agente de igual valor y destreza.

»Firmado C. C.»

Debajo, al final del documento, el jefe de la Sección del Caribe y Centroamérica había escrito «Corroboro», firmado «C. A.». A esto, el jefe de Estado Mayor había añadido, en tinta roja, «Anotado. J. E. M.».

M dejó la mirada perdida en el espacio durante unos cinco minutos. Luego cogió su bolígrafo y, en tinta verde, garabateó la palabra «¿Acción?» seguida de la autoritaria «M» en itálica.

Permaneció sentado inmóvil durante otros cinco minutos y se preguntó si no acababa de firmar la sentencia de muerte de James Bond.

Capítulo 4
Las estrellas lo presagian

Hay pocos lugares con menos atractivo para pasar una tarde bochornosa que el aeropuerto internacional de Kingston, en Jamaica. La mayor parte del presupuesto se les había ido en alargar las pistas hasta la terminal de embarque para subir a las grandes aeronaves, quedándoles poco para acomodar a los pasajeros en tránsito. James Bond había llegado hacía una hora en un vuelo de la BWIA desde Trinidad, y aún faltaban dos horas para que pudiera proseguir su viaje hacia La Habana. Se había quitado la americana y la corbata y permanecía sentado en un banco incómodo, revisando sombrío el contenido de la tienda libre de impuestos: los perfumes caros, los licores y montones de artículos de artesanía local excesivamente adornados. Ya había almorzado en el avión, y no era el momento adecuado para una copa; hacía un calor sofocante y se encontraba demasiado lejos para tomar un taxi hasta Kingston, aunque deseara hacerlo. Se pasó el pañuelo ya empapado por el rostro y el cuello, maldiciendo con suave elocuencia.

Una mujer de la limpieza había iniciado su andadura y, con la exquisita languidez de las gentes caribeñas, empezó a barrer pequeñas cantidades de basura aquí y allá, sumergiendo de vez en cuando su huesuda mano en un cubo para echar agua que humedeciera aquel polvoriento suelo de cemento. A través de las celosías de láminas, la suave brisa, que llevaba consigo el olor de los manglares, movía brevemente el aire detenido y luego desaparecía. Sólo había otros dos pasajeros en la sala de espera, quizás cubanos, con sus petates: un hombre y una mujer. Estaban sentados muy juntos, apoyados contra la pared de enfrente, y tenían la mirada fija en James Bond, contribuyendo algo más a la opresión de aquel ambiente. Bond se levantó y se dirigió a la tienda. Compró el
Daily Gleaner
y volvió a su asiento. El
Gleaner
era su diario preferido debido a su inconsistencia y a la rara elección que hacía de las noticias que publicaba. Casi toda la primera página del día estaba dedicada a las nuevas leyes contra la marihuana, para evitar el cultivo, venta y consumo de la variedad local. La información sobre De Gaulle, que acababa de anunciar sensacionalmente su reconocimiento de la China Roja, se encontraba enmarcada más abajo. Bond leyó todo el diario —incluidas las noticias breves sobre el país— con la minuciosidad que le provocaba la desesperación.

Su horóscopo le decía: «¡
ánimo
! Hoy recibirá una sorpresa agradable y la satisfacción de un deseo largamente acariciado. Pero debe ayudar a su suerte estando atento a la oportunidad de oro que se le aparecerá y cogiéndola en sus manos». Bond sonrió inexorable. Era improbable que diera con la pista de Scaramanga en su primera noche en La Habana. Ni siquiera estaba garantizado que se encontrara allí. Era el último recurso. Durante seis semanas, Bond fue a la caza de su hombre por todo el Caribe y por Centroamérica. Se le escabulló en Trinidad por un día, y sólo en cuestión de horas, en Caracas. Así pues, bastante a regañadientes, tomó la decisión de intentar encontrarle por fin en su hogar, un entorno especialmente adverso, con el cual Bond apenas estaba familiarizado. Al menos se había hecho algo más fuerte en la Guayana Británica al procurarse un pasaporte diplomático. Ahora él era el «Correo» Bond con instrucciones magníficamente grabadas de Su Majestad para recoger la valija diplomática jamaicana en La Habana y regresar con ella. Incluso había tomado prestado el famoso Lebrel de Plata, emblema del Correo Diplomático Británico durante trescientos años. Si podía llevar a cabo su trabajo y después conseguir una ventaja de unos cuantos centenares de metros, al menos esto le facilitaría asilo en la embajada británica. Luego dependería del Ministerio de Asuntos Exteriores reclamarle. Si pudiera encontrar a su hombre… Si pudiera llevar a cabo las instrucciones… Si pudiera esfumarse del escenario de los disparos… Si, si, si…

Bond pasó la última página y se encontró con los anuncios clasificados. Uno de ellos, con un estilo típico jamaicano, captó de inmediato su atención. Leyó:

SUBASTA

Calle Harbour, número 77, Kingston.

A las 10:30 de la mañana del miércoles 27 de mayo.

Bajo las condiciones de venta contenidas en la hipoteca de Cornelius Brown et ux.

Love Lane, número 3
1/2
, Savannah La Mar.

