El hombre del traje color castaño

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Una bailarina rusa que planea un chantaje, un robo de diamantes en África del Sur, un hombre que muere empujado a la vía del metro de Londres y un extraño pedazo de papel. Éstas son las piezas del rompecabezas que casualmente caen en manos de Anne Beddingfeld, la hija de un famoso arqueólogo, que decide descubrir la trama completa sin importarle los riesgos que debe asumir para ello.

Agatha Christie

El hombre del traje color castaño

ePUB v1.0

Ormi
22.10.11

Título original:
The Man In The Brown Suit

Traducción: Guillermo López Hipkiss

Agatha Christie, 1924

Edición 1981 - Editorial Molino - 256 páginas

ISBN: 842701478

A E.A.B.

En recuerdo de un viaje, unos cuentos de leones y la petición de que escribiera algún día el «Misterio de la Casa del Molino».

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BEDDINGFELD
(Ana): Joven y hermosa muchacha, hija de un eminente y fallecido arqueólogo. Protagonista de esta novela.

BLAIR
(Susana): Pasajera del «Castillo de Kilmorden» y colaboradora en la misión detectivesca de Ana.

CAROLINA
: Esposa de James, el jardinero y cocinera de sir Eustace Pedler.

CARTON
: Un hombre muerto en la vía del «Metro».

CASTINA
: Una mujer asesinada en la Casa del Molino.

CHICHESTER
(Rvdo. Eduardo): Misionero en África.

EMERY
: Señorita de compañía de la señora Flemming.

FLEMMING
(Enrique): Notable antropólogo londinense, amigo y abogado que fue del padre de Ana Beddingfeld.

JAMES
(Juan): Jardinero de sir Eustace Pedler.

JARVIS
: Mayordomo de tipo corriente.

JEANNE
: Doncella de Nadina.

MEADOWS
: Detective inspector de Scotland Yard.

NADINA
: Célebre bailarina rusa.

NASBY
(Lord): Millonario, propietario del
Daily Budget
y otros periódicos.

PAGETT
(Guy): Eficiente secretario de sir Eustace Pedler.

PAULOVITCH
(Conde Sergio): Amigo de la bailarina Nadina.

PEDLER
(Sir Eustace): Miembro del Parlamento y propietario de la Casa del Molino.

PETTIGREW
: Solterona, secretaria interina de Pedler.

RACE
: Coronel del Servicio Secreto.

RAFFINI
: Holandés, conservador del Museo de El Cabo.

RAYBURN
(Enrique): Otro secretario incidental de sir Eustace Pedler.

REEVES
: Miembro del Partido Sudafricano.

Prólogo

Nadina, la bailarina que había tomado París por asalto, mecióse al compás de los aplausos e hizo reverencias vez tras vez. Las negras y contraídas pupilas de sus ojos se contrajeron aún más. La línea recta escarlata que era su boca, curvóse hacia arriba.

Entusiasmados franceses continuaron golpeando el suelo para expresar su aprobación al caer el telón y ocultar los rojos, azules y púrpuras del exótico decorado. La bailarina abandonó el escenario en un remolino de ropajes azules y anaranjados. Un caballero barbudo la recibió, con entusiasmo, entre sus brazos. Era el empresario.

—¡Magnífico, pequeña, magnífico! —exclamó—. ¡Esta noche se ha superado!

La besó galantemente en ambas mejillas, con naturalidad.

Madame Nadina aceptó el tributo con la serenidad hija de larga costumbre y pasó a su camarín, donde había ramilletes de flores apilados de cualquier manera y en todas partes; maravillosos vestidos de estilo futurista colgaban de las perchas; y el aire estaba cargado del aroma de las flores y de perfumes y esencias. Jeanne, la doncella, ayudó a su señora, hablando sin cesar y colmándola de alabanzas.

Unos golpecitos dados en la puerta pusieron dique al encomiástico torrente. Jeanne acudió a contestar y volvió con una tarjeta en la mano.