Conteniendo sólida residencia y toda la parcela de terreno que, por medición, es de ochenta y cinco metros en el límite norte; de ciento cinco metros en el límite sur; exactamente de cuarenta metros en el límite este, y de noventa metros en el límite oeste, siendo esto así y aproximadamente y lindando al norte con el número 4 de Love Lane.

C. D. Alexander Co. Ltd.

Calle Harbour, n° 77, Kingston.

Teléfono 4897.

James Bond estaba encantado. Había llevado a cabo varias misiones en Jamaica y vivido muchas aventuras en aquella isla. Las señas espléndidas y todo el asunto de las mediciones, así como el anticuado abracadabra al final del anuncio le retornó al auténtico aroma de una de las posesiones británicas más antiguas y románticas. A pesar de la recién estrenada «independencia» del país, estaba seguro de que la estatua de la reina Victoria instalada en el centro de Kingston
no
habría sido destruida ni retirada al interior de algún museo, al contrario de lo sucedido con los recuerdos similares de una infancia histórica en los renacientes estados africanos. Miró su reloj. El
Gleaner
le había ocupado una hora entera. Recogió la chaqueta y el maletín.

¡No le faltaba mucho para embarcar! En un último análisis, la vida no era tan triste. Tenía que olvidar lo malo y recordar lo bueno. ¿Qué suponían un par de horas de calor y aburrimiento en aquella isla, si las comparaba con los recuerdos de Beau Desert y Honeychile Wilder y su supervivencia frente al loco Dr. No? James Bond sonrió para sus adentros a medida que las imágenes polvorientas pasaban por su mente. ¡Cuánto tiempo hacía de todo aquello! ¿Qué habría sido de ella? Nunca escribió. Lo último que supo es que había tenido dos hijos con el médico de Filadelfia con quien se había casado. Se fue alejando, penetrando, casi sin darse cuenta, en el área que denominaban con grandilocuencia «Explanada», donde se encontraban las taquillas vacías de varias compañías aéreas. En sus mostradores, folletos promocionales y pequeñas banderolas de las compañías acumulaban el polvo que llegaba arrastrado por la brisa de los manglares.

Allí estaba el tradicional expositor central donde se dejaban los mensajes para los pasajeros de paso. Como de costumbre, Bond se preguntó si habría algo para él. En toda su vida, nunca había encontrado mensaje alguno. Automáticamente echó un vistazo a los sobres que estaban depositados en el expositor, fijados con cinta adhesiva bajo cada letra del alfabeto. Nada bajo la «B». Y nada bajo «H», su alias de «Hazard, Mark» de la Transworld Consortium, sustituía de la antigua Universal Export, que había sido desechada como tapadera del Servicio Secreto. Nada. Con mirada indolente recorrió el resto de sobres. De pronto se quedó helado. Echó un vistazo alrededor, con languidez, como un gesto accidental. La pareja cubana se encontraba fuera de la vista. Nadie más lo miraba. Con un movimiento rápido tendió la mano envuelta en el pañuelo y se metió en el bolsillo un sobre color crema que iba dirigido a «Scaramanga, pasajero de la BOAC procedente de Lima». Se quedó donde estaba durante unos minutos y luego se dirigió con desgana hacia la puerta señalada con la palabra «
hombres»
.

Cerró con pestillo y se sentó. El sobre estaba abierto, contenía un formulario de mensajes de la BWIA y decía:

«mensaje recibido de kingston a las 12:15: las muestras estarán disponibles en el número tres y medio de slm a partir de mañana al mediodía.»

No estaba firmado. Bond emitió un breve aullido de risa triunfal. SLM: Savannah La Mar. ¿Sería eso? ¡Tenía que serlo! Por fin las tres estrellas rojas de una máquina tragaperras habían salido en línea. ¿Qué le decía el horóscopo del
Gleanerl
Bueno, pues se jugaría el todo por el todo por esa pista caída del espacio exterior; «lo cogería con ambas manos», como le aconsejaba el
Gleaner
. Leyó el mensaje de nuevo y lo volvió a meter en el sobre con cuidado. El húmedo pañuelo había dejado una señal en el sobre color crema, pero con el calor que hacía, se secaría en cuestión de minutos. Salió y deambuló hasta el expositor de mensajes. Nadie a la vista. Deslizó el sobre de nuevo en su lugar, bajo la letra «S», y se dirigió a la taquilla de Aeronaves de México para cancelar su reserva. Luego fue hasta el mostrador de la BOAC y examinó los horarios. Sí, el vuelo de Lima a Kingston, Nueva York y Londres tenía su llegada a las 13:15 del día siguiente. Necesitaría ayuda. Recordó el nombre del jefe de Control de la Estación J y se dirigió a la cabina telefónica. Llamó a la oficiña del Alto Comisionado y pidió por el comandante Ross. Tras un momento de espera, le llegó la voz de una joven.

—Ayudante del comandante Ross. ¿Qué desea?

Había algo vagamente familiar en la melodía de aquella voz.

—¿Puedo hablar con el comandante Ross? —preguntó Bond—. Soy un amigo de Londres.

De pronto, la voz de la joven sonó expectante.

—Me temo que el comandante Ross está fuera de Jamaica. ¿Hay algo que yo pueda hacer? —Hubo una pausa.— ¿Qué nombre me ha dicho?

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