—¿Madame le recibirá?

—Déjeme ver.

La bailarina tendió, con languidez, una mano; pero al ver el nombre inscrito en la cartulina, conde Sergio Paulovitch, un destello de interés brilló, de súbito, en sus ojos.

—Le recibiré. El peinador color maíz, Jeanne, pronto. Y cuando entre el conde, puede usted retirarse.

—Bien, madame.

Jeanne le entregó el peinador, exquisita prenda de gasa trigueña y armiño. Nadina se la puso y se sentó sonriendo, mientras su mano, blanca y larga, tabaleaba con los dedos sobre la superficie de cristal de la mesa tocador.

El conde aprovechó inmediatamente el privilegio que se le otorgaba. Era un hombre de estatura regular, muy delgado, muy elegante, muy pálido, extraordinariamente cansado. Las facciones sin gran cosa que las distinguiese, hombre difícil de volver a reconocer si se hacía caso omiso de su amaneramiento. Se inclinó sobre la mano de la bailarina con exagerada cortesía.

—Madame, éste es un placer, en verdad.

Hasta ahí oyó Jeanne antes de salir y cerrar la puerta tras sí. Una vez a solas con su visitante, un sutil cambio se operó en la sonrisa de Nadina.

—Aunque somos compatriotas, no hablaremos en ruso, creo yo —observó ella.

—Puesto que ninguno de los dos sabemos una palabra de ese idioma, creo que valdrá mucho más —asintió el hombre.

De común acuerdo recurrieron al inglés y, nadie, ahora que el conde había dejado su amaneramiento, hubiera podido dudar que el inglés era su idioma natal. En efecto, había empezado su vida como transformista en una sala de espectáculos de Londres.

—Tuviste un gran éxito esta noche —comentó—. Te felicito.

—Ello no obstante —advirtió la mujer—, estoy preocupada. Mi posición no es lo que fue. Las sospechas que se despertaron durante la guerra no se disiparon del todo jamás. Se me vigila y espía continuamente.

—Pero, ¿no es cierto que no se presentó una acusación de espionaje contra ti nunca?

—Nuestro jefe prepara demasiado bien sus planes para que eso sea posible.

—Que disfrute de una larga vida el «Coronel» —dijo el conde, sonriendo—. Asombrosa noticia, ¿no te parece?, que tenga intención de retirarse. ¡Retirarse! Como un médico, o un carnicero cualquiera.

—O cualquier otro hombre de negocios —completó Nadina—. No debiera de sorprendernos. Eso es lo que ha sido siempre el «Coronel»; un excelente hombre de negocios. Ha organizado el crimen como otro hombre hubiera podido organizar una fábrica de zapatos. Sin comprometerse, ha planeado y dirigido una serie de golpes colosales que han abarcado todas las ramas de lo que pudiéramos llamar «su profesión». Robos de joyas, falsificaciones, espionaje (este último, singularmente lucrativo en tiempo de guerra), sabotaje, asesinatos discretos..., apenas hay cosa alguna que no haya tocado. Y lo que aún demuestra más su sabiduría: sabe cuándo parar. ¿Empieza a resultar peligroso el juego? Se retira airosamente... ¡con una fortuna enorme!

—¡Hum! —murmuró dubitativo el conde—. Es algo... desconcertante para todos nosotros. Nos quedamos ociosos, como quien dice.

—Pero se nos paga la despedida... ¡en generosísima escala!

Algo, cierto dejo de burla en su voz, hizo que el hombre la mirara vivamente. Ella sonreía para sí y la cualidad de aquella sonrisa despertó su curiosidad. Pero prosiguió con diplomacia:

—Sí; el «Coronel» siempre ha sido un amo generoso. Yo atribuyo gran parte de su éxito a eso... y a su invariable plan de hallar una cabeza de turco apropiada. Un gran cerebro... ¡un gran cerebro, indudablemente! Y un apóstol de la máxima: «Si quieres que una cosa se haga sin peligro, ¡no la hagas tú en persona!» Henos aquí comprometidos todos hasta las cejas y por completo en su poder y ni uno solo de nosotros tiene pruebas que puedan comprometerle a él.

Hizo una pausa, como si estuviera esperando que se mostrara ella en desacuerdo con él. Pero Nadina guardó silencio, sin dejar de sonreír.

—Ni uno solo de nosotros —musitó el conde—. No obstante, ¿sabes?, es supersticioso el viejo. Tengo entendido que hace años fue a visitar a una de esas adivinas. Ella le vaticinó toda una vida de éxitos; pero declaró que una mujer sería su ruina.

Había logrado despertar su interés ahora. Nadina alzó la mirada con avidez.

—¡Es curioso! ¡Muy curioso! ¿Una mujer has dicho?

Él sonrió y se encogió de hombros.

—Sin duda ahora que se ha... retirado, se casará. Con alguna belleza de la buena sociedad que gastará sus millones más aprisa de lo que él los ganó.

Nadina negó con la cabeza.

—No, no; no es así como ocurrirá. Escucha, amigo mío: mañana me voy a Londres.

—Pero, ¿y tu contrato aquí?

—Sólo estaré ausente una noche. Y marcho de incógnito, como una reina. Nadie sabrá jamás que he salido de Francia. Y, ¿por qué crees que marcho?

—Mal puede ser por gusto en esta época del año. Enero, ¡un mes detestable y nebuloso! Será por interés, supongo.

—Justo —se puso en pie ante él, arrogante de orgullo su grácil silueta—. Dijiste, no ha mucho, que ninguno de nosotros tenía cosa alguna que pudiera comprometer al jefe. Te equivocas. Tengo algo yo. Yo, una mujer, he tenido el ingenio, yo, sí, el valor (porque hace falta valor), de traicionarle. ¿Recuerdas los diamante de De Beer?

—Sí, los recuerdo, en Kimberley, y poco antes de que estallara la guerra, ¿verdad? Yo no tuve nada que ver con el asunto, y nunca oí los detalles. Se echó tierra sobre el asunto Dios sabe por qué razón. ¿No es cierto? Un golpe magnífico, por añadidura.

—Piedras por valor de cien mil libras esterlinas. Dimos el golpe entre dos... bajo las órdenes del «Coronel», claro está. El plan era substituir alguno de los diamantes de De Beer con unos diamantes de muestra traídos de América del Sur por dos jóvenes mineros que acertaban a hallarse en Kimberley por entonces. Así, era seguro que las sospechas recaerían sobre ellos.

—Muy ingenioso —interpeló el conde, con aprobación.

—El «Coronel» es ingenioso siempre. Bueno, pues hice mi parte... pero también hice algo que el «Coronel» no había previsto. Me reservé algunas de las piedras sudamericanas... algunas de ellas son únicas en su género y podría demostrarse fácilmente que jamás han pasado por las manos de De Beer. Con estos diamantes en mis manos, tengo a mi estimado jefe en mi poder. Una vez demostrada la inocencia de los dos jóvenes, forzosamente ha de sospecharse que tuvo él mano en el asunto. No he dicho nada durante todos estos años. Me he conformado con saber que contaba con esta arma como reserva. Pero ahora la situación ha cambiado. Quiero que se me pague el precio que pida... y será grande. Casi puedo decir que será como para hacer ver visiones a cualquiera.

—Extraordinario —dijo el conde—. Y sin duda llevarás esos diamantes contigo siempre.

Su mirada erró dulcemente por el desordenado camarín.

Nadina rió, con no menos dulzura.

—No supongas cosa semejante. No soy imbécil. Los diamantes se hallan en lugar seguro donde a nadie se le ocurriría buscarlos.

—Jamás te creí imbécil, amiga mía; pero, ¿me es lícito insinuar que eres un poco temeraria? El «Coronel» no es de los que se someten mansamente a que se le haga víctima de un chantaje.

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